Gorbachov guiaba el país hacia una combinación entre el libre mercado y un sistema fuerte de protección social, manteniendo ciertas industrias clave bajo control público; ése era un proceso que, según sus propias predicciones, tardaría entre diez y quince años en completarse. Su objetivo final era construir un sistema socialdemócrata siguiendo el modelo escandinavo: "un foco de inspiración socialista para toda la humanidad".
Gorbachov se encontró enseguida frente a un adversario que estaba más que dispuesto a desempeñar el papel de Pinochet ruso. Boris Yeltsin, aunque ya detentaba el cargo de presidente Rusia, tenía un estatus menos prominente que el de Gorbachov, que presidía el conjunto de la Unión Soviética. Pero eso cambiaría espectacularmente el 19 de agosto de 1991, un mes después de la cumbre del G-7. Un grupo de miembros de la vieja guarda comunista movilizó los tanques del ejército y los envío hacia la Casa Blanca, que es el nombre con el que se conoce la sede del parlamento ruso. En su intento de poner freno al proceso de "democratización", amenazaron con atacar el primer parlamento electo del país. Yeltsin se presentó en medio de la multitud de rusos que se habían congregado, decididos a defender su nueva "democracia", y se encaramó a uno de los tanques para denunciar aquella agresión, calificándola de "cínica intentonas golpista de derechas. Los tanques se retiraron y la figura de Yeltsin emergió de aquella confrontación como la de un valeroso defensor de la democracia.
La misma sensación invadió a Yeltsin. Como dirigente, siempre se había comportado como una especie de "anti-Gorbachov". Si Gorbachov proyectaba corrección y sobriedad (una de sus medidas más controvertidas había una agresiva campaña contra el consumo de vodka), Yeltsin era un famoso glotón y un consumado bebedor. Antes del golpe, muchos rusos mantenían ciertas reservas con respecto a Yeltsin, pero él había ayudado a salvar la "democracia" frente a un golpe comunista y aquello lo convirtió —al menos, temporalmente— en un héroe popular.
Yeltsin no tardó en invertir los réditos de su triunfo en la obtención de un mayor poder político. Sabía que, mientras la Unión Soviética se mantuviera intacta, siempre dispondría de menos control sobre la situación política que Gorbachov, así que, en diciembre de 1991, cuatro meses después de la abortada intentona golpista, Yeltsin asestó una estocada política maestra. Formó una alianza con otras repúblicas soviéticas y, con ello, provocó la brusca disolución de la Unión Soviética y forzó la dimisión de Gorbachov. La abolición de la U.R.S.S., "el único país que la mayoría de los rusos había conocido" hasta entonces supuso un fuerte impacto para la psique colectiva rusa y, según el politólogo Stephen Cohen, fue el primero de los "tres shocks traumáticos que los rusos habían de soportar en los tres años siguientes.
Yeltsin había invitado a Jeffrey Sachs a ir a Rusia para que ejerciera de asesor y Sachs se había mostrado más que dispuesto: "Si Polonia puede hacerlo, Rusia también", declaró. Pero Yeltsin quería algo más que asesoramiento: pretendía obtener la misma recaudación de fondos en bandeja de plata que Sachs le había servido a Polonia. "Nuestra única esperanza —diría Yeltsin— era que se cumplieran rápidamente las promesas del G-7 y que nos facilitaran de inmediato grandes sumas de ayuda financiera". Sachs le explicó a Yeltsin que confiaba en que, si Moscú se mostraba dispuesta a adoptar el enfoque big bang para establecer una economía capitalista en Rusia, él sería capaz de recaudar en torno a 15.000 millones de dólares. Para ello tendrían que ser ambiciosos y moverse con rapidez. Lo que Yeltsin no sabía era que la suerte de Sachs estaba a punto de agotarse.
