Yeltsin, el hombre que había ascendido al poder defendiendo el parlamento, la acababa de prender fuego, literalmente, y lo había calcinado hasta tal punto que el edificio había pasado a ser apodado "la casa blanca". No sólo la ha violado, sino que la acribillado a balazos. Vitali Neiman, que había sido una de las personas que hicieron guardia a la entrada de la Casa Blanca durante la intentona golpista de 1991, planteó la traición en los términos siguientes: "Lo que obtuvimos fue justamente lo contrario de lo que soñábamos. Fuimos a las barricadas y pusimos nuestras vidas en peligro por ellos, pero ellos, pero ellos no cumplieron sus promesas".
Jeffrey Sachs, loado tantas veces por haber "demostrado" que las reformas radicales de libre mercado podían ser compatibles con la democracia, continuó respaldando públicamente a Yeltsin tras el asalto al parlamento y tachando a los oponentes del presidente ruso de "grupo de antiguos comunistas embriagados de poder". En su libro "El fin de la pobreza", en el que ofrece su versión definitiva sobre su intervención en Rusia. Sachs pasa completamente por alto este dramático episodio (sin mencionarlo ni una sola vez), del mismo modo que ignora el estado de sitio y los ataques a los líderes obreros que jalonaron su programa de shock en Bolivia.
Tras el golpe, Rusia cayó bajo un régimen de gobierno dictatorial libre de obstáculos; sus órganos electos fueron disueltos, se suspendió el Tribunal Constitucional y la constitución, los tanques patrullaban las calles, se declaró el toque de queda y la prensa tuvo que enfrentarse a una censura omnipresente, aunque los derechos civiles fueron restablecidos en breve.
¿Qué hicieron los de Chicago y sus asesores accidentales en aquel momento crítico? Lo mismo que cuando ardía Santiago de Chile y lo mismo que harían cuando la que ardiese fuese Bagdad; libres, por fin de la intermediación de la democracia, se dieron un festín de nuevas leyes. Tres días después del golpe, Sachs advertía que, hasta aquel momento, "no habido una terapia de shock", porque el plan "sólo se había puesto en práctica de forma incoherente e intermitente. Ahora sí que tenemos la oportunidad de hacer algo", dijo.
¡Y vaya si lo hicieron! "Estos días, el equipo económico liberal de Yeltsin está en racha", informaba "Newsweek. "Al día siguiente de que el presidente ruso disolviera el parlamento, los reformadores encargados de instaurar una economía de libre mercado recibieron la orden: empiecen a redactar decretos." La revista mencionó la presencia de un "alborozado economista occidental que colaboraba estrechamente con el gobierno" y que dejó muy claro que, en Rusia, la democracia siempre había sido un estorbo para el plan de liberalización: "Ahora que el parlamento ha dejado de interponerse, es un gran momento para la reforma. Los economistas de aquí estaban muy deprimidos. Ahora trabajamos día y noche". Al parecer, nada parece tan alentador como un golpe de Estado, a juzgar por las declaraciones de Charles Blitzer, economista principal del Banco Mundial para la zona de Rusia, al Wall Street Journal: "Nunca me he divertido tanto en mi vida".
La diversión sólo acababa de comenzar. Cuando el país todavía no se había recuperado del ataque, los propios Chicago Boys de Yeltsin acometieron las medidas más polémicas de su programa: enormes recortes presupuestarios, eliminación de los controles de precios para los alimentos básicos (incluido el pan) y privatizaciones aún más generalizadas y aceleradas. En definitiva, las políticas habituales, que, por el sufrimiento instantáneo que causan, sólo parece ser posibles cuando hay un estado policial presente que pueda conjurar la rebelión.
Tras el golpe de Yeltsin, Stanley Fischer, subdirector gerente primero del FMI (y no de los Chicago Boys de la décadas de 1970), abogó por "moverse con la mayor celeridad posible en todos los frentes". Así lo hizo, por ejemplo, Lawrence Summers, que estaba ayudando a diseñar la política de la administración Clinton para Rusia. Las "tres-aciones", como él las denominaba, "(privatización, estabilización y liberalización) deben completarse lo antes posible".
El cambio era tan vertiginoso que los rusos no pudieron mantener el ritmo. Sucedía a menudo que los obreros no sabían siquiera si las fábricas y las minas en las que trabajaban habían sido vendidas (ni, aún menos, cómo o a quién se habían vendido. En teoría, se suponía que todos estos tejemanejes iban a crear el boom económico que proyectaría a Rusia lejos de la desesperación del momento, pero, en la práctica, lo único que sucedió fue el Estado comunista fue sustituido por otro de tipo corporativista: los beneficiarios de dicho boom fueron un limitadísimo círculo de rusos —muchos de ellos, antiguos apparatchiks del Partido Comunista— y un puñado de gestoras de fondos de inversión occidentales, que obtuvieron mareantes cifras de rentabilidad invirtiendo en las compañías rusas recién privatizadas. Una camarilla de nuevos milmillonarios, muchos de los cuales acabarían formando parte del grupo universalmente conocido como "los oligarcas" por sus majestuosos niveles de riqueza y poder, formó equipo con los Chicago Boys de Yeltsin y se dedicó a desposeer al país de casi todo lo que tenía de valor y a trasladar los ingentes beneficios al extranjero a un ritmo de 2.000 millones de dólares mensuales. Antes de la terapia de shock, Rusia no tenía millonarios (en dólares estadounidenses). En 2003, el número de milmillonarios rusos se elevaba a diecisiete, según el listado de Forbes.
Esto se ha debido, en parte, en una extraña desviación con respecto a la ortodoxia de la Escuela Chicago, Yeltsin y su equipo no permitieron que las multinacionales extranjeras adquieran directamente los activos de Rusia: se reservaron los mayores premios para los rusos y luego abrieron las compañías recién privatizadas —en posesión de los llamados oligarcas— a los accionistas extranjeros. Los beneficios continuaron siendo astronómicos. "¿Busca una inversión que le permitiría obtener hasta un 2.000% de rentabilidad en tres años?", preguntaba a sus lectores el Wall Street Journal. "Sólo hay un mercado bursátil que permita albergar tal esperanza. Rusia." Muchos bancos de inversiones, incluso el Credit Suisse First Boston, así como unos cuantos financieros con sustanciales recursos de capital, no tardaron en constituir fondos de inversiones especializados en Rusia.
En diciembre de 1994, Yeltsin hizo lo que tantos dirigentes desesperados han hecho a lo largo de la historia para aferrarse al poder inició una guerra. Su jefe de seguridad nacional, Oleg Lobov, había confesado a un legislador que "lo que necesitamos es una pequeña guerra victoriosa para aumentar los índices del presidente", y el ministro de Defensa predijo que su ejército podía derrotar a las fuerzas de la república separatista de Chechenia en cuestión de horas: paseo militar.
¡La Lucha sigue!