Godoy: Príncipe de la Paz, y, amante de la reina de España

"Carlos IV (1788-1808). A los cuarenta años subió al trono el primogénito de Carlos III después de veintiséis años de matrimonio con su prima, María Luisa de Parma. María Luisa era simple y llanamente una desvergonzada. Muy avanzado el climaterio, sin dientes y ausente de belleza, corría tras los jovenzuelos, como cualquier buscona. A la apostura y juventud debieron honores y riquezas muchos mozalbetes de su época, entre ellos Manuel Godoy, Príncipe de la Paz. Era Manuel Godoy un modesto hidalgo extremeño de diecisiete años cuando lo conocieron Carlos y María Luisa en el palacio real. Desde el primer momento se estableció una íntima y doble sospechosa amistad entre el apuesto joven y aquella pareja que bordeaba la cuarentena. Tres años más tarde cuando los egregios amigos de Manuel, como lo llamaba con singular cadencia Carlos IV, subieron al trono de San Fernando, el cuerno de la fortuna se vertió sobre el hidalgo extremeño. Entre los tantos títulos que se le concedieron estaban:

"Don Manuel Godoy Álvarez de Faria, Ríos Sánchez y Zarzoa, Príncipe de la Paz, duque de Alcudia, conde de Évora Monte, Grande de España de primera clase, comendador de la Orden de Malta, caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de Carlos III, Presidente del Consejo de Castilla, generalísimo del ejército español, gran almirante de España, Comendador Mayor de Santiago, aparte muchos otros, además de prebendas en jerarquía y en metálico. Como es de suponer, toda España y toda Europa murmuraban de la real pareja y del amiguito que tan bien servía al rey como a la reina, etc., sentábase en una estancia del palacio de Buenavista y miraba por los ventanales el sol que iluminaba las casas de Madrid. La habitación era fría, pero don Manuel tenía una sangre muy caliente."

No cabía esperar que aquel rey negligente se convirtiese en padre del pueblo. En el país sólo había una fuente de riqueza y honores: el amante de la reina, el califa fabuloso, el noble mendicante que, teniendo descaradamente la mano al destino, había visto correspondido su "Por el amor de Dios" con el toisón de oro y el usufructo de los bienes de las Indias. Si algo quedaba que conceder, estaba en sus manos. Viéndole pasar, los mendigos se lamían los labios, tanto de hambre como envidia. Sin embargo, se estremeció al oír la voz quejosa y asmática de un ciego que voceaba en la calle coplillas que sin duda dirían cosas contra el Primer Ministro. ¡Qué insistente! Godoy se acercó a la ventana. Era el ciego de siempre, guiado por un perro negro y escuálido que parecía enviado adrede por el demonio para acompañar al portador de hablillas impresas. Godoy, suspirando, empuñó una pluma, dejóla otra vez y se hundió en su sillón, junto a la mesa. Mañana firmaría los documentos.

Tal era la traza del hombre a quien enojaba el pregón de un ciego en las calles de Madrid. Godoy había puesto una loable diligencia en impedir que en la capital apareciesen periódicos. Pero nunca faltaban las hojas volanderas, que salían de continuaba pesar de todas las precauciones, y que eran vendidas por los ciegos.

—Don Luis marqués de Vincitata y conde de Azuraga había pasado gran parte de los últimos veinticinco años en Extremadura, donde la vida era a la par sana y austera. Tras diez años transcurridos en Extremadura, el marques había vuelto a la Corte, donde su posición e influencia le habían colocado en una situación abundosa en grandes emolumentos. Reinaba entonces allí un desorden a que el marqués supo adaptarse bastante bien. Con habilidad maquiavélica sólo se guiaba por la estrella fija de su propio interés. Y por eso el marqués era un verdadero príncipe entre los hombres.

El gobierno español, a causa de la anticuada administración de las rentas, y sobre todo a causa de la pérdida de la flota con los tesoros mejicanos, se hallaba a dos dedos de la quiebra. Para colmo, la carestía aumentaba la inquietud. Ouvrard, pues, ofreció un empréstito —el acordado el año atrás en Ámsterdam— suficiente a contener la crisis. A la vez propuso a traer a España, a un precio razonable, enormes reservas de trigo que Napoleón le había prometido almacenar en Francia. Como garantía solicitaba libranzas a la vista, fechadas seis meses antes, sobre el real tesoro, incluyendo el capital y los intereses. Y también reclamaba la fiscalización de los presupuestos del gobierno mientras la Corona estuviese en deuda con él, y la exclusiva de la negociación de empréstitos públicos durante algunos años.

