Todos hemos tenido esa rara impresión, esa vívida sensación de irrealidad, esa certeza incrédula de que esto que vemos ya lo habíamos vivido o soñado antes. Más que agradable o desagradable, es visceralmente rara, como si le diéramos entrada a nuestro sentido de realidad, a todas esas imágenes terribles de la locura o de una nota de ácido piche. Ese sentimiento marea. Es como el recuerdo confuso de una borrachera. Eso es lo que siento yo cuando escucho anuncios como los carnets de la Patria, la reconciliación con Mendoza y Dorado en el diálogo, la apelación al “empresariado patriota” para “reactivar el aparato productivo”, y cosas así. Pero, no. Sacudo mi cabeza y me formo un peo. Estamos en otro mundo. ¡Sitúate!
Situémonos. Hay que ser coherentes. Frente a las gesticulaciones o el histrionismo vacío de una oposición inepta (¿o colaboradora? Sus yerros también parecen irreales), cuando los discursos son gritos llenos de fórmulas hipercodificadas, ante una situación de “equilibrio de fuerzas”, cuando ninguno de los dos contrincantes podía acabar con el otro, cuando los dos lucen entrampados por su propio discurso confrontador que quiere descargar la culpa de la situación en el otro (el gran Otro: la vaca, el imperialismo, la burguesía rentista, la burocracia…cualquier Otro sirve, hasta el Absoluto de Levinas), cuando después de los insultos el siguiente paso sólo podían ser los coñazos o los disparos, en fin, cuando el punto de fuga de la perspectiva, la que organiza los objetos en la profundidad del plano del dibujo, es la guerra civil, ese fantasma que se nos aparece traído directamente de nuestro siglo XIX, en el momento en que la Constitución se había convertido en un desorbitado texto surrealista, había que plantearse un diálogo porque, por supuesto, no quiero caerle a plomo al vecino, ni que él me caiga a plomo a mí. Tal vez la dieta a la que nos vimos sometido contribuyó a esta mala nota. Parece de película de terror el aumento semanal de los precios y las colas que hemos tenido que hacer para sobrevivir.
Ese diálogo, además, era para, no sólo, hacer que el leviatán del estado medio funcionara y así evitar la guerra de todos contra todos, sino también para que sobreviviera esto que llaman democracia, y tratar de conquistar con vano afán todo este tiempo perdido, como entona al borde de las lágrimas Pablo Milanés. No se pedía más. O, sí: que no subieran tanto los precios, que se consiguiera la comida y las medicinas.
Pero ocurrió que todo fue una mamadera de gallo. Que nunca perderíamos nuestra capacidad de sorpresa. Y, como para sorprendernos más, vino ese episodio de la guerra de los billetes, cómico, absurdo, delirante, más exorbitante que los Simpsons o los tres chiflados, más irrisorio que la extinta radio Rochela, en el cual nadie supo por fin dónde estaban los billetes (la Curcio decía que estaban en el Banco de Colombia, los agentes secretos de El Aisami decían que los estaban vendiendo en Europa unos mafiosos internacionales), cuántos eran (Maduro dio tres versiones de la cantidad de billetes que habían desaparecido) para qué se fueron (los billetes sirvieron para desde falsificar dólares hasta para capitalizar el próspero negocio de los bachaqueros, pasando, claro, por tumbar el gobierno); mucho menos dónde y cuándo estarían los nuevos billetes (el nuevo cono, tan disponible para el obvio chiste de mal gusto, referido a la vulva de nuestras progenitoras).
Por eso, después de la guerra de los billetes (detrás de la cual se encontraba el nuevo vicepresidente, de evidentes aptitudes para jefe de un servicio secreto tipo CONTROL, el del superagente 86, como él mismo se encargó de narrarlo), decidimos respirar hondo, decir om, y meditar. Fue ahí cuando tuvimos la Iluminación. En resumen apretado, estas revelaciones llegaron a mí: a) esto ya no marcha hacia el socialismo, b) la diferencia del chavismo con el reformismo adeco, que Luís Britto García reducía a la conciliación de clases, ya no existe, c) la locurita de la oposición política muestra un vergonzoso delirio e ineptitud, muy coordinada con el diálogo de la burguesía con Maduro, d) el "aparato productivo" que pudiera reactivarse (si lo hace) es el mismo subdesarrollado y dependiente de siempre, mantenido con un proteccionismo rentista tipo adeco; e) no hubo revolución; se llamó así a un asistencialismo bien intencionado, sólo sostenido por un barril a más de cien.
Me resistí, me resisto aún, a estas revelaciones venidas de algún rincón del Nirvana. Porque todavía faltaba una, que escribiré ahora, con los dedos temblando, con todo y sus considerandos, porque es mucho con demasiado: si la fusión Partido-gobierno es idéntica a la que ensayó Lusinchi, si la Unión Cívica Militar se parece a la que intentó Betancourt en el 1945 para iniciar su “revolución” de obvios avances populares democratizadores, si ahora habrá un carnet chavista para que le vendan a uno la bolsa de los CLAP y eventualmente chapear por ahí, si se trata de dialogar con los empresarios, con Mendoza, si ahora Carlos Dorado es el defensor de la política cambiaria del gobierno, si se ensaya el policlasismo como nos muestran las declaraciones de los jefes sindicales, ha brotado de nuestra piel, como el sudor, como ese espíritu que es la merengada de nuestras tradiciones políticas, nada más y nada menos que EL ADECO PRIMORDIAL.
Por eso parecía que esto ya lo habíamos vivido o soñado. Simplemente porque efectivamente lo hemos vivido y, peor, soñado (las pesadillas también son sueños). Entonces ¿por qué toda esa sensación de irrealidad? Ah, porque nos habíamos creído (¡qué estúpidos y locos!) que la historia de Venezuela había comenzado en 1999.