La conversión de Rusia al capitalismo tuvo mucho en común con los métodos corruptos que habían desatado las protestas de la plaza de Tiananmen en Chinas dos años antes. El alcalde de Moscú, Gavriil Popov, ha afirmado que, en la práctica, sólo había dos opciones posibles para desmontar la economía de control centralizado: "Puede dividirse la propiedad entre todos los miembros de la sociedad o pueden reservarse los mejores pedazos para los líderes. En resumidas cuentas, está el enfoque democrático y el de la nomenklatura y los apparatchiks". Yeltsin optó por el segundo y, además, demostró tener mucha prisa. A finales de 1991, acudió al parlamento donde presentó una propuesta muy poco convencional: si le otorgaban un año de poderes especiales (con los que emitir leyes por decreto sin necesidad de someterlas a aprobación parlamentaria), él resolvería la crisis económica y les devolvería un sistema pujante y saludable. Lo que Yeltsin solicitabas con aquella proposición era el mismo poder ejecutivo del que disponen los dictadores, no los demócratas; pero el parlamento aún estaba agradecido al presidente por su papel durante la intentona golpista y el país necesitaba desesperadamente la ayuda del exterior. Así que la respuesta fue afirmativa: Yeltsin podría disfrutar de un año de poder absoluto para "rehacer" la economía rusa.
El presidente reunió inmediatamente a un equipo de economistas, muchos de los cuales habían formado, durante los años finales del comunismo, una especie de club de lectura del libre mercado en el que leían los textos básicos de los pensadores de la Escuela de Chicago y comentaban cómo podían aplicarse aquellas teorías en el caso de Rusia. Aunque nunca habían estudiado en Estados Unidos, eran unos seguidores tan fieles de Milton Friedman que la prensa rusa dio en llamar al equipo de Yeltsin "los muchachos de Chicago" por imitación de la denominación de los Chicago Boys originales, una expresión cuyas reminiscencias históricas encajaban, además, a la perfección en el contexto de la prospera economía del mercado negro en Rusia. En Occidente se les bautizó como "los jóvenes reformadores". La cabeza visible del grupo era Yegor Gaidar, a quien Yeltsin nombró como una de sus dos viceprimeros ministros. Piotr Aven, ministro de Yeltsin entre 1991 y 1992, y que también formó parte de ese núcleo duro, a propósito de su antigua camarilla, que "el complejo de superioridad que, por desgracia, afectaba a nuestros reformadores les llevaba a identificarse con el mismísimo Dios".
A fin de proporcionar sus propios refuerzos ideológicos y técnicos a los Chicago Boys de Yeltsin, el gobierno estadounidense aportó y sufragó sus propios expertos en transiciones, a los que se asignaron tareas diversas: desde la redacción de decretos de privatización hasta la puesta en marcha de una bolsa del estilo de la Nueva York, pasando por el diseño de un mercado ruso de fondos de inversión. En otoño de 1992, la USAID concedió un contrato de 2,1 millones de dólares al Harvard Institute for Internacional Development que permitió él envió de diversos equipos de jóvenes abogados y economistas para que siguieran de cerca los progresos del equipo de Gaidar. En mayo de 1995, Harvard nombró director de su Institute for International Development a Jeffrey Sachs, lo que significa que éste desempeñó dos papeles distintos en la reforma rusa: empezó como asesor independiente de Yeltsin para pasar luego a convertirse en supervisor de la nutrida avanzadilla de Harvard en Rusia, sufragada con fondos del gobierno estadounidense.
El 28 de octubre de 1991, Yeltsin anunció el levantamiento de los controles de precios y se atrevió a predecir que "la liberación de los precios pondrá cada cosa en el lugar que le corresponde". Los "reformadores" sólo esperaron una semana tras dimisión de Gorbachov para lanzar su programa económico de terapia de shock: el segundo de los tres shocks traumáticos anteriormente mencionados. El programa de terapia de shock también contenía una serie de políticas de fomento del libre comercio, así como la primera fase del fuego graneado de privatizaciones de las (aproximadamente) 225.000 empresas de propiedad estatal con que contaba el país.
Yeltsin hizo promesas descabelladas afirmando que "durante, aproximadamente, seis meses, las cosas empeorarían", pero, luego se iniciaría la recuperación y, en breve, Rusia se convertiría en un titán económico, en una de las cuatro principales economías del mundo. Lo cierto es que la lógica que había detrás de esta "destrucción creativa" (tal como se la denominaba" apenas generó creación, pero sí que dio pie a un proceso destructivo en espiral. Tras sólo un año, la terapia de shock ya se había cobrado un peaje devastador: millones de rusos de clase de media perdieron los ahorros de toda su vida cuando el dinero perdió su valor y los bruscos recortes de los subsidios provocaron que millones de trabajadores no cobrasen salario algunos durante meses.
