Juan Rohl fue un escritor, crítico de pintura y escultura, hombre desconectado de la realidad venezolana para quien el mundo era la paz y la prosperidad de los oligarcas de nuestro país. El libro que mejor lo define es su biografía sobre Ricardo Zuloaga.
Fue el señor Rohl autor de “Historias viejas y cuentos nuevos”- Editorial Elite- “Letras y Colores”- Editorial Mundial, México-; “La Pequeña Historia” -Editorial Arte-; “Polémicas Agridulces” -Editorial Vaher, Madrid-; “501 pequeñas historias” -Editorial Monte Ávila Editores C. A.-, y biografías sobre Arturo Michelena y Ricardo Zuloaga.
Fue Académico correspondiente de la Real Academia de San Fernando en Madrid (1960); fundador de la Sociedad Amigos del Arte Colonial; segundo Presidente del Museo de Arte Colonial en el año 1943; 18 años como jurado del Premio Nacional de Pintura y Escultura del Museo de Bellas Artes (1935-1953); Embajador en Suiza, Austria y Yugoslavia (1955-1958, con don Marcos Pérez Jiménez), y lo que fue más importante para él, laboró en la Electricidad de Caracas por 34 años (1920-1954).
Tuvo además muy buenas relaciones con los franquistas españoles.
En la biografía de Ricardo Zuloaga, Rohl estampa bárbaras cursilerías como las siguientes: “El virtuoso sacerdote, presbítero Santiago F. Machado, cuyo nombre perdura como uno de los más grandes filántropos de nuestro país, debido a las obras que patrocinó en pro de la infancia desvalida, sentía por Ricardo Zuloaga una gran estimación que éste le retribuía en la misma forma. De más está decir que la buena amistad que entre ambos existía, unidos como estaban por idénticos propósitos caritativos, no impedía que Zuloaga se chanceara continuamente con su amigo, tomando como tema obligado las creencias de cada cual.
“Las bromas eran a veces bastante pesadas, como solía hacerlas Zuloaga, y entre otras muchas, recordamos la siguiente:
“El padre Machado regentaba el Asilo de San José del Ávila y para alcanzar a sostenerlo, importaba de Europa medallitas, rosarios y otros pequeños objetos religiosos que vendía a la entrada del Asilo. Como esa “mercancía”, llamémosla así, pagaba altos derechos de aduana, el padre Machado imaginó una triquiñuela para burlar el pago de los impuestos, y fue el de traer una imagen de la Virgen del tamaño natural, atiborrada en su interior de aquella quincallería religiosa.
Llegó a oídos de Zuloaga el cuento, quizás por habérselo relatado el propio Padre, y un día al encontrarse en plena calle con su amigo, Zuloaga le grito de acera a acera, para que le escucharan los transeúntes:
-¡Ah…! ¡Padre Machado…! ¿Cómo está su Virgen preñada…?” (Págs. 170,171).
En la misma biografía de Ricardo Zuloaga, leemos estas insólitas tonterías: “Mujica, ingenuo e ilusionado con la agradable posibilidad de heredar, estaba a punto de caer en el garlito, cuando llegó el asunto a oíos de Zuloaga, y éste ordenó a su empleado no dar un paso alguno sin consultarle.
“Zuloaga descubrió que en verdad se trataba de un intento de estafa, y convocó al presunto timador haciéndole creer que iba a entregarle el dinero que pedía, pero al parecer ante él, lo increpó públicamente echándole en cara la mala acción que pensaba cometer, en forma tan vehemente que el despachado truhán se apresuró a marcharse todo corrido.
“-Mis empleados- le dijo después a una persona que había presenciado el suceso-, son como hijos míos. Más me duele cuando los engañan, que cuando me engañan a mí.
“Esta es una muestra, entre miles, del interés que demostraba por todo cuanto atañía a las dificultades económicas, físicas o monetarias de sus empleados.
