Al comienzo, los efectos de la publicidad pasan como caprichos. Hasta que un día ensombrecen toda voluntad. Es que, con el paso del tiempo, la publicidad empieza a parecerse a un ser vivo. Una entidad que se apropia de nosotros hasta convertirnos en caricaturas obedientes, siempre buscando algo para devorar.
Esa avidez, forjada sin pausa desde el altar mediático, obliga al consumo sin límites de cosas y creencias. De esta manera se afianza el auténtico viacrucis del consumo irracional. El marketing organizado, con sus vueltas de tuerca siempre está tratando de robustecer el mercado, y para ello, estimula la enajenación individual a través de la publicidad.
Entonces mucha gente, ante lo incierto del mundo, responde con la patética adicción a la novedad. Y muchos ponen el eje de su vida en comprar bienes y servicios que no necesitan. Teniendo como prioridad, sobretodo, aquello mercadeado como el último grito de la moda. Ya sea algún cachivache tecnológico o un presunto líder.
Esa descarnada metamorfosis consumista trae aparejada un ideario, una confusa ideología cuya columna vertebral es el egoísmo. Por eso, la publicidad es camuflaje predilecto de la política en tanto sirve para ocultar las verdaderas intenciones. Como ahora, cuando el lobo de la derecha quiere mimetizar sus auténticos designio y disfraza a Capriles Radonski de oveja libertaria.
Hay que reconocer que son eficaces y logran envolver muchos incautos. Y con palabras claves, como democracia, progreso, futuro, pasado, dictadura, régimen, entre otras, tratan de encubrir su verdadera visión del mundo: el predominio del capital por encima del interés de la gente común. Al efecto se aprovechan de cierta neurosis colectiva, sembrada por ellos mismos a través de la mentira sistemática.
Por ese medio los dueños del poder estructural manipulan, y quiere convertir la política en una comedia ligera e inocente, donde la muchedumbre ingenua aplauda cualquier novedad creada a imagen y semejanza de la oligarquía. De ese modo encandilan y, no dejan ver, sino el aspecto más superficial de las cosas.
De modo que los publiadictos son gente hipnotizada por el glamur televisivo, y en general por esa malicia mediática de tacones altos y salón de belleza, preocupada por la apariencia y por el qué dirán. Los mismos comunicadores que mandan de vacaciones la vergüenza y se dedican a decolorar el espíritu y el sentido de la realidad.
Pero hay una luz propia, espontánea, casi corpórea, es la impecable luz de la sabia intransigencia popular que no compra tal engaño. Los muchos atrincherados en la razón que contraponen la esperanza de la calle para sacudir a los adormecidos y los masoquistas. Los muchos que, con inteligencia y tino, nos oponemos al cinismo mediático.
Con esa energía es posible desmantelar la falsedad publicitaria y lograr que muchos adviertan, cómo debajo de esta perfección propagandista, hay claras señales de algo más. Algo que quieren esconder, y no es otra cosa, que las salvajadas del capitalismo neoliberal.
Somos mayoría quienes desechamos las reglas del juego publicitario. Y nos imponemos como un trueno desde la calle beligerante. Somos mayoría los que ya no creemos cuentos e inventamos formas originales de relacionarnos con la política y la sociedad. Somos mayoría los que apoyamos a Chávez y, cortopunzantes, creamos el pájaro de la conciencia, para que vuele alto.