Tras la aprobación en Diciembre de 2009 de la limitada y ambigua Ley para la “protección” animal en Venezuela, que a final de cuentas termina protegiendo el maltrato y la explotación en vez de combatirla, se han envalentonado de nueva cuenta los promotores y defensores de la tortura animal. Éstos han suspirado de alivio al saber que los espectáculos públicos fundamentados en la agresión a nuestros hermanos menores en el país, tendrán continuidad con la vigencia de la fulana ley. Su afición, pero sobre todo sus finanzas derivadas de la agresión a los animales, han quedado a salvo por ahora. Buena parte de dichos promotores están involucrados en la corrida de toros, espectáculo al que haremos referencia específica en este artículo, a propósito de la celebración de la Feria del Sol en Mérida.
Muchos venezolanos saben que en nuestro país hay funcionarios gubernamentales, ganaderos u otros personajes poderosos involucrados en la tauromaquia; pero lo que desconoce la mayoría es que algunos de los defensores y patrocinadores de la barbarie taurina en Venezuela forman parte de la élite eclesiástica. Traemos esto a colación debido a que uno de sus representantes en la ciudad de Mérida, donde se lleva a cabo por estos días el famoso Carnaval Taurino de América (Carnaval Sangriento), tuvo el descaro no sólo de admitir su gusto por el espectáculo, y de asegurar que una fiesta religiosa sin corridas pierde su esencia, sino que incluso argumentó que éstas son manifestaciones artísticas en las que el ser humano demuestra su “civilidad” y su “inteligencia” para someter a la fiera. Vaya contradicción con los principios cristianos y con lo que sucede realmente dentro de una plaza de toros. En primer lugar un verdadero cristiano no puede estar de acuerdo con la tortura y asesinato por placer de ningún ser vivo; nadie podría imaginarse a Cristo o a sus discípulos disfrutando hace dos mil años con un evento de tal naturaleza. En segundo lugar produce verdadero asco que alguien se atreva a señalar que una corrida de toros es un acto inteligente y civilizado, cuando la realidad es que se trata de una vulgar agresión sistemática, un espectáculo sádico donde la violencia es protagonista, donde la “superioridad humana” se impone a puyazos y a estocadas sobre la “inferioridad animal”. Algunos defensores de esta barbarie podrán filosofar lo que quieran, pero al final saben que una corrida de toros no es más que el ensañamiento del hombre disfrazado de “arte” o de “deporte”.
En verdad el vocero de la Iglesia Católica merideña no hace más que desvariar en su intento de defender un espectáculo que ya ha sido prohibido en diversas partes del continente americano, e incluso de España, y no queda dudas que tarde o temprano lo será en Venezuela. Para este funcionario religioso todo lo que se haga en nombre de Dios es válido, y representa un acto o un hecho lleno de “amor”, de “bondad”, y de “paz”, sin importar que se derrame sangre para satisfacer la perversión mental de unos cuantos individuos. Ahora bien, sí la Iglesia Católica ha justificado durante la Historia grandes empresas de Conquista y matanza, ¿por qué nos extrañamos que defienda la tortura animal en nombre de Dios?.
Irónicamente la Iglesia Católica, una de las principales instituciones promotoras de la barbarie taurina durante la Historia, también ha criticado e intentado prohibir el espectáculo en distintas épocas (incluso en algunos casos prohibió al clero disfrutar del espectáculo), y esgrimiendo diversos argumentos. Aunque pensamos que los sacerdotes taurófilos de Mérida y de Venezuela deben tener conocimiento de este asunto, es bueno que citemos en el presente artículo algunos comentarios al respecto, específicamente de la investigadora Beatriz Badorrey, de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de España (“Principales prohibiciones canónicas y civiles de las corridas de toros”):
“Desde su origen, las fiestas de toros han sido un espectáculo polémico. Por ello, a lo largo de la historia se han promulgado numerosas prohibiciones, tanto de derecho canónico como de derecho civil, que tenían como objetivo suprimir, en mayor o menor grado, los festejos taurinos. Ahora bien, sin duda alguna las prohibiciones más duras han sido dos: La bula de Pío V, amenazando de excomunión a quienes organizaran o participaran en corridas de toros; y la real pragmática de Carlos IV, prohibiendo absolutamente las fiestas de toros y novillos de muerte.
