La situación francamente es insostenible. El equilibrio de pulsos entre las partes en conflicto peligrosamente se tambalea. La guerra, como hecho con motivación económica, nunca ha sido un fenómeno tan cierto. Lo aisló un filósofo, un historiador: son los cañones artilugios bélicos cuyo ruido es el de las monedas tintineando. No es rusofobia ni sinofobia. Es el cobre, la plata, el oro, metales que hinchan mochilas o las desinflan. Ni siquiera es la hegemonía per se, pues tal circunstancia no es más que una camisa de fuerza para propiciar favorables negocios. La guerra, en fin, es una disputa de mercados, reza el clisé.
Hoy es el gas y el petróleo rusos; ayer, durante las dos guerras mundiales, fueron los mismos mercados europeos entre Alemania, la Rusia zarista, Francia e Inglaterra, quebrados países del viejo continente peleando con altanería por mendrugos. Ni siquiera en la antigüedad la Guerra de Troya fue por Helena, bella criatura cuyo rapto en apariencia ofendió dignidades. Inaceptable es para uno que el otro tenga a su merced un mercado personalizado o pujantes fuentes de riquezas, menos si se trata del oponente hegemónico circunstancial.
Y los rusos, en virtud de sus ingentes recursos energéticos naturales, dominaban el mercado. El problema se presenta cuando en la radiografía de ese país, con dichos recursos naturales y mercados, brilla además el hecho de que es el otro polo armamentístico del mundo, lo cual tiene que ser indiscutiblemente inaceptable. ¿El oponente con el oro y circunstancia suficientes para financiar su poder? ¡Inaceptable! ¡Guerra!
Los EE.UU. y la OTAN, sus aliados bélicos, platearon un trabajo de desmontaje desde la misma disolución de la URSS, trabajo de zapa: cercar a la actual Rusia; restringirla, finalmente, así como luce hoy bajo sanciones, según el plan. Rusia es para los EE.UU (no para Europa) una amenaza para su hegemonía (la camisa de fuerza para coronar negocios), y esto es presentado como una narrativa contra su seguridad. Los aliados sembraron en Ucrania su germen de ataque y, sorprendentemente, los EE.UU. lograron con esta acción mancomunada embaucar a Europa en una aventura que sólo los beneficiaría a ellos: birlarle el mercado a Rusia y dejar a la Europa misma sumida en la oscuridad, sin gas ni petróleo, a la luz de una vela y en medio de la humareda de las minas de carbón. Pretéritas épocas de la revolución industrial. Mientras tanto los EE.UU. ya venden sus gas licuado a Europa cinco veces más de lo que se los vendía Rusia.
Un factor adicional complicó el débil equilibrio: China, la hija ideológica de la vieja Rusia, emergió espectacularmente como la nueva potencia económica del mundo (otrora país campesino), con garra militar además. De modo que en el discurso de perfilar maquiavélicamente al inventado enemigo con propósitos hegemónicos, si se mira bien, hay mucho que temer: un país superarmado como Rusia junto a aliados de cuidado, como Irán (primera potencia en drones) y viejas ex provincias de la URSS, además de la mencionada China. Es decir, se presentan contornos de confrontación mundial, Occidente-Oriente, en principio por asuntos económicos, al final por la supervivencia misma, como es el caso presente de la Federación Rusa, que para el caso no está sola ni es el blanco único.
Circunstancia ésta última que presagia lo peor. Hay en el ambiente la tentación del uso del arma nuclear, inclusive con la licencia moralística bélica: la usaron los EE.UU. en Japón para salir de un apuro vital (los japoneses exterminando sus flotas) y la pueden utilizar los rusos ahora contra Ucrania para neutralizar los ataques planteados por la OTAN desde su territorio. Este argumento, en la razón sin razón que mueve al mundo, cobra fuerza bajo la perspectiva de que Ucrania la sienten los rusos como propia (Ucrania es la madre histórica de Rusia), y con lo propio hace el dueño lo que quiere.