Para el Príncipe de la Paz y sus torturados ministros, la llegada de Ouvrard y su cortés ayudante. Equivalió a la presencia de unas deidades salvadoras. Al mes de su llegada el tesoro estuvo provisto de dinero contante. De Marsella arribó por mar trigo en abundancia y el pan se vendió más barato que nunca. Los sorprendidos soldados cobraron sus pagas atrasadas, devoraron profusas raciones y empezaron a quejarse de que les hacían daño sus calzados nuevos. S. M. mató 370 ciervos con asistencia de dos piezas de campaña y de 700 monteros, La reina y sus damas aparecieron con vestidos nuevos y joyas auténticas. La voz de Godoy, cuando cantaba, tornaba a ser una voz de oro, ya que a través de él hacía fluir Ouvrard su dinero. Y, para coronar tantas dichas, en cuanto el primer empréstito dio muestras de agotarse, sobrevino un anticipo más.

¿Qué clase de individuo es el Príncipe de la Paz? —había preguntado Napoleón, deteniéndose junto a don Luis mientras paseaba, contemplando los jardines del Luxemburgo de los que pronto iba a pasar a los de las Tullerías. En esta comedia, el español obraba como agente de confianza del Príncipe de la Paz. Más había hallado útiles en todos sentidos sus coloquios con el corso, merced a los cuales había conseguido las mejores condiciones para España en el tratado entre ambos países. Napoleón había prometido apoyo a Godoy, y don Luis trazaba planes para el porvenir, formando en su mente un concepto vago, pero grande, de aquel general joven general, de perfil tal que de medalla romana. Bonaparte incluso había dirigido al marqués uno de sus discursos metafísicos sobre los negocios de Europa, discursos que mucha gente erraba no tomando en serio. Escuchando a Napoleón experimentaba la impresión de haber oído razones semejantes muchos años atrás.

Ouvrard, popularismo, era recibido en palacio e invitado por la nobleza. En la calle el pueblo le aclamaba y los mendigos le seguían. Todos los que tenían relación con él participaban de su aureola. El y su secretario estaban siempre atareadísimos. Al principio se hospedó en la embajada francesa, más luego, por no despertar puntillosidades nacionalistas, instalóse en el piso bajo de la mansión del Príncipe de la Paz.

Más adelante recordó muy poco de las complejas negociaciones de las pugnas de personalidades e intereses, de la red intrincadísima que tejiera Ouvrard hasta quedar en ella atrapado con las mismas moscas que había prendido. Y el joven dudaba de que hubiere nadie capaz de comprender debidamente aquella sinuosa maraña.

El viejo y agonizante orden del Viejo Mundo les rodeaba. Honrosísimas condecoraciones de nombres celestiales esplendían en el pecho de los gentilhombres, acompasando el fulgor de las gemas que ornaban las cabelleras femeninas. Servidores con librea escanciaban vinos de los primeros años del siglo anterior. Pronto se agotaría el último barril y sonaría el brindis postrero. Versalles, epítome perfecto y bellísimo de este mundo, yacía obscuro y silencioso. "Todo terminará en un estallido", decía Bonaparte. La calma precursora de la tempestad circundaba el palacio de los reyes de España, radiante de luces amarillas que a través de las ventanas parecían el brillo remoto de un faro. Sin detenerse a reflexionar, todos los concurrentes tenían la impresión de que aquello había de ser arrastrado por la corriente del tiempo, y tal sensación daba un sabor especial a la pomposa fiesta.

Buenos días, Manuel. ¿Cómo va eso?

A Godoy le enfadaba la familiaridad del marqués. Pero el anciano tenía un aspecto tan vigoroso y recio, tan leoninos eran los grises cabellos de sus sienes, tal impresión de calma y seguridad producía su figura maciza, que Godoy quedó abrumado ante él.

