Es la mañana de un frío otoño en París y acompaño a Sandra Elena a buscar los horarios de la carrera de Derecho que estudiará en la Universidad de París X; el tren de la línea A del RER (ferrocarril expreso que conecta la Ciudad Luz con la periferia o “banlieue”) nos encamina al extremo noroeste de la urbe y descendemos en la estación Nanterre Université. Recorremos una pasarela y entramos a lo que hace varias décadas fue un polvorín para Francia y el mundo.
Con un ambiente lleno de edificios y jardines, la Universidad de Nanterre me recuerda en cierta manera a la UCV y su arquitectura sobria, funcional. En este campus predominan las líneas rectas de diseño y los pasillos interiores evocan a los de Psicología o Ingeniería de nuestra amada Alma Máter. Los salones son auditorios gigantes, repletos de estudiantes. Imponentes carteles de papel pegados por doquier se saturan de rojo y lemas de izquierda, reivindicando la liberación de presos políticos en algún rincón del planeta o defendiendo los derechos de los “sans papier” (indocumentados). Ellos despiden una fragancia inquietante y dan a entender que lo acontecido acá en la primavera de 1968, aún es una asignatura pendiente en la sociedad francesa.
El mundo a finales de la década de 1960 era una peligrosa “olla de presión”: una sucesión de estremecedores eventos había puesto el dedo en la llaga. La crisis presupuestaria de la educación universitaria en Francia, la Guerra de Vietnam y los movimientos que en su contra se gestaban dentro y fuera de Estados Unidos, junto con el asesinato de Martin Luther King, acaecido el 5 de abril de 1968, fueron la chispa que exacerbó los ánimos en un vasto sector estudiantil de la “banlieue” noroeste parisina. En marzo, un grupo de estudiantes de la Universidad de París, en Nanterre, y adolescentes de la educación preparatoria, habían atacado una oficina de American Express en el centro de la ciudad, como protesta contra la guerra. Muchos jóvenes fueron apresados. Como resultado, estudiantes tomaron el edificio administrativo de Nanterre para exigir la liberación de sus compañeros y las autoridades optaron por la “sabia” decisión de cerrar la universidad, ya que no podían “manejar” la situación dentro del recinto. Se veían venir aquellos revoltosos días de mayo.
El 3 de mayo la dirigencia estudiantil acompañada de cientos de jóvenes, llegó a la Universidad de la Sorbona para exigir la inmediata reapertura de Nanterre. Entre los líderes más destacados se hallaba Daniel Cohn-Bendit, bautizado después como “Daniel, el rojo”. La policía comenzó con la provocación al arrestar a varios estudiantes y llevárselos por la fuerza en camionetas, a lo que los adolescentes respondieron con el cierre del paso a las unidades. Una batalla campal se había desatado en pleno corazón del Barrio Latino de París. Los estudiantes habían roto la calle y con los adoquines (ladrillos) construyeron rudimentarias pero efectivas barricadas. El saldo de la jornada: poco más de medio millar de detenidos y cientos de heridos. Durante la semana siguiente, el poder estudiantil se había arrogado para sí el control absoluto de universidades y escuelas preparatorias, a todo lo largo y ancho del país galo. Los centros de aprendizaje se habían convertido –a toda hora- en arena para el debate político y académico. Se organizaron los famosos Comités de Acción para coordinar las manifestaciones a escala nacional y hasta un periódico –con el provocador nombre de “Action”- se editó. El descontento popular se acrecentaba a medida que el tiempo transcurría, ya que la represión desproporcionada de la policía no era justificable.
Ante la unánime condena del pueblo francés a la agresividad del Estado burgués y del gobierno de De Gaulle, en contra de los manifestantes, el Partido Comunista Francés (PCF) y la CGT (la central obrera), llamaron a una huelga general para el 13 de mayo. Era el principio del fin de la Quinta República francesa. Cada vez más y más gente se unía al movimiento originado en Nanterre y los trabajadores tomaban fábricas, astilleros, instituciones gubernamentales y hasta instalaciones nucleares. “ La Internacional ”, himno de hermandad entre los camaradas comunistas del orbe, se hizo el canto de rigor en las fábricas e industrias intervenidas por la clase obrera.
El sector de la electricidad y el gas continuó funcionando, a pesar de que París estaba prácticamente paralizada: no había transporte público, ni aéreo, ni marítimo. No había ni radio ni televisión, tampoco comunicaciones en general.
Más de un millón de personas, entre trabajadores y estudiantes, se lanzaron a las calles para exigir la abolición de la explotación capitalista y la refundación del sistema educativo. Tumbar el sistema era el “denominador común” en las bocas de los propulsores del Mayo Francés.
El gobierno de De Gaulle y las clases dominantes francesas, veían con terror la radicalización del conflicto. El PCF y la CGT también miraban con desconcierto cómo se les salía de las manos la situación con los estudiantes y los trabajadores. La ecuación era transparente y concisa: si el Estado burgués no salvaguardaba su “integridad”, todo se vendría abajo, incluyendo los partidos políticos. Las clases acomodadas se movilizaron a las calles –con “cachifas” y todo- para evitar la instalación de un gobierno “rojo, rojito” contrario a sus intereses capitalistas y su “estatus”. Desde luego, tales manifestaciones con olor a Chanel eran minúsculas al contrastarse con las de los jóvenes universitarios y los trabajadores. El Partido Comunista, la CGT y el Partido Socialista (que había también simpatizado con los estudiantes rebeldes) comenzaron a desmarcarse del movimiento revolucionario, en un vil y artero acto de traición, sólo comparable a la “burla” del Partido Socialista Portugués, que años más tarde entregaría la Revolución de los Claveles, en bandeja de plata, a la burguesía lusitana y al “establishment”. En Francia, la unidad circunstancial entre socialistas, comunistas, sindicatos y estudiantes, había llegado a su fin.
