En 1989, la historia estaba dando un giro excitante y estaba entrando en un período auténticamente abierto y repleto de posibilidades de Gringolandia. Tampoco fue casualidad que el Banco Mundial y el FMI escogiera aquel mismo año tan volátil para desvelar el llamado Consenso de Washington en un claro intento de poner freno a toda discusión y debate sobre cualesquiera ideas económicas que no estuvieran guardadas dentro de la caja de caudales del libre mercado. Aquéllas eran estrategias de contención de la democracia, destinadas a debilitar toda autodeterminación improvisada por tratarse ésta (entonces, como siempre) de la mayor amenaza para la cruzada de la Escuela Gringolandia.
Uno de los primeros lugares en los que la atrevida proclama de Fukuyama quedó desacreditada de inmediato fue China. Fukuyama había pronunciado su conferencia en febrero de 1989; dos meses después estallaba en Pekín un movimiento prodemocrático que organizó sentadas y manifestaciones masivas en la plaza de Tiananmen. Fukuyama aseguraba que las reformas democráticas y las "del libre mercado" eran procesos gemelos, imposibles de desdoblar. Sin embargo, en China, el gobierno estaba haciendo precisamente eso, desligar ambos procesos: estaba realizando grandes esfuerzos para desregular los salarios y los precios y ampliar el ámbito de acción del mercado, pero, al mismo tiempo, estaba firmemente decidido a oponerse a toda reivindicación de elecciones democráticas o de reconocimiento de los derechos humanos. Los manifestantes, por su parte, exigían democracia, pero muchos de ellos estaban en contra de las medidas gubernamentales de promoción del capitalismo sin restricciones, un detalle del que la prensa occidental olvidó informar en la mayoría de sus noticias y reportajes sobre el mencionado movimiento popular. En China, la democracia y la teoría económica de la Escuela de Gringolandia no estaban yendo de la mano, ni mucho menos, sino que ocupaban posiciones enfrentadas a uno y otro lado de las barricadas levantadas en torno a la plaza Tiananmen.
El programa económico de Rusia fue siempre descrito como una "reforma", del mismo modo que el de Irak es permanentemente calificado de "reconstrucción", incluso después de que la mayoría de los contratistas estadounidenses hayan huido del lugar y hayan dejado detrás de sí un casi absoluto e las infraesturas, que se acrecienta a medida que aumenta la destrucción. En Rusia, a mediados de los años noventa, cualquiera que osara cuestionar la sabiduría de "los reformadores" era tildado de nostálgico estalinista, al igual que los críticos con la ocupación de Irak fueron acusados, durante años, de pensar que con Sadam Husein se vivía mejor.
Cuando ya no fue posible ocultar por más tiempo los fracasos del programa de terapia del capitalismo en Rusia, la interpretación predominante pasó a centrarse en el arraigo de la "cultura de la corrupción" en Rusia y en la especulación con la posibilidad de que los rusos "no estuvieran preparados" para una auténtica democracia por culpa de su larga historia de "autoritarismo". Los economistas de los think tanks de Washington negaron inmediatamente toda relación con la economía frankensteiniana que habían ayudado a crear en Rusia y la tacharon de "capitalismo mafioso" (un fenómeno supuestamente específico del carácter ruso). "Nunca haremos nada bueno de Rusia", declaraba Atlantic Monthly en 2001, haciéndose eco de la frase de un oficinista ruso. En Los Angeles Times, el periodista y novelista Richard Lourie proclamó que "los rusos son una nación tan calamitosa que, incluso cuando se dedican a algo sensato y trivial, como votar y ganar dinero, lo echan todo a perder". El economista Anders Aslund había afirmado que las "tentaciones del capitalismo" bastarían por sí solas para transformar Rusia: el poder de la codicia facilitaría el impulso necesario para reconstruir el país. Cuando se le preguntó unos años después qué era lo que había fallado, respondió que "la corrupción, corrupción y la corrupción", como si ésta no fuese otra cosa más que la expresión irrefrenada de las "tentaciones del capitalismo" que con tanto entusiasmo había ensalzado.
El problema real del discurso consistente en echarle la culpa a la propia Rusia es que impide llevar a cabo un examen serio de lo que todo ese episodio tendría que enseñarnos acerca del verdadero rostro de la cruzada en pos de los mercados libres y sin restricciones, la tendencia política más poderosa de las pasadas tres décadas. Aún sigue hablándose de la corrupción de muchos oligarcas como una fuerza externa que infectó unos planes liberadores que, de no haber intervenido ese factor, habrían resultado muy valiosos para el país. Pero la corrupción no fue un "intruso" en las reformas de libre mercado en Rusia: las potencias occidentales alentaron activamente el cierre rápido y turbio de múltiples acuerdos de compraventa como vía más directa para conseguir el impulso inicial que necesitaba la economía. La salvación nacional por medio del aprovechamiento de la codicia era lo más parecido a un plan que tenían los Chicago Boys de Rusia para cuando hubiesen acabado de destruir las instituciones rusas.
