Declaraciones de Carlos Ball, entérese de como eran las relaciones de Granier con el gobierno de Lusinchi

Estimo necesario compartir con los lectores de Aporrea estas declaraciones que han llegado a mi correo y que al parecer corresponden a fragmentos de unas más extensas publicadas por el periodista y diputado Earle Herrera en su libro "Periodismo de opinión, los fuegos cotidianos", porque a través de las mismas se desnuda abiertamente la muy baja catadura moral del esposo de la dueña de RCTV, en momentos en que ese sujeto intenta mostrarse ante el país como el mayor ejemplo de virtudes ciudadanas y adalid de la libertad y de la democracia. No es ni lo uno ni lo otro, sino un tramposo comerciante para quien la libertad de expresión es sólo una mercancía más con la cual se pueden hacer jugosos negocios.

Son declaraciones, como lo verán, que no requieren ningún tipo de comentario:

“…Me encargué de El Diario de Caracas en enero de 1984 y desde el primer día el sindicato de periodistas me vio como el diablo. Diego Arria, fundador y anterior dueño del periódico, lo había dejado con una inflada nómina, como si se tratara de una dependencia estatal. Así es que el primer gran desafío fue equilibrar una operación, bajo la perversa inflexibilidad de las leyes laborales venezolanas y con líderes sindicales que me veían como un verdadero enemigo, cuando mi misión era sacar un mejor periódico y preservar tanto la inversión de los accionistas como los puestos de trabajo de los buenos y leales empleados.

Una madrugada, el jefe del sindicato de pregoneros atravesó su Cadillac a la salida de los camiones de El Diario, impidiendo la distribución del periódico ese día. Para mí fue una inolvidable lección sobre la inseguridad jurídica en Venezuela. Ese señor tenía mejores contactos políticos que yo, por lo cual sentía que podía hacer lo que le viniera en gana para conseguir mayores ingresos.

Otro constante obstáculo fue que muchos periodistas no sabían escribir y que su idea de entrevistar a los políticos era prender la grabadora, para luego reproducir todas las necedades que suelen decir. Si yo enseñara periodismo, lo primero que le inculcaría a los estudiantes es la necesidad de informar con claridad y desinflarle el ego a los políticos que se sienten dueños del país e irradian hipocresía por cada poro.

Pero todos esos eran obstáculos contra los cuales se podía luchar, ganando unas y perdiendo otras.

El verdadero obstáculo hizo su aparición cuando Lusinchi mandó a meter preso a Rodolfo Schmidt, por cosas que había escrito y que molestaron mucho a Miraflores, por ser verdad. Los embustes no pican. Cuando Rodolfo llevaba dos meses preso, me llegó un mensaje muy claro: su libertad a cambio de que El Diario de Caracas dejara de publicar las columnas de José Vicente Rangel y de Alfredo Tarre Murzi (Sanín).

Una segunda condición fue la suspensión de cuatro investigaciones de corrupción gubernamental y de la policía que entonces adelantábamos en el periódico.

Mi primera reacción fue tirar la toalla y regresar a mi negocio de arrendamiento de vehículos, donde me había ido muy bien a lo largo de 12 años porque jamás le arrendé al gobierno. Pero irme hubiera significado una doble victoria para Miraflores. Un viernes por la tarde me reuní en mi oficina con Rangel y Sanín para decirles exactamente lo que estaba sucediendo y anunciarles que nuestra primera obligación era con Rodolfo, por lo cual ambos quedaban suspendidos. El martes siguiente Schmidt fue puesto en libertad.

El gobierno de Lusinchi pretendía que la prensa actuara como relacionista del gobierno, repitiendo como loros la información "veraz" de la OCI. De esto se aseguraban pasándole subvenciones por debajo de la mesa a ciertos periodistas claves, bastante superiores al sueldo que recibían por nómina. Y la publicidad estatal dependía en gran medida del rastracuerismo y la ceguera frente a los abusos y la corrupción de los poderosos.

Para mí, lo más difícil de mi trabajo era tener que ir de vez en cuando a Miraflores. Recuerdo que como Tesorero del Bloque de Prensa tuve que asistir a una reunión con Lusinchi y su gabinete económico para discutir las dificultades en obtener dólares para la importación de papel. Bajo el control de cambio sólo se obtenían dólares pagando comisiones a los funcionarios. Luego de explicarle al presidente que sin dólares no había papel y sin papel no había periódicos, el presidente Lusinchi con tono de supremo bienhechor dio instrucciones a los ministros presentes de eliminar todas las trabas respecto a los dólares a los miembros del Bloque de Prensa. Mis colegas sonreían de oreja a oreja, mientras yo pensaba en los miles de comerciantes sin acceso al palacio y a quienes nosotros, los miembros del llamado Cuarto Poder, teníamos la obligación de defender.

