En la casa de la infancia hubo muchos libritos insulsos: catecismos, atalayas, e imperiosas revistas de credos que anunciaban la vida eterna. Advirtiendo sí, con escándalo cortante, que era el último llamado y quien no despabilara los oídos, ardería forzosamente en las pailas del infierno.
Nuestros parientes, crédulos y atemorizados, acostumbraban creer esas historias y durante fatídicas temporadas, “nos pusieron a recitar oraciones pordioseras” como alguna vez afirmó, lapidario y certero, el poeta colombiano Gonzalo Arango.
Sin embargo, como el paraíso jamás termina de llegar y el infierno de las exigencias cotidianas invariablemente nos persigue, los nuestros siempre retornaron a sus rutinas salvadoras.
Pero, también guardaron una candidez inmensa, la ingenuidad de esperar que reaparecieran los desvergonzados místicos a removerles el incierto convencimiento de una bienaventuranza inminente.
Esa parentela incauta jamás se atrevió a cuestionar el fondo del asunto: la cháchara estafadora de patrañas religiosas. Se trataba de creer y punto, aunque dogmas y creencias no resistieran las iluminaciones de un tiempo donde los más jóvenes cuestionábamos la anquilosada legitimidad de doctrina infalibles.
Los vaivenes de la política suele tener extraordinario parecido con la moraleja del cuento. Ya que, en el ámbito político es difícil distinguir entre verdad e hipocresía. En medio del huracán social es difícil pensar quien es quien, de dónde se viene y hacia dónde se va.
Esto ocurre principalmente por la eficacia mediática encargada de la disolución virtual de las diferencias, los medios suavizan las contradicciones flagrantes hasta lograr que no sepamos dónde está la divergencia entre ficción y realidad. Y así nos creamos el cuento de que la política es equitativa e indefinida.
Pero sabemos que la política no es neutra, no existe tal posibilidad. Al contrario, la política y los políticos siempre representan ideologías e intereses de clase. Entonces toda política está colgada de directrices y escapa a reducciones maniqueas de buenos y malos. Es clarísimo, hay que preguntarse a quién o cuáles intereses representan los partidos y sus dirigentes y, por supuesto, su candidato.
De modo que, de cara a las próximas elecciones, toca desechar las visiones tristemente sencillas, esas que evitan las complejidades y se ramifica hacia esferas ilusorias para entramparnos en el discursito del joven demócrata bien intencionado, con el cual quieren ocultar la faz verdadera del mesiánico candidato de la oposición derechista.
La realidad es como un remolino iridiscente, y nos advierte del tajo furtivo oculto en los postulados neoliberales que personifica Capriles, los cuales plantean: reducir el estado, eliminar los subsidios, liberar las tasas de interés, reducir salarios, disminuir inversiones en salud y educación, y llevar la edad de jubilación hasta los 70 años, entre otras lindezas.
A fin de cuentas Capriles Radonski propone que hagamos el ridículo histórico, que votemos para restaurar los privilegios de las clases dominantes tradicionales, abriéndole puerta franca a la infame voracidad del capital transnacional. Que volvamos al tiempo del espejito, al engaño cruel de la flaca esperanza.
Aquí es donde pesa la habilidad del pueblo para ver más allá del estiércol. Cuestionando a fondo. Valorando el bienestar social alcanzado. Razonando la dignidad implícita en la lucha por construirle alternativas a la barbarie capitalista.
En efecto, mantener el poder popular es asunto de todos y de cada uno. Es razón de patria a pesar de las imperfecciones. Es darse cuenta del alcance planetario de la rebelión que encabeza Hugo Chávez. Es cuestión de conciencia clara y corazón montaraz.
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