La agenda de la cumbre «interméstica» de EEUU

Las cuestiones relacionadas con la creciente interpenetración entre EEUU y sus vecinos más próximos –inmigración, tráfico de drogas y armas, robo de automóviles, lavado de dinero, respuesta frente a huracanes y otros desastres naturales, protección del ambiente y la salud pública, cumplimiento de la ley y control de las fronteras– plantean desafíos particularmente complejos. Se trata de cuestiones «intermésticas», que combinan facetas internacionales y domésticas y que son, por lo tanto, muy difíciles de manejar. El proceso político democrático, tanto en EEUU como en los países vecinos, impulsa en ambos lados de la frontera políticas que a veces van en sentido opuesto a las que serían necesarias para asegurar la cooperación internacional requerida para manejar estos problemas. Un vívido ejemplo actual es la política inmigratoria, que ha sido un claro foco de atención en el Congreso estadounidense durante 2006. Los puntos que se anotaron los chovinistas en los debates legislativos tendrán sin dudas impactos contraproducentes en México y América Central.

El dilema es claro: las políticas más atractivas para el público interno tienden a menudo a interferir con la necesaria cooperación internacional. El problema es que esto no se resuelve fácilmente, ni se limita a EEUU. La tentación de colocar la responsabilidad por los problemas más peliagudos del otro lado de la frontera y afirmar la «soberanía», aun cuando ésta esté palpablemente en falta en términos prácticos, es recíproca e interactiva. Esta dinámica problemática probablemente se intensificará en los próximos años respecto de las más íntimas relaciones interamericanas: aquellas entre EEUU y sus vecinos más próximos.

Los límites del sistema de cumbres hemisféricas

Resulta irónico, entonces, que el sistema de cumbres presidenciales interamericanas haya florecido precisamente en una época en que las políticas regionales tienen cada vez menos sentido. A causa de las crecientes diferencias entre los países de América Latina y el Caribe, y especialmente de la acelerada integración funcional –económica y demográfica– de México, América Central y el Caribe a EEUU, las cumbres que reúnen a la totalidad de los países americanos están destinadas a concluir con exhortaciones virtualmente desprovistas de significado, o a confinarse a cuestiones poco relevantes.

Es cierto que estos cónclaves periódicos refuerzan, en los niveles más altos del gobierno estadounidense, la necesidad de enfocarse, aunque sea brevemente, en las relaciones interamericanas. Pueden, también, tener cierta utilidad en la construcción eficiente de relaciones personales y formas de comunicación entre líderes que podrían ser importantes en circunstancias futuras. Además, proveen «oportunidades fotográficas» políticamente útiles para quienes participan. Sin embargo, es poco probable que produzcan resultados inmediatos significativos y no deberían confundirse con esfuerzos serios por enfrentar problemas importantes. La Cumbre de Mar del Plata de fines de 2005 fue decepcionante: esto fue así en parte por razones inmediatas y circunstanciales, pero también debido a que los problemas subyacentes eran de largo plazo y estructurales.

Latinoamérica y Estados Unidos en el siglo XXI: nuevas realidades

En comparación con lo que ocurría hace treinta años, o durante la mayor parte del siglo pasado, la relación entre EEUU y Latinoamérica está bastante menos basada en la geopolítica y la seguridad nacional, y también mucho menos en la ideología. La competencia bipolar que involucró a EEUU en la década de 1960 y 1970 proveyó una amplia base regional para elaborar políticas. Hoy, en cambio, las agendas son mucho más específicas y locales. Las preocupaciones contemporáneas de EEUU en relación con América Latina se refieren básicamente a cuestiones prácticas de comercio, finanzas, energía y otros recursos, así como al manejo de problemas compartidos que no pueden ser resueltos individualmente por cada país: el combate contra el terrorismo, la lucha contra el tráfico de drogas y armas, la protección de la salud pública y el ambiente, la estabilidad energética y el control migratorio. Habitualmente, estas cuestiones se plantean y enfrentan en contextos bilaterales específicos.Hoy más que nunca, las relaciones entre EEUU y América Latina son simplemente la suma de muchas relaciones bilaterales diferentes. Esto no se debe principalmente a que a los gobiernos estadounidenses recientes les haya faltado visión o imaginación; lo que más escasea, de hecho, son las bases sustanciales para políticas globales significativas hacia la región.

El patrón de las relaciones interamericanas es en la actualidad muy diferente del de los 60, 70, 80 e incluso principios de los 90. Esto queda de alguna forma en penumbras cuando las autoridades estadounidenses parecen sustituir «comunismo» por «terrorismo» como prisma distorsionado a través del cual se abordan otras cuestiones, como las drogas o la inmigración; o cuando un funcionario estadounidense de alto nivel intenta intimidar a los líderes políticos de un país como Nicaragua, o cuando miembros del Congreso o de los medios estadounidenses hablan, confusamente, de un eje «Castro-Chávez-Lula», o bien «Castro-Chávez-Morales», o de un «giro a la izquierda» en América Latina, o incluso de una supuesta «amenaza china» a América. Son similitudes superficiales, sin embargo, porque hoy vivimos en una época nueva y diferente.

EEUU ya no está fundamentalmente preocupado por mantener a la izquierda latinoamericana alejada del poder, ni desea intervenir activamente, incluso por la vía militar, para impedir que ésta alcance –o retenga– el gobierno. En la década de 1960, habría sido difícil imaginar que Washington aceptara a líderes políticos como Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay o Leonel Fernández en República Dominicana: todos ellos son, después de todo, descendientes directos de los partidos, movimientos y líderes contra los que se alineó Washington en los 60. Y si bien EEUU evidentemente no acepta a Hugo Chávez en Venezuela, los límites a su intervención son muy claros. Hoy nadie espera que los Marines aterricen en Caracas o que la CIA organice el asesinato de Chávez, aunque son visibles los esfuerzos de EEUU por frustrar la política internacional chavista.

