“Me has conducido de la mano a la única agua que me refleja”.
Al llegar la madrugada comenzó la lluvia, le había precedido una noche de chubascos, era la primera lluvia de noviembre: el mes de las aguas en Maracaibo. Los viejos pescadores suelen decir: “Es el mes de la Virgen, por tanto es mes de las lluvias, porque ella es de agua, pues llegó por el lago y se iluminó en una tinaja”. Hacia las seis de la mañana comenzó a llegar la luz plomiza del amanecer lluvioso; sobre las sinuosas calles del sector Las Veritas el agua hacía pequeños ríos, cuando un golpe metálico y seco estremeció a los vecinos que hervían el primer café, fue un sonido grande e inquietante que apagó por un momento la percusión de las gotas en los techos de zinc, minutos después llegó la noticia: Un vehículo rústico había chocado contra un camión mal estacionado y alguien había muerto en el acto. Escampó ese sábado 8 de noviembre de 1969, desaparecieron los ríos callejeros, y se reveló la noticia en toda su magnitud: había muerto Ricardo Aguirre, el más grande de la gaita. La noticia la propagó en la radio el locutor Alberto Quero Espina, narró con su voz solemne y grave: “Ha muerto el monumental, a los 30 años de edad”. Ricardo se encontraba en el cenit de su carrera como compositor y cantante, la ciudad comenzó a convertir su asombro y dolor en un largo llanto, colectivo y copioso, plural: como una lluvia de otro cielo.
Ricardo Aguirre había nacido el 9 de mayo de 1939, como el cuarto hijo de Luis Ángel Aguirre e Ida Cira González, en una familia de seis varones, todos con sensibilidad y destrezas para la música. Desde niño, los instrumentos musicales le habían sido afines, eran como una prolongación de su cuerpo. Innato era su talento para tocar el cuatro, la guitarra, piano y la percusión gaitera. Cantaba muy afinado, con voz vigorosa: sus notas altas eran atenoradas y las graves eran de un barítono aterciopelado. Siendo un adolescente descubrió su vocación de maestro, enseñar en un aula lo atraía, por ello decidió irse a estudiar a Rubio, en el estado Táchira. Desde la soledad de esas montañas escribía cartas muy hermosas a su madre Ida Cira donde relataba sus horas de nostalgia entre la neblina de la montaña, cartas que ella compartía con asombro con sus familiares y vecinos, por la forma cálida y envolvente en la que su hijo describía su mundo en el destierro. Ricardo comenzaba a mostrar talento para transmitir sentimientos, emociones, para tocar el alma de los demás con sus creaciones, era un artista en ciernes.
A su madre dedicó dos de sus mejores interpretaciones: “Madre”, compuesta por Pedro Colina en 1963 y “Madre adorada” de Eurípides Romero de 1964:
“La madre es el ser supremo
del hombre sobre la tierra
cómo no amar en extremo
a quien tanto amor encierra”.
Al regresar a la Maracaibo en 1958, comenzó su transitar por los escenarios, cantaba con solvencia, componía valses, gaitas y danzas. Como profesional de la gaita comenzó en el conjunto Los Sabrosos, agrupación donde también militaron Luis Ferrer, quien era tres años mayor que él, y el cantante José Bolita Ríos, quien sería su más fiel compañero. Luego estuvo en el conjunto Santa Canoíta. En 1962 participó en la génesis de la agrupación Cardenales (a secas), donde ejerció su liderazgo, siendo la figura preponderante. Llegaron a llamarlos “Los Cardenales de Aguirre” hasta que él los bautizó como Cardenales del Éxito. Con ellos estuvo en dos períodos: en 1962 y 1966; en 1969 regresó para grabar temas inmortales como “La vivarachera”, “Maracaibo marginada” y “Decreto papal”.
A principio de la década de los 60, Ricardo trabajaba como maestro de la escuela Monseñor Granadillo inscrita en la barriada El 18 de Octubre, que había sido fundada en 1946. Allí conoció a una morena clara, de pelo crespo, de voz sensual, de nombre Teresa. Eran colegas docentes, ella había escuchado la voz de Ricardo en la radio, su timbre lo reconocía. Teresa cuenta que una mañana, cuando pasaba por el pasillo junto a los salones de clase, escuchó una voz armónica, que le era cotidiana, con palabras afinadas como notas. Sintió curiosidad y se acercó a la puerta para escuchar mejor y ver de quién se trataba, quién era ese orador. Abrió la puerta del salón de clase y vio al joven docente con lentes de pasta, escaso cabello y tez morena: era el maestro Ricardo, con él se casaría unos meses después y tendrían cuatro hijos: Ricardo, Jorge Luis, Janeth y Gisela. Una década duró el romance que nunca se extinguió en el recuerdo de la maestra Teresita Suárez, quien desde entonces llevó con dignidad el estigma de su viudez.