A diferencia de lo acaecido en la antigua Unión Soviética, donde la miseria planificada pudo disimularse entre las consecuencias de la "dolorosa transición" del comunismo a la democracia de mercado. Pero cuando los sumos sacerdotes de la globalización enviaron sus misiones a la zona del desastre, lo único que pretendieron fue hacer más profundo el sufrimiento.
¿Qué han ganado nuestra patria y su pueblo con estos quince criminales años anteriores?, se preguntaba Vladimir Gusev, un académico moscovita, en una manifestación prodemocrática en 2006. "Estos años de capitalismo asesino han matado al 10% de nuestros habitantes." Y lo cierto es que la población rusa se encuentra en franco (y acelerado) declive. El país pierde aproximadamente unos 700.000 habitantes al año. Entre 1992, el primer año completo de terapia del capitalismo y 2006, la población de Rusia menguó en 6,6 millones de habitantes.
Hace tres décadas, André Gunder Frank, el economista de los de Chicago, disidente escribió una carta a Milton Friedman acusándole de "genocidio económico". Actualmente, muchos rusos describen la lenta desaparición de sus conciudadanos y conciudadanas empleando términos similares.
Esta miseria planificada resulta aún más grotesca si pensamos que la riqueza aculada por la élite es exhibida en Moscú como en ningún otro lugar del mundo con la salvedad, quizás, de un puñado de emiratos petrolíferos. En la Rusia actual, la riqueza está tan estratificada que los ricos y los pobres parecen vivir no sólo en países distintos, sino también en siglos diferentes. Una de esas "zonas horarias" es el centra de Moscú, transforma do a pasos acelerados en una ciudad del pecado futurista del siglo XXI, donde los oligarcas se desplazan a toda prisa de un lado a otro en convoyes de Mercedes negros protegidos por soldados mercenarios de primer nivel, y donde los gestores de dinero occidentales se ven seducidos por la laxitud de la normativa de inversiones durante el día y por las prostitutas facilitadas por gentileza de sus anfitriones durante la noche.
Este pillaje al que ha sido sometido todo un país con tanta riqueza como la que Rusia atesora ha requerido de actos extremos de terror en la historia reciente: desde el incendio del parlamento hasta la invasión de Chechenia. "Las políticas que engendran pobreza y delincuencia", escribe Georgi Arbatov, uno de los asesores económicos originales (y generalmente ignorados) de Yeltsin, "sólo pueden sobrevivir si se suprime la democracia". Se había suprimido ya en el Cono Sur, (durante el estado de sitio) o en China (durante la ofensiva de Tiananmen). Pronto se suprimiría también en Irak.
La epifanía personal llegó demasiado tarde para salvar a Rusia de las garras del capitalismo de casino. La terapia de shock había abierto la nuez rusa a los flujos del dinero "caliente" (es decir, a las inversiones especulativas a corto plazo y las operaciones de compraventa de moneda, sumamente rentables todas ellas). Esa intensa especulación hizo que, en 1998, cando la crisis financiera asiática empezó a propagarse más allá del ámbito exclusivo de los Tigres, Rusia quedase enteramente desprotegida. Su ya de por sí precaria economía quebró definitivamente. El pueblo culpó a Yeltsin y su índice de popularidad cayó a un absolutamente insostenible 6%. El futuro de muchos de los oligarcas volvía a estar en peligro; iba a ser necesario, pues, otro gran shock para salvar el proyecto económico y conjurar la "amenaza" de que en Rusia pudiera asentarse una verdadera democracia.
—El pueblo de Rusia consideran la era de Putin como una reacción. Con decenas de millones de rusos empobrecidos excluidos de los beneficios del rápido crecimiento económico, a los políticos les resulta sencillo provocar la ira del pueblo contra los hechos de principios de los años noventa, que frecuentemente se presentan como una conspiración internacional diseñada para hacer hincar la rodilla al imperio soviético y para poner a Rusia "bajo control extranjero". Aunque las acciones legales de Putin contra varios oligarcas —hay una nueva casta de "oligarcas estatales" creciendo alrededor del Kremlin—. El recuerdo del caos de los años noventa ha hecho que el pueblo ruso esté agradecidos a Putin por restaurar el orden.
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!