Por primera vez en nuestra historia (en los meses de diciembre del 2002, enero y febrero del 2003) una gran masa de presentables delincuentes, autodenominados “empresarios”, recibieron la más grande lección de sus vidas. Siempre habían sido las nenas intocables y mimadas de todos los gobiernos. Siempre habían conseguido cuanto se habían propuesto, ya fuesen con trácalas o argucias, con palancas o farsas. Apenas chillaban se les tendían alfombras de flores, y les montaban eventos para que mugieran en el Tamanaco o en el Hilton. Detrás de estas delicadas marionetas iban los portentos de los medios, listos para acuchillar sin clemencia al juez que osara latirles en sus cuevas, al ministro que les tocara sus privilegios, al partido que desconociera sus bien ganados atributos personales. Las cámaras de estos medios estaban atentas, cogiendo y grabando poses, hurgando en las vidas privadas de todos los funcionarios, con dossier ultra-secretos, pre-elaborados, que al menor desliz podían provocar escándalos y formidables revelaciones. “Yo so el Estado”, decía Fedecámaras; los recursos del país estaban allí para oír sólo sus propuestas, para servirles, para complacerles. Para eso tenía sentido el Estado, porque qué podía hacer éste sin sus conocimientos, productividad, sin sus presencias, experticias y valores. Si se viajaba para firmar convenios (que nunca se cumplían porque no estaban en condiciones para producir algo que valiera la pena) estaban ellos de primeros, agolpándose en los aviones del Ejecutivos, y tomando los hoteles cinco estrellas, con viáticos en dólares, por varias semanas. Todo lo recibían a pedir de boca, los créditos, los cuales no pagaban. Y tenían el concepto de que era el Estado, insisto, el que salía beneficiado de sus eminentes servicios, de sus “logros”, de sus contactos en el mundo, porque siempre estaban muy bien relacionados.
Aquellos “empresarios” vivían muy bien apañados dentro del cáncer económico y moral que durante un siglo de desafueros ellos mismos habían engendrado, y que se adoraba como a otro becerro de oro, enorme y espléndido tóxico florido: cáncer que pugnaba por hacer metástasis en todos los entes del Estado. Eran ellos el Estado mismo. Sin ese cáncer, el organismo todo, vida social, política y republicana fenecería. Había que cuidar aquel cáncer como lo más preciado de la propia democracia. Ponerle agua de colonia, talcos, algodones finos, delicados celofanes que lo recubrieran y lo hicieran parecer relumbrante y sano. Aquel cáncer debía acabar por ser lo más bello y extraordinario de cuanto habíamos engendrado en siglo y medio, y debíamos patentarlo ante las naciones que habían contribuido a alimentarlo, a darle esa forma sonrosada, tierna, viciosa, vidriosa y viscosa. Estados Unidos, entre los primeros, era el más protuberante sustentador de esta masa amorfa, revitalizada con pus y con muerte. Cada año, viajaban expertos de Venezuela para traer delicados cirujanos americanos para que le hicieran retoques, para colocarle guindas y drenajes.
Apenas Chávez entró a Miraflores, y le mostraron aquel cáncer, lo primero que hizo fue tratar de hurgar para ver qué había de salvable en su baboso y repelente cuerpo. “Nuestro problema, dijo el Presidente, es tratar de ver cómo podemos convivir con esta sentina, sin que nos inunde a todos”.
Comenzaron a mover aquella masa deforme que claro, salpicó al propio Presidente. Las presiones iban y venían exigiendo que no se siguiera tocando aquel monstruo. Que se cuidara el gobierno de estar aplicando Leyes Habilitantes que hicieran estallar este insigne tumor, muy conformado con sus gangrenosos ventrículos. Comenzó el forcejeo, y los “empresarios” comenzaron a moverse para hacerle entender al Presidente que cuidado con tocar el tumor, pues tal atrevimiento sería el inicio de una guerra a muerte. El presidente medio pulsó en bisturí, que ni siquiera llegó a romper la primera membrana, y de allí la riada de sangre infecta estremeció los nervios.
El tumor, agitado, comenzó a desmadrarse: Sus tentáculos y ramificaciones eran enormes fístulas representadas por Generales, obispos, asesinos mercenarios, miserables periodistas, casi todos los jueces, docenas de televisoras y más de mil periódicos; líderes sindicales que nunca habían trabajado pero convertidos en fortalezas con mucho dinero de una Central que manejaba mil millones de dólares (cuyos bancos y activos estaban desfalcados); con el apoyo de la CIA, OIT, de la SIP y de la CTV. Contaban con los dineros de PDVSA y millares de contratistas, y con su nómina mayor. Pues, estaba claro que la guerra no la podían perder, y cualquier matanza que ellos organizaran como parte de la trama conspiradora, con decir que el tirano Chávez perseguía montarnos otro “Mar de la Felicidad”, la comunidad internacional se indignaría contra el tirano y les apoyaría. Los apoyaría Bush y Aznar, la cadena de gobernantes títeres de América Latina. Pues bien, y se lanzaron con un paro criminal del comercio y un sabotaje especioso y brutal, desangrando la economía. Y gran parte del comercio, en la época en que más dinero podía mover se paralizó. Se perdieron miles de millones de dólares, quebraron miles de empresas y el desempleo fue brutal. Aunque es mucha la plata que tienen en el exterior, estos pícaros, al menos pagaron algunas lochas de lo que aquí siempre se habían robado. Pero así y todo ahora, tuvieron la desvergüenza de pedir dólares como en los tiempos de Lusinchi, ellos que tienen más dólares en el exterior que el propio gobierno. Porque eso sí, jamás tocan un solo céntimo de sus dólares, esos los tienen para el goce, para el sosiego, para el lujo de sus vidas. Echados en Miami, ven desde lejos los toros. Preguntan que vendrá ahora que la Plaza Altamira se hundió en el silencio. Preguntan que podrán hacer los medios, sus más preciados recursos. Preguntan qué será lo que podrán hacer los cowboys de AD con esas fulanas conquistas del Oeste. Preguntan si valdrá la pena seguir invirtiendo en un negocio que ya está tardando demasiado en dar resultados. Mientras se rascan y se echan aire, mientras campanean todavía un whisky y conversan en alguna barra, miran con desconcierto el negro panorama de otro combate. Están escépticos en que el Revocatorio les pueda servir para algo, porque de la pérdida del Revocatorio que está claro lo perderán, tendrían entonces que volver a las largas y estúpidas negociaciones con otras mesas. Están perdidos si la cosa no es sangrienta, sin no hay muchas muertes, si no se mata de una vez a Chávez. Maldito sea que tengan que volver al círculo de siempre. O sea.
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