La agrupación Cardenales del Éxito copaba la escena, sus temas estaban en todas las emisoras del país, eran recibidos con honores en los canales de la región y en los de cobertura nacional en Caracas. La gran figura era Ricardo Aguirre, por su dotes de líder, su voz impecable y distinguida, la fuerza de sus interpretaciones: estaba rodeado de un extraño misticismo. Lo acompañaban Germán Ávila, Moisés Medina, Eurípides Romero, José Tineo, Douglas Soto, Jairo Gil y sus hermanos Rixio, Renato y Alves Aguirre González.
El Ricardo autor e intérprete, basó su obra en cuatro pilares fundamentales: el primero la alabanza a la Virgen Chiquinquirá con temas como “Mi Chinata” de Jairo Gil y “Reina Morena” de 1966, “Dos madres antañonas”. El segundo pilar o cimiento fue la protesta, la gaita reivindicativa, todas las hizo enfrentando a los gobiernos adecos: el de Rómulo Batancourt entre los años 1959-1964 y el de Raúl Leoni de 1964 a 1968: “La guayana Esequiva”, “Imploración”, “Decreto papal”. El tercer pilar fue su canto a la alegría, a la celebración de la vida, entre otras: “La parrandera”, “La pica pica”, “La boda del cachicamo”, “La bullanguera”. Y el cuarto pilar de su cosecha tiene base en las gaitas que expresan su amor por las tradiciones, las crónicas cantadas, como “Los piropos”, “Mi danza”, “La Flor de la Habana”, “Remembranzas I y II”. Cada temporada, durante la década de vida artística que tuvo, pegaba en la radio varias gaitas, lo cual no era usual. Por ello, nos dejó un inventario de más de 30 éxito, todos con absoluta vigencia, como “La grey zuliana” tema que grabó en 1968 con el Conjunto Saladillo:
“En todo tiempo
cuando a la calle
sales mi reina
tu pueblo amado
se ha confundido
en un solo amor
amor inmenso,
glorioso, excelso,
sublime y tierno,
amor celeste,
divino y santo
hacia tu bondad.”
Tema especialmente difícil de interpretar, porque tiene un introito en tiempo de danza y en su melodía notas muy bajas, y luego en los versos registra notas altas, para tesitura de tenor. Por eso en muchas agrupaciones la cantan dos solistas: un barítono al principio y le responde un tenor. Es una composición híbrida porque comienza como una oración cantada a la Virgen, y finaliza en una protesta donde pide: “tendréis que meter la mano y mandarlos pa'l infierno”. Por unanimidad, la patria gaitera la considera su himno: por su fuerza y solemnidad. Es la gaita más conocida en todos los parajes de Venezuela.
Ricardo regresó a Maracaibo después de egresar de la Escuela Normal Gervasio Rubio a los 19 años de edad y comenzó a trabajar como docente en la Costa Oriental del Lago. Su voz prodigiosa la comenzó a utilizar en todo los ámbitos: en el aula de clase, en la radio (tenía el certificado de locutor número 3.247). Con distinción cantó tangos, declamó y animó veladas gaiteras.
En 1967 rompió con la agrupación que había fundado, Cardenales del Éxito y se marchó al Conjunto Saladillo, allí grabó éxitos inmortales y le dio una dimensión nacional a su nueva divisa. Regresó a Cardenales en 1969 y ese año, en plena temporada, muere de forma inesperada. Recuerdo con claridad la mañana de su muerte, yo tenía siete años de edad, y junto a mi hermano Leandro Lenin acompañábamos a nuestro padre Luis Nemesio en su carro por puesto, él escuchaba la radio absorto y luego le daba golpes al volante del auto, refunfuñando con la barbilla pegada al pecho. Y aunque en ese momento, nosotros no entendíamos lo que pasaba, después comprendimos que papá lamentaba la muerte de alguien que sentía parte de su vida, que representaba su voz, el guía del pueblo marabino en sus reclamos.
No tuve la suerte de ver en persona a Ricardo Aguirre, al momento de su muerte yo era un niño ajeno a la gaita, pero en 1995 conocí muy bien a su familia, a su viuda, a sus cuatro hijos y hermanos, cuando participé en la génesis de la agrupación “La Dinastía Aguirre”. Con ellos grabé un tema para homenajearlo, de la autoría de su amigo Jairo Gil, titulado “El billar”, que describe lo que constituía su mayor pasatiempo: solía jugarlo en el negocio “La Paz Florida”:
“Recuerdo al Monumental
jugando en La Paz Florida
con gente vieja, curtida
que no pudo derrotar.
