El paso de la edad me convenció del mérito y la necesidad de tratar de decir mucho con pocas palabras. Por eso, cuando me aproximo de los 73, mis textos de los últimos años se han hecho breves. (Y también porque la mayoría de l@s jóvenes de la que llamo "la generación del audiovisual" está poco dispuesta a leer largos soliloquios).
Los tres mandamientos aymara dicen: "no robar, no mentir y no ser flojo para el trabajo".
Los espartanos eran lacónicos (palabra que proviene del nombre de su tierra, la Laconia del Peloponeso).
El Tao te King no pasa de unas pocas páginas.
Japón inventó los escuetos y elegantes haiku (poemas de tan solo diecisiete moras o sílabas, escritos en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, respectivamente).
Y Japón también cultiva los breves "Poemas de despedida" (Jisei), escritos antes de la muerte.
Minoru Ota comandó las fuerzas navales japonesas en Okinawa hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial. En la batalla final, antes de suicidarse en su bunker subterráneo de mando (y de ser ascendido póstumamente a Vicealmirante), Ota escribió en la pared de ese refugio su poema de despedida.
Ese poema decía: "Fue luchando por el Emperador hasta la muerte, que di un sentido a mi vida".
El mío podría decir: "Fue pensando en el Buen Vivir ecomunitarista para tod@s que di sentido a mi vida".
El poema de Ota es heroico, trágico, y justifica la vida solo mediante la muerte al servicio de un tirano.
El mío es cotidiano, tiene la alegría de la comedia, y justifica la vida mediante la vida, al afirmarla dos veces, al servicio de todas las personas y del Planeta.
Y si la muerte fuera invitada a un poema ecomunitarista de despedida, el mismo diría simplemente: "Muero, la vida sigue, victoriosa".