En segundo lugar, a diferencia de lo que ocurría en los 60, EEUU ya no puede contar con la solidaridad panamericana para lidiar con la mayor parte de las cuestiones internacionales. Las intervenciones de Chile y México en los debates de la ONU previos a la invasión a Iraq, la elección de José Miguel Insulza como secretario general de la OEA pese a la oposición inicial de Washington, el apoyo sudamericano al intento de Venezuela de ocupar el asiento regional en el Consejo de Seguridad y las amplias diferencias en el modo en que los países latinoamericanos y EEUU tratan a Venezuela y a Cuba ilustran este punto. Y no son los únicos ejemplos. En varios asuntos de importancia, como los subsidios agrícolas, la propiedad intelectual y las cuestiones comerciales –desde algodón, flores de corte, miel y jugo de naranja hasta aviación comercial, aceros especializados, textiles y calzado– EEUU encuentra en los grandes países latinoamericanos –y especialmente en Brasil– a veces rivales y a veces socios potenciales, pero nunca aliados automáticos o clientes fieles.

En tercer lugar, EEUU ya no puede relacionarse con los países de la Cuenca del Caribe con su postura histórica de compromiso intermitente, ignorándolos la mayor parte del tiempo pero interviniendo con fuerza cuando cree que sus intereses de seguridad están amenazados. En la actualidad, EEUU se compromete con sus vecinos caribeños, año tras año, en una variedad de cuestiones surgidas de la creciente interdependencia, cuestiones que la migración masiva ha causado tanto como reforzado. Por consiguiente, es necesario destinar un pensamiento mucho más creativo a analizar lo que significará esta creciente integración funcional de México, América Central y el Caribe a EEUU, y qué cambios serán necesarios en las actitudes, políticas e instituciones para manejar la agenda «interméstica» resultante.

Así como EEUU debe concentrar una nueva atención en la construcción de conceptos, políticas e instituciones adecuados para controlar su particular interdependencia con México, América Central y el Caribe, Sudamérica debe encarar también esfuerzos comparables para repensar y rediseñar los enfoques regionales, las conexiones internacionales y las relaciones, tanto con Washington como con otros centros de poder mundial. El reciente patrón creciente de fricciones –entre Argentina y Uruguay, Argentina y Chile, Uruguay y el Mercosur, Bolivia y Brasil, y Perú y Venezuela–; las crisis evidentes del Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones y la Comunidad Sudamericana de Naciones; las inciertas y a veces contradictorias respuestas frente a Hugo Chávez y su proyecto bolivariano; todo esto sugiere que hoy las naciones sudamericanas necesitan reconsiderar las formas en que se relacionan entre sí y con el resto del mundo, incluido EEUU.

Esta reconsideración debe hacerse en un momento en que las pulsiones populistas y nacionalistas están creciendo en varias naciones latinoamericanas, y en un contexto en el que algunos países obtienen claras ganancias de la globalización (mientras que otros resultan dañados). En esta etapa, China y la India son más importantes que nunca, de diversas maneras, para ambos grupos de países latinoamericanos. Y EEUU es, en términos generales, algo menos importante de lo que solía ser, aunque sigue siendo la nación más poderosa del mundo.

Las propuestas y los proyectos referidos a las relaciones interamericanas deberán provenir principalmente de Sudamérica, ya que es poco probable que Washington ejerza un liderazgo hemisférico fuerte en un mundo de múltiples focos de poder distantes y relaciones entrelazadas entre vecinos. Brasil, Chile y Argentina deberían tratar de trabajar juntos en un esfuerzo de este tipo, construyendo un liderazgo apoyado en los avances reales de la integración funcional que se ha venido produciendo entre ellos en los negocios, los mercados laborales, las redes profesionales y la infraestructura física, si no en las instituciones formales. Estos países ya han experimentado con algún éxito la cooperación internacional en el caso de Haití. Ha llegado el momento de que Argentina, Chile y Brasil desarrollen estrategias cooperativas más amplias, en cuestiones que van desde la integración regional de Cuba hasta el proyecto bolivariano de Venezuela, desde el comercio agrícola hasta la cooperación energética hemisférica, y desde la reforma de la ONU hasta los acuerdos financieros y comerciales internacionales y los regímenes para proteger la propiedad intelectual.

EEUU se mantendrá como un interlocutor importante de los países de América Latina y el Caribe en tanto sigue siendo la mayor economía, el principal poder militar y el participante individual más influyente en las múltiples instituciones internacionales, además de una fuente de «poder suave». Los países de América Latina y el Caribe, por su parte, seguirán concitando la preocupación de Washington, ya que constituyen mercados significativos, importantes focos de inversión y fuentes fundamentales de materias primas y migrantes. Son, además, campos de prueba para la gobernabilidad democrática y la economía de mercado, así como activos participantes en la comunidad internacional. Pero las relaciones entre los 0países del Hemisferio Occidental ya no pueden ser capturadas en frases generales o paradigmas simples: las relaciones interamericanas seguirán siendo determinadas por los desafíos y las oportunidades globales, por las presiones y las demandas internas, tanto de EEUU como de Latinoamérica, y por los desarrollos regionales y subregionales. No parece que vaya a imponerse ni una fuerte alianza ni una profunda hostilidad entre EEUU y América Latina. En los próximos años las relaciones seguirán siendo complejas, multifacéticas y contradictorias.



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Antonio J. Rodríguez L.


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