Pero lo que sucedió seguidamente fue mucho peor. Lusinchi dedicó más de dos horas a despotricar contra El Diario de Caracas, donde según él su gobierno era atacado hasta en las páginas deportivas. En tres o cuatro ocasiones le dije que estaba equivocado y en sus ojos vi la sorpresa de que alguien osara contestarle.

Mayor sorpresa fue la mía al día siguiente, cuando informé detalladamente lo sucedido a los dueños del periódico y uno de estos me dijo: "Carlos, tienes que aprender que al Presidente no se le replica".

Cuando publicamos en primera plana las maniobras iniciales de Carmelo Lauría y Alvarez Stelling para ponerle la mano al Banco de Venezuela, el Secretario de la Presidencia me mandó a decir que él no le tenía miedo al director de El Diario, por lo cual yo publiqué el 12 de octubre de 1986 un artículo titulado "Carmelo, yo sí te tengo miedo".

Con inusitada frecuencia, a media noche, venían a visitarme en el edificio en la Urbanización Avila, donde yo vivía, agentes del Impuesto sobre la Renta. En la caseta de la CANTV, frente a mi edificio, estaba escrito con brocha el nombre "Bol".

A medida que la circulación de El Diario aumentaba, bajaba la publicidad. Primero, perdimos virtualmente toda la publicidad del gobierno y de las empresas del estado y, luego, la publicidad de las grandes empresas que hacían negocios con el gobierno.

Para mí, el comienzo del fin ocurrió en marzo de 1987, cuando me tocó presentar a la Sociedad Interamericana de Prensa, reunida en San Antonio, Texas, el informe de Venezuela en la Comisión de Libertad de Prensa. Allí enumeré los abusos del régimen de Lusinchi y la intención del gobierno de instalar una planta para la elaboración de papel prensa, con el fin de seguir el ejemplo del PRI mexicano y controlar la prensa por medio del suministro del papel.

No tengo ninguna duda que ese era el único fin del proyectado molino de papel, que iba a costar 400 millones de dólares, para darle empleo a apenas mil personas. $400.000 por puesto de trabajo, cuando la industria privada venezolana creaba un empleo nuevo invirtiendo apenas $10.000 y el sector informal con $500.

Cuando regresé a Caracas, fui informado que en lo sucesivo le reportaría a Hernán Pérez Belisario, vicepresidente del grupo Radio Caracas Televisión. El problema para mí fue que Hernán era íntimo de Blanca Ibáñez, quien inclusive –según información recabada– entonces tenía participación en la empresa de Pérez Belisario, la cual le fabricaba todos los teléfonos a la CANTV.

Lo primero que mi nuevo jefe me dijo fue que no veía la necesidad de que El Diario publicara editoriales todos los días. Después de todo, El Universal no lo hacía. Pero como no eliminé el editorial, me ordenó leérselo por teléfono cada noche, para así asegurarse que no hubiese crítica alguna al gobierno.

Eso a menudo significó que a última hora había que volver a escribir el editorial, cuando lo que me provocaba hacer era dejar el espacio en blanco, como entonces lo hacía frecuentemente La Prensa de Nicaragua por la censura del gobierno sandinista. La autocensura es algo más despreciable aún.

A los pocos días, Pérez Belisario me informó que estaba preparando un desayuno en El Diario en honor de Lusinchi y Blanca. Inmediatamente le dije a Marcel Granier, quien originalmente me había traído a El Diario, que yo respetaba demasiado al periódico como institución para recibir, en mi calidad de director general, a una señora que todo el mundo sabía que controlaba los negocios sucios del régimen.

A las 4:30 p.m. del miércoles 13 de mayo de 1987, Hernán Pérez Belisario entró a mi oficina para decirme que estaba despedido y que sacara mis corotos porque el presidente Lusinchi venía ese viernes a desayunarse en el periódico.

El problema era que estaba de por medio la renovación de la licencia de transmisión de Radio Caracas Televisión, dueña del periódico, y el precio aparentemente fue mi cabeza.

Ese viernes, mientras Lusinchi sonreído escribía a máquina en la Redacción del periódico una frase famosa que fue publicada en primera plana al día siguiente, "Es pecado hablar mal del gobierno", yo estaba en el Tribunal Quinto de Instrucción, donde el juez Ramírez Colmenares me dijo. "Dr. Ball, yo aquí no veo gran cosa, pero usted comprende, tengo instrucciones de arriba".

Yo estaba siendo acusado de acaparamiento de vehículos, con el supuesto fin de beneficiarme de un aumento de los precios regulados, en una empresa que había dejado de dirigir en diciembre de 1983. Esa noche, cuando llegué a casa, Anita mi esposa me dijo: "vámonos, ahora que no tienes el periódico respaldándote vas a terminar preso". Emigramos a Estados Unidos y, poco después, los cargos contra mí fueron retirados.

Debo agregar que en 1987 El Diario de Cararas ganó el Premio Nacional de Periodismo.”


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Iván Oliver Rugeles


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