El ruso medio consumía un 40% menos en 1992 que en 1991 y un tercio de la población cayó por debajo del umbral de pobreza. La clase media se veía obligada a vender sus pertenencias personales en puestos callejeros improvisados, mientras los economistas de la Escuela de Chicago ensalzaban aquellos actos como síntomas de un gran "espíritu emprendedor" y como prueba de que el renacimiento capitalista estaba ya en marcha, aunque fuera poco a poco (¡ciertamente!: reliquia de familia por aquí, una americana de segunda mano por allá…).
Presionado por los votantes, el parlamento electo del país —el mismo órgano que había apoyado el ascenso al poder de Yeltsin— decidió que había llegado la hora de frenar al presidente y a sus sucedáneos de Chicago Boys. En diciembre de 1992, los parlamentarios votaron la destitución de Yegor Gaidar y, tres meses después, en marzo de 1993, aprobaron revocar los poderes especiales que habían concedido a Yeltsin para que éste impusiera sus leyes económicas por decreto. Se había agotado el período de gracia y los resultados habían sido pésimos; a partir de aquel momento, las leyes tendrían que pasar por el parlamento, una medida común y convencional en cualquier democracia liberal, y que se ajustaba, además, a los procedimientos fijados en la constitución rusa.
En realidad, aquellos eran los mismos políticos (y con los mismos defectos, que, tratándose de 1041 diputados, debían de ser muchos) que habían respaldado a Yeltsin y a Gorbachov frente al golpe de los auténticos partidarios de la línea dura en 1991, los mismos que habían votado a favor de la disolución de la Unión Soviética y los mismos que, hasta la fecha muy reciente, habían dado su apoyo pleno a Yeltsin. Pero el Washington Post optó por calificar a los parlamentarios de Rusia de "antigubernamentales", como si se tratara de unos intrusos que no formasen parte también del sistema de gobierno de la nación en sentido amplio.
Los diputados estaban simplemente ejerciendo sus derechos, pero Yeltsin se había acostumbrado a sus poderes incrementados y había dado ya síntomas de considerarse más como un monarca (se había aficionado incluso a llamarse a sí mismo Boris I) que como presidente. Así que tomó represalias contra el "motín" del parlamento apareciendo en televisión y declarando el estado de emergencia, por el que (muy oportunamente) se restablecían sus poderes imperiales. Tres días después, el independiente Tribunal Constitucional ruso (cuya creación había sido uno de los avances democráticos más significativos de Gorbachov) sentenció por 9 a 3 que la usurpación de competencias de Yeltsin vulneraba en ocho puntos distintos la constitución que había jurado respetar.
Yeltsin, confiado en que contaba con el apoyo de Estados Unidos, adoptó su primer paso irreversible hacia lo que hoy se conoce abiertamente como la "opción Pinochet": emitió el decreto 1.400, que abolía la constitución y disolvía el parlamento. Dos días después, el parlamento votaba por 636 a 2 en una sesión extraordinaria destituir a Yeltsin por su vergonzosa acción (equiparable a que, en Estados Unidos, el Congreso hubiese sido disuelto unilateralmente por el presidente). El vicepresidente Aleksandr Rutskoi anunció que Rusia ya había "pagado un precio muy caro por culpa del aventurismo político" de Yeltsin y los reformadores.
Una señal clara de Washington o de la UE podría haber obligado a Yeltsin a iniciar negociones serias con los parlamentarios, pero lo único que recibió de las potencia occidentales fueron ánimos. Finalmente, la mañana del 4 de octubre de 1993, Yeltsin cumplió con el destino para el que desde tanto tiempo atrás se le creía destinado y se convirtió en el Pinochet de Rusia al desencadenar una serie de sucesos violentos con inconfundibles reminiscencias del golpe militar acaecido en Chile exactamente veinte años antes.
Tras el golpe, Rusia cayó bajo un régimen de gobierno dictatorial libre de obstáculos: sus órganos electos fueron disueltos, se suspendió el Tribunal Constitucional y la constitución, los tanques patrullaban las calles, se declaró el toque de queda y la prensa tuvo que enfrentarse a una censura omnipresente, aunque los derechos civiles fueron restablecidos en breve.
