EEUU: “momentum” republicano y crisis demócrata

En estas épocas convulsivas de guerras, crisis de hegemonía de las clases dominantes y polarización política, se ha vuelto un lugar común parafrasear citas, apócrifas o no, que remiten a la compresión del tiempo. La que más se lee por estos días es la famosa frase atribuida a Lenin, de que hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas. Estados Unidos parece estar transitando por otra más de estas semanas en las que los años vuelan.

Hasta unos minutos antes de las 18 del sábado 13 de julio, la campaña para la elección presidencial de Estados Unidos, sin dudas la más determinante de las aproximadamente 100 que tendrán lugar en todo el mundo este “súper año electoral”, venía exhibiendo un espectáculo decadente. El acto más patético había sido el desafortunado primer debate del 27 de junio entre Trump y Biden, del que por default salió ganador al republicano, menos por mérito propio que por la manifiesta desorientación de su rival demócrata. En un abuso de analogía, el historiador conservador Niall Ferguson compara la decrepitud política norteamericana con la decadencia de los últimos años de la Unión Soviética (Brezhnev, Andropov, Chernenko). Una provocación intelectual pero que sirve como advertencia sobre el estado crítico del sistema bipartidista.

A pesar de ser una elección que podría cambiar el rumbo no solo de la política norteamericana sino de la dinámica internacional de conjunto, empezando por la guerra de Ucrania y el futuro de la OTAN, y de que algunos analistas, incluso del espectro conservador vienen alertando sobre la posibilidad de que se instaure una “dictadura” si ganara Trump, la contienda parecía reducirse al enfrentamiento entre un convicto –Donald Trump– y un anciano con signos evidentes de deterioro –Joe Biden–. Toda una metáfora de la decadencia norteamericana y de la crisis de hegemonía de la clase dominante y sus partidos tradicionales.

El acto de campaña de Donald Trump en Butler, un distrito friendly para el candidato republicano en el oeste de la Pensilvania rural, transcurría sin sorpresas: mucho merchandising y cotillón MAGA (Make America Great Again), clima derechista recargado, antiinmigrante, con tonos nativistas y religiosos, y ataques a Biden al borde del bullying por su edad avanzada, con el plus de que Trump podría anunciar a su compañero de fórmula, como anticipo para la Convención Nacional Republicana de Milwaukee. En síntesis, una misa trumpista de rutina.

Pero apareció Thomas Matthew Crooks y, desde quizás el único punto elevado a la redonda del predio, disparó su rifle de asalto AR 15 a algo más de 100 metros del atril desde el que Donald Trump estaba dando su discurso. La bala pasó zumbando, apenas hirió la oreja del candidato republicano que con un oportuno movimiento de cabeza, salvó su vida literalmente por menos de una pulgada. En el tiroteo murió un simpatizante republicano y el propio Crooks.

El intento de asesinato quizás dio el mejor spot de campaña. Mientras el Servicio Secreto lo extrae del lugar, Trump ensangrentando, con el puño en alto, llama a sus seguidores a luchar –el clásico “Fight! Fight! Fight!” que el público responde con un efusivo “USA! USA! USA!”–. De fondo, una bandera norteamericana flameando sobre un cielo rabiosamente celeste. Mártir, víctima y héroe a la vez. Una imagen soñada para cualquier estratega de marketing electoral.

Como era lógico, el ataque inspiró un abanico de teorías conspirativas, amplificadas hasta el infinito por redes sociales, que como se sabe, tienen la capacidad de crear “hechos alternativos”. Entre quienes se sumaron a esa construcción colectiva de fake news estuvo el presidente argentino Javier Milei, un trumpista de la primera hora, que a minutos del disparo, cuando ni siquiera se había identificado al tirador, responsabilizó desde su cuenta de X a la “izquierda internacional”, y a quienes por temor a perder en las urnas (¿Biden?) recurren al “terrorismo”.

Además de los demócratas, el que está en la mira de los conspiranoicos es el Servicio Secreto por su notoria falla en detectar a Crooks, incluso cuando algunos asistentes y vecinos habían alertado a la policía local de su presencia. Una nota de color, en el universo trumpista se ha impuesto la teoría de que estas fallas groseras se deben a las “políticas inclusivas”, entre otras la presencia de mujeres y del colectivo LGTBI en el “deep state”.