Utilizando el chantaje económico (aumento del 35% en el salario mínimo industrial), entre otras artimañas, el gobierno fue horadando en la moral del movimiento sindical. A través de la voraz represión de las manifestaciones y la amenaza de utilizar las fuerzas militares, la dirigencia de la moribunda Quinta República Francesa neutralizaba a “cámara lenta” el fervor de los estudiantes rebeldes. A fines de junio de 1968, todas las protestas callejeras habían sido prohibidas y la esperanza de los jóvenes corazones se disolvía en el firmamento de una Ciudad Luz heredera de la Comuna del siglo XIX, de la Revolución Burguesa que prometía “Libertad, Igualdad y Fraternidad”.
La espontaneidad y el ímpetu del Mayo Francés eran una bendición pero también una maldición; la improvisación y la falta de consenso para una dirección clara de ataque, sólo contribuyeron a “desinflar” la revolución de las barricadas tan pronto como las emociones se iban apaciguando entre los actores. La multiplicidad de facciones dentro de las filas del movimiento estudiantil (anarquistas, maoístas, marxistas, socialistas y hasta la extrema derecha), hacía muy cuesta arriba cohesionar un programa único de acción para tomar el poder. Quizás la rapidez con la que ocurrió todo no permitió a mucha gente cavilar con “cabeza fría” lo que realmente estaba en juego y hasta dónde se quería llegar. El “doble juego” de los partidos políticos y los sindicatos igualmente hizo mella en la consolidación de la unidad entre la clase obrera y los estudiantes, ya que más bien se convirtieron -a la larga- en un elemento de distorsión.
Una revolución armada de adoquines y creatividad, derribó varios mitos en la anciana Europa del siglo XX, entre ellos, el de la organización popular y el de la autogestión. El Mayo Francés demostró que el ser humano –ante la adversidad- es capaz de organizarse políticamente con sus semejantes de manera eficaz, para alcanzar un objetivo supremo y colectivo. Eso se comprueba en los más de 450 Comités de Acción formados en París por amas de casa, estudiantes, profesionales, técnicos, inquilinos, médicos y oficinistas, durante ese quinto mes de 1968. Tal realidad entra en absoluta contradicción con las “sacrosantas” tesis burguesas del individualismo, la competencia atroz y la “despolitización” del ciudadano.
El otro “cuento chino” de que los trabajadores –ignorantes e iletrados- no son capaces de llevar solos las riendas de una empresa, queda pulverizado. Durante más de 4 semanas, trabajadores de toda Francia aplicaron exitosamente el modelo de la autogestión: continuaban produciendo sus bienes y servicios, pero sin la presencia de los directivos o dueños de la fábrica. Consigna al mejor estilo francés: “Le patron a besoin de toi, tu n’as pas besoin de lui” (El patrón te necesita, tú no necesitas al patrón).
Los estudiantes rebeldes de 1968 tuvieron la osadía de poner en entredicho el sistema educativo que había formado a sus padres y abuelos; era urgente una “ruptura” entre el antes y el ahora, ya que sencillamente la sociedad de la década de 1960 estaba en las antípodas con respecto a decenios pretéritos. El agresivo cuestionamiento a la educación era un “dedo acusador” apuntando a las meras entrañas de la infraestructura capitalista e imperial. Si había que cambiar el sistema, también había que cambiar su educación, sus valores.
El 1968 forjado en la cuna de Molière diseminó su semilla de transgresión a los cuatro rincones de la Tierra. Tlatelolco y Praga también se levantaron en un solo puño de inconformismo; la “brecha generacional” profundizaba más su hendidura ideológica, social, económica y cultural. Nuestra Máxima Casa de Estudios tampoco yacía ajena al discurso “incendiario” de los muchachos de Nanterre y la Sorbona. A pesar de haberse “accidentado” a mitad de la vía, el Mayo de 1968 sirvió de plataforma para concretar reclamos impostergables dentro de la sociedad gala, como la legalización del aborto y el derecho a la igualdad profesional entre hombres y mujeres.
A 41 años del Mayo Francés y su deslumbrante irreverencia, debemos aprender rigurosamente de sus aciertos y errores; ciertamente, el miedo y la traición han sido factores definitorios en el aborto de las revoluciones, pero también la ineficiencia, la desorganización, la indisciplina y la ausencia de metas claras, son flancos que atentan contra la construcción de cualquier proceso revolucionario.
El título de este artículo es el de un instrumental de Vangélis, compositor de la afamada banda sonora de la película “Chariots of Fire” (Carros de Fuego): “Haz que tu sueño sea más largo que la noche” (Fais que ton rêve soit plus long que la nuit). Las revoluciones no pueden ser actos fugaces ni castradores de la creación humana. Ellas son el testimonio innegable de la dialéctica marxista: “lo único que es eterno es el cambio”… ¡y las revoluciones lo encarnan! Gracias al Mayo Francés, tenemos una frase que debería ser el “leit motiv” de cualquier revolucionario que se precie de serlo: “Soyez réalistes, demandez l’impossible” (Seamos realistas, [exijamos] hagamos lo imposible). ¡Que vivan los “revoltosos” de Nanterre! Nunca olvidaré que alguna vez estuve allí.
(*) Tesista de Idiomas Modernos en la UCV
elinodoro@yahoo.com
P.D. Al celebrarse los 7 años de Aporrea.org, felicito a todo el equipo humano que ha hecho posible dicha página web. Sin duda, Aporrea.org es un paradigma de la guerra cibernética asimétrica en pleno siglo XXI. Todo un privilegio y un compromiso revolucionario ser publicado por ustedes. ¡Felicitaciones!