El Nuevo Mundo surgió en la mente del hombre y la mujer de la antigua sociedad feudal, como la encarnación de una nueva esperanza, para renovar con la fuerza de la imaginería de la Avía Yala, a la ya envejecida y agotada Europa. Así, no solo significó para el europeo, el descubrimiento de una nueva y arrolladora geografía, fuente inagotable de poderosas riquezas, sino una oportunidad para realizar por fin, lo que las reservas morales de ese degenerado mundo, aspiraron como redención. Es decir, esa repugnante mescolanza de aberraciones que había resultado ser la civilización occidental, y que aun no llegaba a aflorar lo peor de su producción cultural, intentaba redimirse ante el mundo todo, utilizando la pureza del nuevo continente, tropezado accidentalmente por la tenacidad de la codicia, en los caminos por el poder absoluto.
Y no solo fue el europeo agobiado por la inmoralidad de su civilización, sino sus victimas en el mundo entero, los que convirtieron a la América en algo más que riquezas materiales. Le impusieron la responsabilidad de convertirse en el paraíso terrenal, la utopía posible, la idea de justicia y liberación, la que ninguna sociedad había alcanzado hasta ese momento, pese al voluminoso expediente de la historia universal de la injusticia y el esfuerzo colosal, pero romántico, del espíritu progresista.
Una vez más, la esperanza de la humanidad se diluyó ante el avance del obscurantismo europeo. A la salud de los nuevos territorios se le inoculó, a sangre y fuego, el germen de la corrupción. En ese escenario donde el tiempo pasaba para no pasar, lo cual se opuso como primer elemento de identidad a la periodicidad del tiempo aplicada a la fuerza de trabajo, embrionaria en el viejo mundo, el egoísmo occidental practicó lo que en su territorio le era negado por razones de hipocresía: el morbo del crimen sin límites. Y no solo fueron exterminados los cien millones de seres humanos portadores de la utopía, sino que este territorio sirvió para fortalecer el incipiente capitalismo internacional. La América propició el nacimiento de la acumulación de capitales y con ello la voracidad indetenible que pondría en peligro quinientos años después la existencia del planeta.
La ultima expresión de esta maquinaria insaciable que es el capitalismo, sin duda que encuentra su forma en la globalización. Se coló en las invenciones de la modernidad como un bien común, en los anhelos de integración de los pueblos. Pero definitivamente son expresiones con aspiraciones totalmente opuestas. Mientras la globalización aspira a uniformar el gusto y las necesidades de la humanidad, en función del desarrollo del todopoderoso mercado, la integración por el contrario, reconoce las particularidades y la diversidad del concierto mundial de los pueblos para la complementariedad y el surgimiento de la multipolaridad y el equilibrio. Ahora bien, la integración en América, como en cualquier parte del globo terráqueo, puede avanzar mas allá de las diferencias del idioma, la cultura, y los intereses nacionales, como bien lo entiende el reconocimiento de todos en la diversidad, siendo esta un valor democrático fundamental. Sin embargo, cuando todos estos desacuerdos se convierten en una poderosa arma para el sometimiento, la esclavización, explotación y anulación de un importante contingente de la humanidad, sentenciados a vivir bajo la hegemonía del dominador, la amenaza de muerte; la integración no puede ser, sino como en la practica ha sucedido, una relación aberrante, donde el Imperio europeo del Norte de América a sometido a su antojo y necesidad, al continente latinoamericano-caribeño del sur.
Esta realidad puede tener múltiples orígenes, pudiéramos escribir cientos de páginas para tratar de explicarlo, pero lo cierto es que el imperio europeo no solo destajó la utopía en múltiples virreinatos, capitanías, provincias y parroquias para su conveniente explotación que luego se convirtieron en países y estados competidores en el burdo y grotesco negocio capitalista, sino que se instaló en parte ese nuevo territorio, dividiéndolo en dos continentes muy bien delimitados y definidos. Un continente al norte, tan viejo y perverso como el europeo, y otro al sur, tan nuevo y reluciente que muchas de sus creaciones aun no tienen nombre y habrá que inventarlos.
La esperanza de El Nuevo Mundo hoy posible, aun vive en el continente latinoamericano-caribeño, pero para que la gran utopía universal se consume, es necesario que este continente se independice, obtenga su libertad, revierta la sentencia de extinción que pesa sobre su existencia como nación originaria y como esperanza de justicia social, y por fin emprenda la senda de su desarrollo que en resumidas cuentas será el desarrollo de la humanidad. Es posible que la contaminación occidental que hemos sufrido como cultura, nos haga tomar algunas decisiones desde lo ajeno, desde su lenguaje y su lógica, pero es menester nacer como continente con una herencia de cambio, de revolución. Es mejor nacer reconociendo en El imperio, al enemigo histórico, la fuente de las amenazas más peligrosas de nuestra existencia, que venir al mundo en la obscuridad del fascismo imperial, a pagarle una deuda eterna a ese mismo enemigo. Hoy ese enemigo está bien identificado y es necesario que el pueblo lo enfrente aun en el terreno de la confrontación bélica, ese enemigo es El Imperio Norteamericano y su operador político, el gobierno estadounidense.
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