En el pasado, cuando aparecían nuevas economías (desde la revolución fordista hasta el boom de la TI) se generaban a la vez intensos análisis y debates sobre cómo esos cataclismos en la producción de riqueza también cambiaban nuestro modo de actuar como cultura, nuestras costumbres a la hora de viajar, o incluso el modo de procesar la información en el cerebro. La nueva economía del desastre no se ha sometido a ningún debate de alcance de este tipo. Por supuesto, se han producido y se producían discusiones, sobre la constitucionalidad de la Patriot Act, sobre las detenciones indefinidas, sobre la tortura y la rendición extraordinaria. Lo que se somete a debate se limita a casos individuales de enriquecimiento a costa de la guerra y escándalos de corrupción, así como a los habituales lamentos sobre el fracaso del gobierno en supervisar como es debido a los contratistas privados. Pero nunca se habla del fenómeno mucho más amplio y profundo de lo que significa estar metidos en una guerra totalmente privatizada y que no se tiene intención de terminar.
Este tipo de riqueza es la que se está generando hoy con el complejo del desastre, aunque apenas oímos hablar de ello. Según un estudio realizado en 2006, "desde el inicio de la "guerra contra el terror", los directores generales de los contratistas de defensa más importantes han visto cómo se duplicaba su salario con respecto a los cuatro años anteriores a 11-S". Si esos directores disfrutaron de una remuneración que creció una media de un 108% entre 2001 y 2005, el porcentaje para los presidentes de otras grandes empresas norteamericanas fue de sólo el 6%.
Peter Swire, que trabajó como asesor de confidencialidad para el gobierno de Estados Unidos durante la administración Clinton, describe así la convergencia de fuerzas que hay detrás de la burbuja de la guerra contra el terror: "Tienes al gobierno enfrentado a la misión sagrada de esforzar la recopilación de información y tienes una industria de la tecnología de la información que busca desesperadamente nuevos mercados". En otras palabras, tienes corporativismo: grandes negocios y un gran gobierno combinando sus formidables poderes para regular y controlar al pueblo.
En su libro Overtbrow, publicado en 2006, Stephen Kinzer —antiguo corresponsal del New York Times— intenta llegar al fondo de lo que motivó a los políticos estadounidenses a ordenar u orquestar golpes de Estados en el extranjero. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de cambio de régimen desde Hawai (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que exige a la empresa "que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes", explica Kinzer. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo reinterpretan como un ataque contra su país: "Transforman la motivación económica en política o geoestratégica. Dan por sentado que cualquier régimen que moleste o acose a una empresa norteamericana debe ser antiamericano, represivo, dictatorial y, probablemente, la herramienta de algún poder o interés extranjero que pretende debilitar a los Estados Unidos". La tercera fase se produce cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la opinión pública. En este punto, el asunto se convierte en una lucha forzada del bien contra el mal, "una oportunidad de liberar a una pobre nación oprimida de la brutalidad de un régimen que creemos dictatorial, porque ¿qué otro tipo de régimen importunaría a una empresa norteamericana?". En otras palabras, gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero.
¡La Lucha sigue!