En Chile Pinochet tuvo las manos libres para destripar a la clase media gracias a la forma devastadora y aterradora en que se hizo con el poder. Aunque sus cazas y sus pelotones de fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror habían acabado por convertirse en un desastre de relaciones públicas. Las noticias sobre las masacres de Pinochet provocaron la indignación del mundo y activistas en Europa y América del Norte presionaron agresivamente a sus gobiernos para que no comerciaran con Chile. Era un resultado claramente desfavorable para un régimen cuya razón de ser era mantener el país abierto a los negocios.
Los documentos recientemente desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales argentinos estaban preparando su golpe de 1976 se propusieron "evitar sufrir una campaña internacional como la que se ha desatado contra Chile". Para conseguir ese objetivo eran necesarias tácticas de represión menos espectaculares, tácticas de perfil bajo que pudieran extender el terror pero que no resultaran tan obvias para los fisgones de prensa internacional. En Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes. Según la Comisión de la Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, "después de abrirles el estómago con un chillo para que los cuerpos no flotaran". Además de tener un perfil bajo, las desapariciones se demostraron un medio todavía más efectivo para aterrorizar al pueblo que las masacres descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera utilizarse para hacer que el pueblo se desvaneciera en la nada era mucho más inquietante.
A mediados de la década de 1970 las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más entusiasmo que los generales que ocupaban el palacio presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta mil personas. Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas des aviones en las turbias aguas del Río de la Plata.
La Junta Militar argentina se destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo supiera lo que estaba pasando pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en secreto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monumento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes.
Después de eso, los asesinatos de la Junta pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las desapareciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que contaban con la complicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía eliminar a alguien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o lugar de trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces mientras un helicóptero sobrevolaba la zona, A plena luz del día y a la vista de los vecinos, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban a la víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de se la llevaran en el Ford Falcon que aguardaba con la esperanza de que la noticia de lo sucedido llegase a su familia. Algunas operaciones "encubiertas" eran mucho más descaradas: la policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros arrastrándolos por el pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de gente.
El carácter público del terror no cesaba con la captura inicial. Una vez bajo custodia, en Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura que había en el país. Muchos de ellos estaban situados en zonas residenciales densamente pobladas; uno de los más conocidos ocupaban el local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aun otro en un ala de un hospital que seguía funcionando como centro sanitario. En estos centros de tortura se veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas extrañas, se podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes y se veía entrar y salir extraños paquetes con forma de personas. Los vecinos eran conscientes de todo ello y guardaban silencios.
¡La Lucha sigue!