“Pocos meses antes de morir, llegó a las oficinas de la Compañía un obrero de la Planta con una llaga en la rodilla; Zuloaga le hizo pasar a su escritorio, dio órdenes a un empleado de traer una palangana con desinfectantes, se arrodilló ante el hombre, y personalmente le curó la pústula.
“Y con el mismo espíritu de bondad hacia las miserias del prójimo, cierta vez, al pasar por el pueblo de Petare, se fijó en un infeliz que caminaba con dificultad. Lo llamó a su lado, y al cerciorarse de que el pordiosero tenía los pies plagados de niguas, con sus propias manos se puso allí mismo a extirpárselas.” (Págs. 180-181)
Sigue Rolh con estas otras lindas simplezas: “Unos días más tarde, al telefonear desde una de las Plantas preguntó por el pequeño enfermo, y el guarda de turno le dio la triste nueva de su fallecimiento. Y contaba el empleado, que escuchó por el teléfono cómo Ricardo Zuloaga prorrumpió en un llanto incontenible.
“Este amor y respeto por los niños, lo mostraba a veces en forma violenta e inesperada, si se presentaba el caso de tener que defenderse.
“Un día, durante una de sus frecuentes visitas de inspección a la Planta Mamo, estaba durmiendo la siesta en un chinchorro, cuando fue despertado por el llanto de un niño. Saltó al suelo y fue a inquirir la causa de aquellos gritos, y el muchacho le dijo que alguien le había pegado. Zuloaga hizo comparecer a la persona en cuestión –una señorita prima de la maestra de escuela, de vacaciones en casa de su pariente- y le preguntó el motivo de la golpiza.
“-Lo castigué porque estaba haciendo ruido y lo iba a despertar a usted… -contestó la joven.
“Escuchar esto y comenzar Zuloaga a gritar encolerizado, fue todo uno:
“-¡Váyase inmediatamente para Caracas…! ¡En el acto…! ¡Le doy media hora de plazo para salir de aquí…!
“Y no estuvo tranquilo hasta verla marchar.
“Zuloaga creó en El Encantado una escuela gratuita, no sólo para los hijos de los empleados, sino también para los de los vecinos más inmediatos. Años después, al adquirir La electricidad de la empresa eléctrica propietaria de la Planta de Mamo, uno de sus primeros pasos fue fundar allí otra escuela semejante a la de El encantado. Ambas eran motivo de sus continuos desvelos y atenciones. Asistía a los exámenes, y si no podía hacerlo personalmente, enviaba un sustituto.
“Al observar un día en la lista de asistencias de la Escuela de El Encantado la falta demasiado frecuente de uno de los chicos, convocó al padre para informarse de la cauda de aquella impuntualidad. El pobre hombre excusó a su hijo explicando que la falta se debía a que el niño no tenía calzado alguno, y que el exiguo jornal por él ganado no le alcanzaba para comprarle ni siquiera un par de alpargatas. Eso, agregó, originaba que sus condiscípulos, con la inconsciente injusticia –por no llamarla maldad- propia de la infancia, se burlaban de su hijo hasta hacerle llorar, cuando se presentaba descalzo a la escuela.
“¿Pasó por la mente de Zuloaga en ese momento el recuerdo de su propia niñez desvalida, cuando su cuñado Pancho Romero no había podido llevarle a la Iglesia de Santa Teresa del Tuy, para confirmarlo, por impedírselo el mismo motivo, la falta de zapatos? ¿De que por la misma causa a la edad de doce años era todavía un analfabeto?
“Es bastante probable… Pero lo cierto del caso es que resolvió el problema de una manera inesperada y salomónica. Ordenó que en adelante todos los muchachos entraran a la escuela descalzos. Aquellos que se daban el lujo de poseer zapatos tenían por fuerza que dejarlos alineados a la puerta del plantel.
“Este episodio, donde muchos sólo han visto su aspecto jocoso, nos muestra, al contrario, la honda conmiseración que sentía por las miserias humanas, y especialmente por la infancia desvalida. En este caso procedió cuerdamente, pues no cabía dentro de sus posibilidades regalarles zapatos a cuanto muchacho careciera de ellos.” (Págs. 184-186).
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