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Apenas don Leopoldo López llegó a su residencia en Madrid, en el espectacular Barrio de Salamanca, a un suntuoso apartamento de 1.500 metros cuadrados (con dos oficinas incluidas) tan espacioso y lujoso como el de su padre, lo estaba esperando todo un tren de contadores, de administradores, secretarios con evaluaciones financieras de vértigo, con una apretada agenda de reuniones con empresarios norteamericanos, alemanes, franceses, españoles, árabes, ingleses, suizos, austríacos, portugueses…; con todo un promontorio de acuerdos, contratos, balances bancarios y comerciales, pagarés, cotizaciones de sus bienes y negocios en las bolsas europeas y de Nueva York. Sin contar con las urgentes demandas de encuentros con políticos y representantes de la cúpula eclesiástica hispana e italiana, a la que tanto les debe por su libertad. Eso sí, y había sido una de sus órdenes tajantes: no estar para perder el tiempo atendiendo connacionales, tratase del pelaje o de abolengo que fuese, porque sencillamente no les tenía confianza a ninguno de ellos.
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Durante todo el trayecto, desde que salió de la embajada de España en Caracas, desde que tuvo que internarse por montes y playas, cogiendo lanchas, motos, carros y aviones, una sola cosa ocupaba sus pensamientos: "¿Qué carajo habéis hecho Juancito con todo el platal que se os ha entregado y que vos has manejado? Platal, que de paso, sólo se ha conseguido, ¡reconócelo!, gracias al portento de mi labor, de mi resistencia, a mis dolores y sacrificios, a mi constancia, a mis reconocimientos, honores, y a mis contactos en el mundo entero".
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En todas las comunicaciones que tuvo por su celular: el tema obsesivo de Leopoldo fue el de las finanzas del gobierno interino que, como insistimos, se le debe única y absolutamente a él. Rondándole, quemándole, remordiéndole el cerebro esa difusa concentración de capital, tan descomunal, recibido por el tren administrativo de Guaidó sin control de ningún tipo: ¿dónde están esos activos?, ¿qué han hecho con ellos?, "siendo yo, quien se ha quemado realmente el pecho por intentar restaurar la democracia soportando vejaciones y una prisión como ningún otro de mi partido lo ha sufrido, y sobre todo siendo yo el soporte absoluto de Guaidó para que éste ocupase la presidencia, viajase por el mundo como un potentado, se entrevistase con el presidente Trump en la Casa Blanca,…".
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"-Yo quiero que se aclaren de inmediato esas cuentas porque sé, estoy profundamente convencido, que en muchos puntos existen grandes lagunas y en muchas entregas se aprecian sustanciosas entradas de capital en la que se me ha dejado por fuera. No se me ha enterado, tampoco, que es lo peor, de cuentas y valores de activos menudos regados por todas las islas del Caribe, en Panamá, Costa Rica, Honduras y El Salvador. No se trata de prepotencia ninguna, pero sí debo refrescarle la mente y la memoria a mucha gente: quiérase o no, represento el símbolo de una resistencia, de una lucha frontal muy aguerrida, de un sacrificio memorable sin parangón en los anales de nuestra historia desde que mis antepasados con el Libertador Simón Bolívar a la cabeza de sus próceres, independizo Venezuela… entiéndase".
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Hay una similitud espectacular de esta fuga, con el regreso de Francisco de Paula Santander en 1832 a la Nueva Granada luego de su exilio dorado. Al tocar en el Puerto de Cartagena, el liberal Santander pegó el grito en el cielo exigiendo el pago de sus sueldos atrasados, y de inmediato se dirigió al ministro de Hacienda, rogando que no tartdasen en pagárselos: "- quién, cuándo y en dónde me pagan. Yo tengo derecho de reclamar una declaratoria explícita en el particular, aun cuando fuera dueño de una inmensa fortuna; pero es mucho más fuerte este derecho después de todos los perjuicios que he sufrido desde 1828, arbitraria privación de sueldos que la ley y mis servicios me habían dado, costos en mi expatriación y regreso al país, saqueo e injuria de mis bienes raíces y todos los males de la persecución", reclamaba prepotentemente.
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Recalcaba aquel grandísimo traidor y asesino de Francisco de Paula Santander en 1832: "Yo no quiero gravar al Estado, ni pensionar a los ciudadanos en los gastos que tengo que hacer hasta llegar a mi casa, si el gobierno, consultando sus circunstancias, me hace pagar los sueldos que por delicadeza hasta el funesto 7 de noviembre de 1828, y los que, como general fuera de servicio activo, me corresponden desde junio del año pasado. Sírvame usted darme Sr. Ministro de Hacienda, una contestación clara en el particular, distinguiendo el sueldo adeudado como Vicepresidente de la República de Colombia en ejercicio del poder ejecutivo y fuera de él, el sueldo de General de División en servicio activo, después que fui destituido de la Vicepresidencia, hasta la famosa sentencia de 7 de noviembre, y el sueldo que actualmente disfruto... pero eso sí, requiero que paguen ya lo que se me adeuda…".
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Aquellos santanderistas de ayer son idénticos a los de hoy: su único fin en la política es el negocio, la plata, los bienes que deben acumular para ser alguien en este mundo, porque así conciben en fin del ser humano por su paso por la tierra. Todos hechos a la medida de la filosofía de don Jeremías Bentham. Eso es lo nuevo, y así fue alguna idea del gobierno liberarlo para que se produjera esta pavorosa guerra interna con el Interino y sus secuaces, no queda la menor duda de que entonces ha sido una salida genial.