Del delito social en Colombia

Todos asumimos a primera vista el término ‘delito’ como algo que infringe la ley, por lo cual, alguna autoridad competente nos puede privar de la libertad. Es lógica esa interpretación prevaleciente del término delito, dado que es su primera acepción en el diccionario de la RAE que lo define como culpa o quebrantamiento de la ley.

Esta tendencia a definir el sentido de las palabras por su primera acepción comporta un descuido en nuestra formación escolar, pues, pocas veces, por no decir nunca, el profesor de español estudia con sus alumnos la definición completa de los términos, es decir, sus distintas acepciones, algunas de las cuales resultan a veces hasta contradictorias entre sí.

Por ejemplo, vean el término ‘villano’. Yo confieso que hasta hoy lo asociaba primordialmente con la actitud de una persona malvada. Y creo que muchos conmigo tienen la misma idea, al punto que es popular oír decir, a manera de queja, que siempre lo tratan a uno como al “villano de la película”.

En las distintas acepciones de ‘delito’, encontramos que no sólo es delito robar o matar, sino también comer tanto o malgastar la plata debido a que constituyen acciones o cosas reprobables.

Yendo más allá, en la segunda interpretación de la tercera acepción del término delito, la RAE dice que delito común es “el que no es político”. Con ello nos indica que también hay delitos políticos como aquellos que cometen los gobiernos autoritarios en defensa de su propio régimen.

Si en la segunda acepción se considera que delito también es toda aquella acción o cosa reprobable, entonces, podríamos asumir como delito social toda acción o cosa que sobreponga la eficiencia económica de las empresas por encima de los derechos y la dignidad humana, por ejemplo.

En este orden de ideas vemos como mueren las personas a la puerta de los hospitales porque no tienen como pagarse un vomitivo; o como dejan de ingresar o salen de las universidades prominentes talentos humanos por falta de recursos económicos, mientras el Estado gasta miles de millones de pesos, muchos de ellos a discreción de los ejecutores, en su política de seguridad democrática cuyo fracaso es evidente por no haber brindado al cabo de estos largos años del régimen uribista, la promesa del respeto a la vida y, en cambio, haber contribuido a deleznar la calidad de la democracia.

En otras palabras, insistir en la seguridad democrática no sólo constituye un delito político en cuanto es una defensa de un régimen autoritario sino un delito social en cuanto está destinando los escasos recursos del país en gran parte a gastos militares con miras a la guerra en vez de enfocarlos hacia la paz social que se representa en vivienda, salud, educación, seguridad social y trabajo digno.

En el orden de la interpretación que el eminente profesor Noam Chomsky da en su último libro al abuso del poder y la agresión a la democracia, no cabe duda que Uribe lleva a Colombia por el camino de un estado alevoso, mafioso y fracasado.

1).- Alevoso por lo que hemos descubierto en el DAS, destinado a hacerle seguimiento de inteligencia a la oposición y los sindicatos; y por lo que hemos descubierto en estos últimos días, y quizás por lo que falta por descubrir en torno al Ejército y la Policía, dedicados a reclutar en los estratos bajos de la sociedad urbana la carne de cañón de sus falsos positivos.

2).- Mafioso por la infiltración de la mafia en todas las ramas del Poder.

3).- Fracasado por lo que, precisamente, debido a su contenido alevoso y mafioso, no ha logrado alcanzar el primer postulado del contrato social contemplado tanto en la concepción de Hobbes como de Locke y Rousseau, a pesar de sus diferencias: vivir en paz.

oquinteroefe@yahoo.com


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Octavio Quintero


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