En enero de 1990, a la edad de setenta y un años, Nelson Mandela empezó a escribir en su barracón carcelario una nota paras sus seguidores en el exterior. Con ella pretendía zanjar el debate sobre si los veintisiete años que había pasado entre rejas (la mayor parte de ellos en la isla de Robben, frente a la costa de Ciudad del Cabo) habían debilitado el compromiso del líder con la transformación económica del Estado del apartheid en Sudáfrica. La nota sólo contenía dos frases y sentenció la cuestión de una vez por todas: "La nacionalización de las minas, la banca y los monopolios es la política del ANC [Congreso Nacional Africano]. Y cualquier cambio o modificación de nuestras opiniones en este sentido es del todo inconcebible. El empoderamiento económico de los negros es una meta que suscribimos y promovemos sin reservas y, en nuestra situación, el control estatal de ciertos sectores de la economía es inevitable".
La historia, pues, no estaba tan acabada como Fukuyama había declarado. En Sudáfrica, la mayor economía del continente africano, parecía que aún había personas que creían que la libertad también incluía el derecho a reclamar y redistribuir las ganancias obtenidas ilegítimamente por los opresores.
Esa creencia constituía la base de la política del Congreso Nacional Africano desde hacía cuarenta y cinco años, más concretamente, desde que así se expuso en su declaración de principios fundamentales: el Freedom Charter (o "Estatuto de la libertad"). La historia de la elaboración de dicho estatuto forma ya parte del folclore sudafricano y por un buen motivo. El proceso se inició en 1955, cuando el partido envió a 50.000 voluntarios a los townships y las localidades rurales. La misión de estos voluntarios era recoger las "demandas de libertad" de las personas de a pie: la idea que éstas tenían sobre cómo debía ser el mundo de después del apartheid, cuando todos los sudafricanos disfrutaran de los mismos derechos. Las mencionadas "demandas" fueron escritas a mano en trozos diversos de papel: "que se den tierras a las personas que no las tienen", "unos salarios que den para vivir y unas jornadas laborales más cortas", "una educación obligatoria y gratuita, con independencia del color, la raza o la nacionalidad", "derecho a vivir donde uno quiera y a desplazarse libremente", y muchos otros deseos por el estilo. Los dirigente del Congreso Nacional Africano sintetizaron las peticiones recopiladas en un documento final y éste fue oficialmente adoptado el 26 de junio de 1955 en el Congreso del Pueblo celebrado en Kliptown, un township ubicado a modo de colchón de protección entre los barrios de los residentes blancos de Johannesburgo y el masificado hervidero de Soweto. Unos tres mil delegados —negros, indios, "de color" y también algunos blancos— se congregaron en una explanada de campo para votar el contenido del documento. Según el relato que el propio Nelson Mandela hizo de la histórica reunión de Kliptown, "se leyó el estatuto en voz alta, apartado por apartado, ante las personas allí congregadas en inglés, sesotho y xhosa. A la conclusión de cada apartado, los asistentes exclamaban su aprobación con gritos de "Afrika!" y "¡Mayibuye!". La primera reivindicación desafiante del Freedom Charter es clara y explícita: "¡Que el pueblo gobierne!".
Durante tres décadas, el gobierno de Sudáfrica, dominado por los blancos de origen afrikáner y británicos, ilegalizó el ANC, y todos aquellos partidos políticos que se propusieran acabar con el apartheid. A lo largo de ese período de represión intensa, el Freedom Charter no dejó de circular y de pasar de mano en mano en la clandestinidad revolucionaria sin que su capacidad para inspirar esperanza y resistencia disminuyera en ningún momento. En los años ochenta, fue un testigo recogido por una nueva generación de jóvenes militantes surgida en los townships. Hartos de tanta paciencia y buen comportamiento, y dispuestos a hacer lo que fuera necesario para poner fin a la dominación blanca, los jóvenes radicales asombraron a sus padres por su intrepidez. Se lanzaban a las calles sin hacerse falsas ilusiones, cantando que "ni las balas ni los gases lacrimógenos nos detendrán". Sufrían una matanza tras otra, enterraban a sus amigos, pero seguían cantando y seguían acudiendo cada vez más. Cuando se les preguntaba contra qué luchaban, ellos respondían que contra el "apartheid" o el "racismo"; cuando se les preguntaba a favor de qué estaban luchando, muchos contestaban que a favor de la "libertad" y, con frecuencia, decían que lo hacían por el "Freedom Charter".
Lo que todas las facciones de la lucha por la liberación daban por sentado era que el apartheid no era únicamente un sistema político que regulaba quién tenía derecho a votar y a moverse libremente por el país, sino también un sistema económico que recurría al racismo para validar un esquema sumamente lucrativo: una reducida élite blancas había logrado amasas enormes beneficios con las minas, las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que realmente valía (sin olvidar que sus miembros eran tratados a golpes y encarcelados si osaban rebelarse). En las minas, los blancos cobraban salarios hasta diez veces superiores a los de los negros y, como en América Latina, los grandes industriales colaboraban estrechamente con el ejército para que éste se deshiciera de los trabajadores indisciplinados.
Lo que se proclamaba en el Freedom Charter (y constituía, al mismo tiempo, una base de consenso en el movimiento de liberación) era que la libertad no llegaría sin más cuando los negros controlasen el Estado, sino cuando la riqueza del país que había sido ilegítimamente confiscada fuese recuperada para el conjunto de la sociedad y redistribuida entre ésta. Sudáfrica no podía continuar siendo un país con un nivel de vida californiano para los blancos y otro congoleño para los negros, tal como solía describirse la situación nacional durante los años del apartheid; la libertad requería que se hallara una situación intermedia entre ambas.
Eso fue lo que Mandela confirmó con la nota de dos frases que remitió desde prisión: el líder aún creía en el principio fundamental de que, sin redistribución, no habría libertad. Aquella era una declaración con enormes implicaciones, sobre todo en un momento en el que tantos otros países se hallaban también "en transición". Si Mandela llevaba al ANC hasta el poder y racionalizaba la banca y las minas, el precedente haría mucho más difícil que los economistas de la Escuela de Chicago pudiesen desechar sin más esa misma clase de propuestas en otros países tachándolas de reliquias del pasado y pudiesen afirmar tan insistentemente que sólo los mercados y el comercio libres y sin trabas tienen la capacidad de enderezar las desigualdades profundas.
El 11 de febrero de 1990, dos semanas después de haber redactado aquella nota, Mandela salía de prisión en libertad y convertido en la figura más próxima a un santo en vida que existía en aquel momento en el mundo. Los townships de Sudáfrica estallaron de júbilo y renovada convicción de que nada podía detenerla lucha por la liberación a partir de entonces. A diferencia de lo que había sucedido en la Europa del Este, el de Sudáfrica no era un movimiento de liberación que hubiera sido aplastado previamente y debía levantarse de la nada, sino que llevaba una trayectoria ascendente y se encontraba en plena racha. Mandela, por su parte, sufría un caso tan palmario de shock cultural que llegó incluso a confundir el micrófono de una cámara con "algún tipo de arma moderna inventada mientras estuve en la cárcel".
Naomi Klein.
¡La Lucha sigue!