“Debo dar gracias primeramente a Dios, después al Comandante Chávez y ahora a mi Presidente Maduro, por esta casita que me dieron”(Es el saludo normal de la persona que recibe una vivienda, según lo refleja la televisión). Nadie sabe el trabajo que pasé con mis hijos. Pase muchos años de mi vida pagando alquiler. Temblaba cada vez que alguien tocaba a la puerta, porque creía que era el dueño que venía, con sus agallas, a pedirme aumento o lo que era lo mismo, a pedirme que desocupara la casa.
Puedo dar fe, de todos los atropellos a los que fui sometido como inquilino. ¡Quién iba a creer que detrás de aquella refinada señora, con pinta de filosofa, había una cuaima? Nunca me regresó el depósito que le entregué para poder ocupar la casa. Y además, no nos dejaba en paz con una revisión diaria de la misma.
Una vez conseguí un mamarracho de casa, barroca (Era de barro, no de estilo), en donde dormíamos con el cuello forrado en trapos. Pues, había demasiados murciélagos y cuando uno ha visto películas de Drácula, lo mejor era estar mosca. Además, tuve que invertir en tobos y bañeras para “parar” las goteras que caían cuando llovía
Si la casa era de platabanda, entonces los dueños querían que les pagáramos en dólares, como en las grandes ciudades. Entonces, alquilar una vivienda representaba y debe representar en estos momentos en dinero, el equivalente a un ojo de la cara y el otro al depósito por la misma. Si buscábamos un apartamento o una casa quinta, había que sumar hasta los ojos del perro, para ver si alcanzaba para el depósito. De paso había que enfrentarse a un abogado, que al verle la cara, ya uno estaba asustado.
Una vez, en época de verano, conseguí una casita aparentemente cómoda. Pero luego comprendí que era “Pura pinta”. Vivimos allí una odisea tipo Spielberg, el director de cine, famoso en esa época. Mientras dormíamos, cayó un torrencial aguacero. Teníamos el agua al cuello. Perdí el rastro de mi familia. Como pude, como un balsero cubano, valiéndome de pedazos de madera y tubos de una cama, pude construir una balsa que me llevó desde el dormitorio principal hasta la cocina, no sin antes atravesar una zona infestada de “Tiburones” que entraban por el baño, hasta que apareció un vecino que como un Guardacosta Norteamericano, me lanzó un mecate por el cual llegué al borde del piso del patio. Mi alegría fue grande cuando vi, sanos y salvos, a mi esposa e hijos, quienes habían logrado salir del peligro, remando en una bañera grande, donde se lavaba la ropa.
El colmo fue que la dueña de la casa nos pidió desocupación sin reconocernos las perdidas. Por esto que cuento, es que le doy las gracias al gobierno, por la casita que nos dieron”