El ambiente político está plagado de pésimas enseñanzas éticas. En todas partes proliferan ladrones y estafadores que “triunfan” gracias a eso. Así es como se fraguan ídolos dañinos cuya impronta influye nocivamente sobre la militancia y la sociedad en general. Invitándoles a reproducir el fraude que ven por todos lados.
Por eso no debe extrañarnos tropezar con gente cuyo oficio principal es acomodarse a la aburrida existencia burocrática. Amoldándose con impresionante frialdad a cualquier situación, por bochornosa que sea, siempre y cuando las circunstancias les garanticen la sobrevivencia como funcionario o contratistas.
Son practicantes habituales de falsedades y artimañas, y, desde luego, cómplices de cualquier abuso. Ellos combinan audacia y picardía, y también son capaces de entrar por el ojo de cualquier aguja apenas ruborizándose. Se cambian de partidos, avasallan cualquier filosofía, fundan franquicias políticas y luego las venden al mejor postor. Y así, chapotean albañales sin vergüenza alguna.
Esa gente, en la pedagogía social resultan pésimos ejemplos, en tanto hacen de la farsa y el fraude destrezas poderosas para alcanzar la movilidad social, desechando el valor del trabajo, el talento y la honestidad, que deberían ser auténticos faros sociales.
Sin embargo, cabe preguntarse, cómo y en qué contextos, comenzamos a legitimar socialmente esta clase de sociopatías, cuándo comenzamos a celebrar la prevaricación y a marginar la ética pública como el comportamiento esperado.
La respuesta está en los hilos invisibles de una sociedad cuyos valores principales son: el egoísmo individualista y la explotación feroz de las mayorías. La sociedad capitalista, perpetuadora de las miserias del hombre, y propagadora de subterfugios ideológicos como la viveza, que es un oponente eficaz de la fraternidad y al sentido de la decencia.
Detrás de la imposición de la lógica capitalista, siempre viene la coacción de una cultura y de una forma de ver el mundo. Así nos colonizan el alma. Por eso, para evolucionar, no es suficiente decir palabras como patria, dignidad, futuro y esperanza. Para evolucionar requerimos una conciencia distinta.
En este horizonte resulta alarmante cierta resignación colectiva ante las corruptelas. Pues un creciente sector político y social parece haberse insensibilizado, y hasta acostumbrado, a esas expresiones de podredumbre. Por tanto, aquellas infracciones a la ética pública que debería concitar el rechazo frontal de los ciudadanos, muchas veces terminan encubiertas por el manto cómplice de gentes que miran para otro lado.
El éxito de ésta desviación social se consolida cuando damos por sentado y juzgamos ineludibles esta clase de comportamientos. Entonces, cada vez y con mayor energía nos entrampamos en la tergiversación, un campo fértil donde prosperan las múltiples aristas de la corrupción.
Esta perspectiva resulta inaceptable, ante el hecho de que más de la mitad de la población comparte, abiertamente, el ideal Chavista de edificar una sociedad de nuevo tipo: el socialismo. Una nueva dinámica social que sólo será posible, si hacemos cambios radicales en la escala de los valores que nos rigen.
Es tiempo de honestidad con sabor a valentía, es el turno de contribuir a que se hable el idioma de la virtud social, a sabiendas de que es una condición imprescindible para revolucionar el mundo.
En tal sentido hay que denunciar vigorosamente a la corrupción como un asunto sistémico y, por tanto, la misma corrupción que salpica a la Mesa Ultra Derechista, - como en el actual escándalo de sobornos y financiamientos ilícitos,- de igual forma puede afectar muchas instancias del gobierno bolivariano.
La diferencia reside en que Capriles Radonski no puede demarcarse de la corrupción, por la sencilla razón de que él es el candidato de los banqueros, de los empresarios y, asimismo, de los testaferros de las transnacionales imperialistas. Es el candidato de la globalización capitalista, territorio de insolencias donde predomina el robo y el defalco, santificando por leyes y regímenes alcahuetas.
En el caso del Chavismo, es imperioso demarcarse de las corruptelas. Y, para ello, sigue pendiente un gran debate nacional sobre la patología social representada por la corrupción y la ineficiencia. Un debate que nos lleve a clarificar cómo se manifiestan, cómo actúan, cómo se reproducen, cómo nos afectan y, sobretodo, cómo combatir activamente esos males.
Algo es seguro, para superar el peligro que representa la truhanería política, es indispensable empoderar radicalmente al pueblo a través de la democracia participativa y protagónica. De otro modo, la lucha contra la corrupción será más bien una formulación demagógica. Y así transitaremos, riesgosamente, un filo que podría malograr la revolución bolivariana en el oscuro paisaje del cinismo histórico.
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