Quien esto escribe vive hace más de cuatro décadas en Barcelona, Estado Anzoátegui. Pero si se quiere, también en Puerto La Cruz, pues es bien conocido que se trata de un área conurbada, circunstancias que me permiten hablar con propiedad de mi propia experiencia. Es posible que alguien no comparta estas opiniones y hasta lo que encierra el título, pues eso significaría haber tenido una suerte diferente, por lo que le felicito a él y al municipio donde habita. En ese caso deberían reelegir con regocijo sus concejales y hasta velar para que la especie no se extinga. Pero por algo que dije a un amigo, si las comunas llegasen alcanzar el desarrollo que deberían, por razones de distribución del excedente, la contribución tributaria y sus demandas inherentes a los problemas de la gente y la comunidad misma, se podría plantear una contradicción que demandaría un cambio como que esos funcionarios, tales como ahora son y actúan, dejen de ser.
Los políticos de la IV República, solían pagar favores a compañeros “duros de entender”, relancinos en ¿cuánto hay pa´ eso?, con concejalías. Por las manos de estos pasaban muchas vainas que se resolvían resolviéndoles a ellos la limpieza que traían desde cuando se encaminaban al cargo.
Pero como les iba muy bien, tanto que a poco uno les veía embutidos en carros costosos, visitando sitios prohibidos a la mayoría, ocupando mansiones soñadas, hacían el esfuerzo para mantenerse en los cargos. Eso incluía darle “su mitá” al jefe, dejarse ver en los espacios o jurisdicciones inherentes a su concejalía y hasta lograr que los medios los nombrasen por cualquier motivo, así fuese por algo fútil o diciendo una simple bolsería.
Eran los tiempos de cuando a nadie, ni siquiera en el campo de la izquierda, se le había ocurrido la idea de cambiar la sociedad empezando desde abajo, como lo concibió Chávez, a través de las comunas. Por eso, los concejales, además de tipos que se llenaban de real con frecuente rapidez, lo que no niega que hubo honrosas excepciones, aparecían como algo indispensables y hasta útiles. Lo que les obligaba además, a estar pendientes de las cosas o problemas de la ciudad, velar por soluciones a tiempo y hasta hacer denuncias necesarias en favor del colectivo. Aunque en ese morisqueteo no lograsen nada. Tampoco era ese su interés.
Ahora, los concejales parecen de verdad elefantes blancos, dignos de adoración por lo extraños y hasta por un vaho de cadáveres insepultos. La comuna, si se desarrolla el plan de la patria, les estaría elaborando el acta de defunción. Pero, pese a todo, allí estarán quién sabe hasta cuándo. Por esto último, uno ruega a los partidos, a todos, que al escoger concejales, desechen los zombis y piensen en los vivos-vivos, pero no para hacer vivezas, sino algo que les justifique. Merecemos concejales terrenales, no fantasmas o gnomos holgazanes.