En septiembre de 1999, el país se vio sacudida por una serie de atentados terroristas de una crueldad extrema: de forma aparentemente inesperada, alguien voló por los aires cuatro bloques de viviendas en plena noche y mató a cerca de 300 personas. En una sucesión de hechos que a los estadounidenses les acabaría resultando muy familiar tras el 11 de septiembre de 2001, todos los demás temas fueron expulsados del mapa político por la entrada en escena de la única fuerza capaz de hacer algo así. "Fue una especie de miedo primario", explica la periodista rusa Yevgenia Albats. "De repente, parecía que todos esos debates y explicaciones sobre la democracia y los oligarcas no tuvieran ninguna importancia comparados con el temor a morir en el interior de nuestras propias viviendas."
El hombre a quien se situó al frente de la caza de aquellos "animales" fue el primer ministro ruso, el acerado Vladimir Putin. Inmediatamente después de los atentados con bomba en los edificios de vivienda (producidos a finales de septiembre de 1999), Putin lanzó una campaña de bombardeos aéreos sobre Chechenia. A la nueva luz de la amenaza terrorista, el hecho de que Putin fuese un veterano del KGB, pareció resultar de pronto tranquilizador para muchos rusos. Yeltsin se volvía cada vez más disfuncional por culpa del alcoholismo, pero Putin, el protector, estaba ahora perfectamente posicionado para sucederle como presidente, El 31 de diciembre de 1999, en un momento en el que la guerra en Chechenia hacía imposible un debate mínimamente serio, varios oligarcas idearon un callado traspaso de poder de Yeltsin a Putin sin necesidad de elecciones. Pero antes de abandonar el poder, Yeltsin copió una página más del libro de reglas de Pinochet y exigió inmunidad legal para su persona. Así, el primer acto de Putin como presidente fue firmar una ley que protegía a Yeltsin frente a cualquier posible acusación penal, ya fuera por la corrupción, por el asesinato de manifestantes prodemocráticos a manos de militares o por cualquier otro acto que hubiera tenido lugar bajo su supervisión como jefe de Estado.
Yeltsin es visto por la historia más como un bufón corrupto que como un hombre duro y de aspecto amenazador. Pero sus políticas económicas y las guerras que promovió para protegerlas contribuyeron significativamente a aumentar el recuento de víctimas de la cruzada de la Escuela de Chicago, una cifra que no ha dejado de aumentar sistemáticamente desde lo sucedido en Chile durante los años setenta. A las víctimas del golpe de octubre perpetrado por Yeltsin, hay que añadir el elevadísimo número de muertos en las guerras de Chechenia (según las estimaciones, unos 100.000 civiles). Ahora bien, las mayores masacres que precipitó el anterior máximo mandatario ruso fueron aquellas que se produjeron "a cámara lenta", pero con una mortandad mucho mayor: me refiero a los "daños colaterales" de la terapia económica.
Nunca tantas personas han perdido tanto en tan poco tiempo sin que existiera una hambruna, una plaga o una batalla de grandes proporciones. Desde el inicio de la "transición" hasta 1998, más del 80%
De las granjas y las explotaciones agrícolas rusas habían quebrado, y, aproximadamente, unas 70.000 fábricas de titularidad estatal habían sido clausuradas, dejando como rastro una auténtica epidemia de desempleo. A mediados de la década de 1990, cuando los "terapeutas" ya habían administrado su "amarga medicina", eran 74 millones de rusos y rusas los que vivían por debajo de ese umbral, según el Banco Mundial. Eso significa que de lo que verdaderamente pueden vana gloriarse las "reformas económicas" rusas es del empobrecimiento absoluto de 72 millones de personas en sólo ocho años. En 1996, el 25% de los rusos (casi 37 millones de personas vivían en una situación de pobreza de "desesperada".
Con la llegada del capitalismo, sin embargo, los rusos beben el doble de alcohol del que solían beber y se están aficionando también a otros analgésicos más contundentes. El zar antidroga de Rusia, Aleksandr Mijailov, dice que el número de consumidores se incrementó en un 900% entre 1994 y 2004 hasta alcanzar los 4 millones de personas muchas de ellas adictas a la heroína. La epidemia de la droga ha repercutido también en la incidencia de otro asesino silencioso: en 1995, un total de 50.000 rusos eran seropositivos al VIH. En sólo dos años, esa cifra ya se había duplicado; según UNAIDS, casi un millón de rusos y rusas eran seropositivos al VIH.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!