Los primeros ataques a las fiestas de toros proceden de la Iglesia. Y es que, en un principio la Iglesia condenó la práctica de diversas actividades lúdicas como la participación en el circo o en el teatro, por considerarlas impropias de un buen cristiano. La consecuencia fue que, al consolidarse en España las corridas de toros y ser consideradas en sus distintas variedades también como un juego, algunos teólogos católicos las relacionaron con los ludi romanos, concretamente con los juegos y espectáculos circenses. Y al hacerlo, como observa Caro Baroja (1984), la consecuencia parecía indefectible: el correr toros era cosa profana y, por tanto, condenable desde el punto de vista cristiano.
Muy similar es otra constitución promulgada en un sínodo celebrado en la catedral de Oviedo, entre los días 4 a 23 de mayo de 1553, bajo la presidencia del obispo Cristóbal de Rojas y Sandoval, que dice así: ‘Que los clérigos no vaylen, dancen ni canten cantares seglares, mayormente deshonestos, en missa nueva ni boda ni otro regozijo alguno, ni anden en cosso do corrieren toros ... so pena de quinientos mr., la mitad para obras pias y la mitad para el juez que lo executare, y mas que esten veynte dias en la carcel’.
También en el obispado de Burgos se trató la cuestión de las corridas de toros. En el año 1503 se celebró un sínodo presidido por el obispo Pascual de Ampudia. Por lo que se refiere al tema de los toros, la constitución 375 establece lo siguiente:
‘Que no se corran toros en los ciminterios de las yglesias, e que los clerigos no salgan al corro. Defendemos e mandamos, so pena de excomunión, a todas las personas de nuestro obispado que en los ciminterios de las yglesias del dicho obispado no se corran toros. E si corrieren en plaças o en otras partes, defendemos que ningun clérigo de orden sacra salga a los correr ni capear, so pena de un exceso a cada uno que lo fiziere, la meytad para el que lo acusare e la otra meytad para los reparos de nuestra carcel de Santa Pia’.
La bula de Pío V
El 1 de noviembre de 1567 Pío V promulgó la famosa bula De Salute Gregis, por la cual lanzaba excomunión ipso facto, es decir latae sententiae, contra todos los príncipes cristianos y autoridades, civiles y religiosas, que permitieran la celebración de corridas de toros en los lugares de su jurisdicción. Además prohibía a los militares u otras personas que tomaran parte en las mismas, ya fuera a pie o a caballo, llegando a negar sepultura eclesiástica a quien muriera en ellas. También prohibía a todos los clérigos, seculares y regulares, asistir a dichos espectáculos, esta vez bajo pena de excomunión conminatoria, es decir ferendae sententiae. Y, por último, anulaba con carácter retroactivo todas las obligaciones, juramentos y votos ofrecidos en honor de los santos o bajo cualquier otra circunstancia, que se celebrasen con fiestas de toros, pues esto no honraba a Dios, como ellos falsamente pensaban, sino las divinas alabanzas, gozos espirituales y obras pías.
El 15 de diciembre de 1567 escribía el cardenal Alejandrino, secretario de Estado del Vaticano, al nuncio del papa en Madrid, Juan Bautista Castagna una carta, en la cual se ordenaba la promulgación por toda España de la bula contra las corridas de toros. Unos días más tarde, el 28 de diciembre, se amplió esta orden a las Indias y a Portugal. El 23 de enero de 1568 el Nuncio Castagna comunicó la bula contra las corridas de toros a los arzobispos, ordenándoles que la promulgaran, y declarando que la causa de haber suprimido el Papa dichas corridas eran los abusos y muertes que en las mismas ocurrían”.
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