Lo más probable es que la verdad nunca se conozca. De Crooks solo se sabe que tenía 20 años. Que estaba registrado como republicano (aunque había hecho un aporte de 15 dólares a un comité demócrata en 2021). Que era conservador en sus concepciones y sufría bullying. Que tenía fotos de Trump pero también de Biden y otros políticos de ambos partidos. Y que llegó al lugar armado y con un auto cargado de explosivos. Pero ni el FBI ni ninguna otra agencia pudieron explicar hasta ahora cómo llegó hasta el techo fatídico de Butler sin ser detectado, más allá de la justificación burocrática de que el edificio se encontraba fuera del perímetro de seguridad. Y menos aún los motivos del intento de asesinato. La falta de certezas se suple con la construcción de un “perfil” que encaja con las características de quienes cometen tiroteos casi a diario, conocidos como “lobos solitarios”, un tipo de terrorismo doméstico que viene en su gran mayoría del espectro de la extrema derecha.

Más allá de la grieta que sigue funcionando a pleno, hubo un tono común bipartidista de rechazo a la violencia (política) como “antinorteamericana”, colmado de hipocresía. Probablemente, el partido demócrata vuelva a la carga con el control de armas (se calcula que hay unos 44 millones de rifles de asalto como el que usó Crooks diseminados en la sociedad). Pero las raíces de la violencia están en los cimientos del estado imperialista y del sistema social sobre el que se basa. Desde el punto de vista histórico, el magnicidio no es ajeno a la política estadounidense. Aunque el último intento haya sucedido hace más de cuatro décadas, en 1981 contra Ronald Reagan, de los 45 presidentes, 12 sufrieron intentos de asesinato –y cuatro fueron efectivamente asesinados, entre ellos JF Kennedy–. A esto se suma en el plano doméstico la violencia policial, las masacres, los crímenes de odio (como el atentado racista en Charlottesville en 2017, saludado por Trump) y acciones como el intento de toma del Capitolio. Y en el plano internacional la política guerrerista del imperialismo norteamericano, que banca genocidios como el de Israel en Gaza.

El ataque de Pensilvania impactó de lleno en la campaña electoral, incrementando exponencialmente, al menos en lo inmediato, las probabilidades de que Trump vuelva a la Casa Blanca, aunque en condiciones distintas que en 2016.

Un primer análisis de la Convención de Milwaukee que proclamó la fórmula Trump-Vance permite plantear algunas conclusiones políticas provisorias sobre el cambio de piel del partido republicano, que se convirtió a un conservadurismo nacionalista más parecido al de Pat Buchanan que al ideal republicano de Ronald Reagan.

Como mostró la Convención, a diferencia de las campañas de 2016 y 2020, hoy el Grand Old Party está encolumnado detrás del liderazgo de Trump. El ala del establishment conservador anti trumpista (los “Never Trump”) donde militan republicanos ilustres se ha llamado a silencio. Algunos abandonaron el GOP o fueron excluidos, en particular quienes se opusieron al intento de desconocer el resultado electoral de 2020, como Liz Cheney. O mantienen una militancia discreta como Mike Pence. Otros fueron disciplinados como Ron DeSantis y Nikki Haley.

En perspectiva, esta hegemonía trumpista en detrimento del “compromiso” con el establishment que caracterizó el primer mandato de Trump, deja menos posibilidades de control de daños en caso de desbordes políticos, como el que ejerció en 2021 el entonces vicepresidente Mike Pence que se negó a desconocer la elección de Biden, salvando de esa manera la institucionalidad del régimen burgués, documentado por el periodista Bob Woodward en su libro Peril.

La elección de JD Vance como vicepresidente, un converso tardío al trumpismo que llegó de la mano de Peter Thiel y otros tecnocapitalistas de Sillicon Valey, refuerza la hegemonía del movimiento MAGA. Con una retórica proteccionista, rabiosamente anti aborto y aislacionista, incluso más radical que el propio Trump, evidentemente, su función no es ampliar la base electoral hacia sectores moderados, sino reafirmar el núcleo duro, y sobre todo, continuar el legado de Trump con un ojo puesto en la elección de 2028.