—Inglaterra se proyectaba en todos sus variados colores, cual viviente prisma de soldados, hombres, niños y mujeres, bajo la luz quemante que se reflejaba en las rocas de la fortaleza. Cierto que, en África, había mirado a Europa como un ideal. Mas he aquí que caía, como en un baño hirviente, en Gibraltar, que era una parte de aquella Europa que fermentaba y se estremecía en una especie de prolongado estallido. A lo alto del Peñón y contemplo a España y después a África. Sus ojos erraban por el mar azul. Y entonces todo tornó a parecerle igual, bueno y perteneciente al indivisible mundo que, aunque ya conociera en no poca parte, adivinaba que no podría jamás ver y oír, gustar y oler, sentirlo y pensarlo lo suficiente y pensarlo lo suficiente, Para los espíritus invisibles de otras edades una ringlera de cañones no era prueba de la existencia de barreras en el mundo. Aun cuando los cañones tronaron, sabrían los etéreos espíritus deslizares entre ellos.

Tengo una mala noticia para Vuestra Alteza Serenísima —respondió don Luis— Un mensajero recién llegado de París anuncia que los ingleses han destruido nuestra flota de México.

—Godoy: ¡Pero si no estamos en guerra con ellos!

—No lo estábamos, más lo estamos ya –replicó don Luis–. Cuando una nación ataca y hunde a traición nuestros barcos, sin duda estamos en guerra con ella.

—Inglaterra pretexta que la cesión de la Luisiana a Francia constituye una prueba de hostilidad. Ahora que esa comarca ha sido vendida a los yanquis, el Mississippi queda definitivamente cerrado a Inglaterra, mientras Napoleón, con sus quince millones de dólares, podrá sufragar la guerra con los ingleses.

—La culpa es de usted –protestó Godoy–. Me había asegurado que se nos restituiría la Luisiana. Ha permitido usted que Napoleón nos traiga "estos conflictos con Inglaterra.

Y don Manuel pasó unos minutos vociferando, en un arrebato de cólera y alarmado patriotismo a que no eran del todo ajenos sus intereses personales.

—Como de costumbre, sólo tiene usted razón en parte. Siempre ha sido esa su debilidad como estadista desde que entró en relaciones con la reina. Es cierto que yo deseo ver a España y a Francia aliadas contra Inglaterra. Pero también aspiro a construir un poderoso imperio latino en América, y creí que el ceder momentáneamente la Luisiana a Francia reforzaría su seguridad. Que la cesión fuera provisional se decidió en el tratado secreto convenido después de mi entrevista con Bonaparte en París.

—Yo tengo un proyecto –dijo don Luis–. Mándeme a México a vigilar la expedición del tesoro, entregándome instrucciones especiales para el virrey.

—Bien, hágalo así. Será la única salida. ¿Quiere que expida sus credenciales ante el virrey de México y las pase a la real firma? –añadió, satisfecho al darse cuenta de que aquello le libertaría de don Luis.

Más de diez años llevaba don Luis ejerciendo el cargo de gobernador militar de las provincias del norte de México. Sabía, al salir de España, que jamás volvería a ella. Godoy había dispuesto su viaje con cierta elegancia. El nombramiento de gobernador se ofreció a don Luis como un honor, y tal en efecto habría sido para un joven. Las protestas de don Luis ante el rey fueron inútiles, porque Godoy y la reina, con Ouvrard de su parte, estaban resueltos a desembarazarse del marqués.

En cierto modo don Luis se había vengado. Él se hallaba en el exilio, pero Napoleón había barrido de España a todos sus enemigos, exilándolos también. En tanto, el marqués mantenía con los virreyes de México —primero don José de Iturrigaray, luego el arzobispo Lizana— excelentes relaciones. Ahora don Luis gobernaba en nombre de Fernando VII. No tenía entusiasmo por éste, pero se atenía a las instrucciones de sus superiores. Y su fin era muy sencillo: morir en su cómoda mansión de Nueva España. Algunos años atrás la rebelión de Hidalgo se había reprimido con energía. El fusilamiento del cabecilla y sus treinta compañeros se realizó con toda regularidad en nombre del virrey. El último en caer fue, en Hidalgo, en Chihuahura. Desde entonces nadie osó levantar la voz de Independencia.

—"María Luisa era fea, pero de una fealdad viva, centelleante, casi atrayente. Su cara rebosaba avidez, violencia e inteligencia. La reina María Luisa además de Godoy, tuvo muchos amantes, entre ellos a un neogranadino llamado Manuel Mallo, quien pasó su juventud en Caracas y era íntimo amigo de Esteban Palacios, el tío del Libertador".

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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