¿Quién le gana una Augusto Pinochet, aun difunto?

La máxima bíblica de que Jehova dios "visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación" (Éxo. 20:5; Deu. 5:9) le cae al pelo a los cinco hijos de Augusto Pinochet, acusados de corrupción y encanados la semana pasada en una cárcel común de Santiago de Chile, a la que no fue a parar su viuda por ser víctima de un patatús a la hora del arresto. La orden fue cero privilegios una vez presos. Cayeron también otros, amigos de la familia, como la secretaria y su abogado, entre un montón.

Durante los pocos días que estuvieron encerrados, la ilusión de la concreción de la justicia -aunque sea bíblica- anidó en el alma de quienes por miles tuvieron un muerto o desaparecido bajo la dictadura. Dada la frustración de saber en el más allá a tan impune asesino, después de procurarse en todas su formas civiles y legales terrenas que pagara en vida, queda en la dolencia colectiva la esperanza de un milagro justiciero a lo divino, al menos sobre cualquier cosa que huela al dictador, con mayor razón si presenta razones para el descargo, como es la situación presente con sus hijos y mujer corruptos.

Mientras respiró el temido sátrapa títere de los EEUU, fue amo y señor del feudo chileno, invadiendo y controlando todos los ámbitos institucionales de la vida nacional, como es usual con toda dictadura; de modo que ir contra su persona, sea por oposición política o mediante la forma de una querella judicial, más que un acto de audacia constituía uno de locura.

Cuando el dictador deja el puesto de hombre fuerte para dar paso a la "democracia", lo hace de modo virtual, porque en la práctica -como sabemos- siguió controlando su Chile amado. No iría a cometer la locura del "auto suicidio", como dijera una vez Carlos Andrés Pérez aquí en Venezuela, de dar paso a la constitucionalidad y la justicia para en el mismo acto ser condenado a cadena perpetua por los crímenes de lesa humanidad cometidos o morir en la horca, si el caso fuera que en su feudo existiera tal pena.

Pero la justicia en ese país cuesta o no aplica, porque el hombre, aun después de muerto, continúa siendo inocente para la maravillosa justicia chilena, a juzgar por los aires de prócer de la independencia con que lo tratan. ¿Qué hizo? Salvo al país de los mismos chilenos, para que no se apropiaran de sus legítimas riquezas, entregándoselas a los amos del norte. Hasta donde se sabe no ha habido un resarcimiento moral conspicuo de tanta alma aporreada por los asesinatos de la dictadura, ni siquiera en el plano de una farsa, que podría ser muy bien la “tontería” de que la justicia chilena agarrase un monigote con el nombre de Pinochet y lo ahorcase en todas las plazas públicas del país, lográndose con ello una suerte de justicia simbólica, alternativa ella, con el mismo efecto de cura que tiene la medicina homeopática respecto de la científica: similia similibus curantur, "lo similar se cura con lo similar".

Poco antes de su muerte, cuando al dictador lo aquejaban por doquier el espectro de todos sus asesinatos y los achaques de la invencible vejez, el hombre se fue a Inglaterra en procura de medicina y de un remanso de paz -¿por qué no?-, pues el humano aun muriendo defiende lo poco que le queda de vida. Allá se escenificó uno de los mejores shows trasatlánticos de la hipocresía humana: la justicia inglesa lo detuvo, ansiosa de lavar la fachada de su ideológico apoyo a una dictadura, sentimiento en que acompañó a sus cuates estadounidenses durante 17 años.
Pero como bien se corresponde con una farsa, lo del viejo preso detenido por violar los derechos humanos fue un montaje de la moralina mundial, cuya principal pantalla de transmisión es la Organización de la Naciones Unidas (ONU), que nada hace ni ve si no le conviene al interés de dos o tres países. El viejo quedó libre, volvió a morir a su tierra, le sacó la lengua a medio mundo y se durmió tranquilo, dejándole una buena fortuna a los suyos y décadas de tranquilidad económica asegurada.

Ahora sus hijos, implicados en corrupción, revueltos con presos comunes, proponen a gritos un habeas corpus a los tribunales chilenos para obtener la libertad, mismo recurso que en tiempo de su padre fue acogido en la cantidad de 1 (uno) de un universo de 4.000 presentados por familiares de los detenidos. Los muchachitos probablemente habrán llorado y clamado que no tienen por qué cargar con las culpas de su padre, desviando así la atención de aquello que se les acusa. "Yo no sabía -mugirían- que mi padre mataba gente... Además, yo no me robé esos reales".
La justicia popular posiblemente se consuele mintiéndose que lo de Pinochet ya lo están pagando sus hijos, que dios es justo y que hay algo de horrible en que la viuda, Lucía Hiriart, de 84 años, ande dando tumbos de un tribunal a un hospital, pagando los delitos del tirano.

Pero no hay tal, si el caso fuera que esto es justicia. Así como no es justo que los hijos paguen por el pecado de los padres, como manda esa horrible ley bíblica, tampoco es justo que hijos paguen por los propios, como ocurre en Chile con los mencionados muchachos. Ya están libres, demostrado que o su dinero no tiene ninguna tinta reseca de sangre o que su pasada reunión con los delincuentes comunes fue una farsa del sistema legal chileno para acallar conciencias y crear así una ilusión de justicia, que, como la medicinal alternativa mencionada arriba, también cura.

¡Qué injusticia haberlos siquiera indiciados! ¡Vamos, unas disculpas institucionales! Lo de Salvador Allende -que ya no los asesinatos del padre- nada tiene que ver y, además, de eso nadie se acuerda! ¡Justicia, pues, caramba!

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Oscar Camero Lezama

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental. Animal Político https://zoopolitico.blogspot.com/

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