El trumpismo demostró no ser meramente un fenómeno de coyuntura electoral, sino que ha consolidado una base conservadora minoritaria pero intensa entre sectores postergados por las políticas neoliberales de los gobiernos tanto demócratas como republicanos, y alimenta demagógicamente el resentimiento contra las “elites” políticas cosmopolitas. En un sentido, el discurso de Sean O’Brien, el dirigente del sindicato Teamster que participó en la convención republicana, responde a esta mudanza hacia el partido republicano de sectores atrasados sobre todo de la vieja clase obrera, mayormente blanca. Como muestra en profundidad Theda Skocpol en su libro Rust Belt Union Blues. Why Working-Class Voters Are Turning Away from the Democratic Party, este fenómeno viene gestándose desde la década de 1980 y más que un movimiento electoral –que sigue fluctuando entre demócratas y republicanos– es un proceso complejo de desorganización de las instituciones de las comunidades obreras, empezando por los sindicatos.

Demás está decir que esta demagogia responde a una estrategia electoral “catch all” para ganar el voto de sectores desafectados de trabajadores y clase media empobrecida, incluso de sectores reaccionarios de latinos. Al igual que Trump, Vance no es un neoliberal tradicional, sino que combina su perfil proteccionista-populista con una adhesión sin matices al programa republicano tradicional: desregulación económica, rebaja de impuestos, en particular a las corporaciones, política antisindical y reducción del gasto estatal en programas sociales.

Por eso un sector significativo de grandes capitales de Sillicon Valey y Wall Street (entre quienes se encuentran Peter Thiel y Elon Musk) se subieron al carro trumpista y contribuyen con donaciones multimillonarias, con la expectativa de beneficiarse de un nuevo ciclo de desregulaciones y baja del impuesto corporativo (en 2017 Trump lo bajó del 35 al 21% y ahora promete llevarlo al 15%), aprovechar medidas proteccionistas y más en general un clima pro empresario reaccionario, y a la vez moderar políticas demagógicas y gestionar los efectos de las guerras comerciales y la imposición de tarifas no solo contra China sino sobre todas las importaciones en general.

La contracara del “momentum” republicano es la crisis del partido demócrata. Simbólicamente, el disparo contra Trump fue quizás el tiro de gracia para la campaña de Biden, que desde el fatídico debate viene resistiendo la enorme presión de sectores cada vez más amplios de su partido para bajar su candidatura, que ya prácticamente lo hace invotable en caso de que se mantuviera. Ese fuego amigo va desde los editoriales de New York Times y las celebrities de Hollywood hasta los grandes aportantes burgueses, el clan Clinton, Obama y los congresistas. Es que los demócratas temen que la derrota incluya no solo perder la Casa Blanca sino también el Congreso y el Senado. La alternativa que proponen es reemplazar a Biden por Kamala Harris, una mala candidata pero que, si consigue galvanizar al partido, podría revivir la lógica malmenorista. La decisión está demorando más de lo aconsejable.

Aunque la edad avanzada y el notorio deterioro de Biden es solo el disparador de la crisis del partido demócrata con su base. El apoyo incondicional de Biden al genocidio que está cometiendo el estado de Israel en Gaza, el atraso de los salarios comparado con la ganancia capitalista, las políticas de cierre de fronteras cediendo a la presión de la derecha republicana, el guerrerismo y militarismo, en síntesis la gestión del estado capitalista imperialista, son las razones de la desafección de amplios sectores de trabajadores, miembros de comunidades afroamericanas, latinos, y sobre todo jóvenes estudiantes que han despertado a la vida política en el movimiento de acampes en las principales universidades de elite, en solidaridad con el pueblo palestino contra “Genocide Joe”.

El atentado contra Trump, y su probable retorno a la Casa Blanca, son expresiones concentradas de la polarización política y las tendencias a la crisis orgánica en curso desde la crisis capitalista de 2008. Las referencias a la posibilidad de una nueva “guerra civil” son cada vez más frecuentes. El marco estructural es el agotamiento del orden (neo)liberal comandado por Estados Unidos y el surgimiento de un bloque competidor articulado en torno a la alianza entre China y Rusia. Ya sea que gane Biden o su eventual reemplazante y continúe con el intervencionismo “liberal” tratando de liderar a “Occidente” a través de alianzas con la Unión Europea, la OTAN y otras instituciones (como en la guerra de Ucrania) o que gane Trump como alternativa “aislacionista” para reordenar las prioridades del imperialismo norteamericano, se ha abierto un interregno convulsivo en el que las guerras, las disputas entre potencias, pero también las luchas revolucionarias estarán a la orden del día.



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