Se comprometió a pagar
con gaitas que en forma clara
al cantar en la taguara
más nadie jugó billar.”
Ante el enigma de su muerte temprana nos podemos preguntar: ¿A dónde hubiese llegado con su canto Ricardo Aguirre? ¿Cuál hubiese sido su respuesta a la devastación de El Saladillo en 1971? ¿Habrían conocido las naciones del Caribe con su canto, hubiese propiciado la internacionalización del género? ¿Qué respuesta le hubiese dado a la actual invasión del vallenato, su exagerada exposición en los medios? En su adultez mayor: ¿Se habría dedicado en pleno a la radio para orientarnos?
El maestro Aguirre fue un hombre de estilo sobrio, austero, que en la intimidad era muy alegre. Cuando cantaba una gaita no gritaba frases, nunca hizo de ayayero entre los versos, era muy formal: como si cantase gregoriano en un templo. Poseía una aureola de líder y el timbre de voz especial, considerado así por unanimidad el mejor, esto luego de revisar seis década de grabaciones en la gaita. La gente sentía que él hablaba por ellos, con absoluto respaldo e identificación con sus temas, le costaba creer que solo tenía 30 años al momento de morir, quizá por su gesto parco y severo, con una timidez propia del joven que tenía estrabismo y poseía una estampa intelectual sartreana.
En su corta vida todo estuvo a su favor: el público, el éxito musical, el talento para cantar, la aceptación de su planteamiento artístico, la familia que conformó. Todo, menos el destino, ese 8 de noviembre, en la madrugada lluviosa del sábado aciago, cuando las fuerzas de la muerte se confabularon en su contra.
La despedida a Ricardo fue multitudinaria, masiva, llena de gaitas, llanto, lluvia y oraciones, la ciudad se paralizó para participar en sus honras fúnebres. Firmo Segundo Rincón le escribió una danza obituario que interpretó Tino Rodríguez llamada “Nuestra plegaria”, grabada por Cardenales del Éxito en 1970:
“Dónde estabas tu Papadiós
que no acudiste en resguardo
de El Monumental Ricardo
cuando un golpe tan atroz,
lo llevó del cielo en pos
consternando a los zulianos
que nunca podrán mi hermano
decirle adiós,
mientras se escuche su voz
jamás le dirán adiós”.
Firmo Segundo lo describe “dormido sobre los hombros de un pueblo que con asombro, partir lo vio.” Cuando se cumplieron 14 años de su partida, en noviembre de 1983, el entonces Gobernador del Estado Zulia, Humberto Fernández Auvert, promulgó un decreto donde declaraba oficialmente el 8 de noviembre como Día del Gaitero. Y así se ha respetado y celebrado en todo el país. Renato Aguirre, el quinto hijo de la familia Aguirre González, compuso en 1980 el tema homenaje a su hermano que está en el corazón de los venezolanos, gaita que los músicos más connotados consideran la joya que corona el folclor, se trata de “Aquel zuliano”. En su último verso, expresa la misión de darle continuidad a la obra gaitera de su hermano mayor Ricardo José:
“La luz nace en la mañana
interrumpe en mí el ensueño
la voz creo que fue un sueño
pero hay un misterio grato
dejó olvidado su cuatro
debajo de mi ventana”.
Renato Alonso Aguirre González recibió el mandato de seguir su legado, y así lo ha cumplido.
Por amor al Zulia, debemos mantener vivas las gaitas de Ricardo Aguirre, llevarlas a las escuelas, tenerlas en nuestras casas como una fuente, asegurarnos que suenen en las emisoras, pues son nuestro tesoro cultural, cantera de nuestra identidad, columna de fuego que nos guía en las noches en medio del desierto creativo y el desarraigo. Su obra nos ampara ante el asedio de la música extranjera.
La muerte insospechada de Ricardo Aguirre no supuso un fracaso, no fue un zarpazo que se lo llevó todo, por el contrario: lo elevó más como antena de nuestra raza, y el pueblo se vio reflejado en su canto. El poeta barquisimetano Rafael Cadenas nacido en 1930, escribió sobre el fracaso: “Cuanto he tomado por victoria es sólo humo”. Ricardo no fracasó, superó el olvido que envuelve a los difuntos, pasó a otro tiempo, y nos dejó el más preciado de los dones: la esperanza, reflejada en sus creaciones musicales. Se marchó confundido entre la lluvia y el llanto ese noviembre irrepetible, donde la nostalgia se instaló para siempre en la cotidianidad de este pueblo.