La España borbónica del siglo XIX (II)

En 1814: Fernando VII el deseado ha vuelto a ocupar el trono de sus mayores. El final (victorioso de la guerra de la Independencia) no ha significado ningún progreso material ni espiritual para España, cuyas instituciones liberales creadas en el transcurso de la lucha han sido abolidas, mientras sus hombres más preclaros estaban perseguidos, encarcelados o en el destierro. La estructura económica y social de la España de 1808 permanece vigente y las innovaciones legislativas de las Cortes de Cádiz fueron rayadas de un plumazo.

No obstante la conmoción nacional del período 1808-1813 había quebrantado irremediablemente la solidez del antiguo régimen. Había permitido cierta difusión de las ideas nuevas, un agrupamiento de los sectores sociales más progresistas. La Constitución de 1812, las libertades fundamentales, las disposiciones contra el régimen medieval de mayorazgos y contra la rigidez gremial, el hecho de haber existido un parlamento moderno (no estamental) quedaron como bandera de acción para extensos sectores de la población. Los hombres surgidos del pueblo o vinculados a él, que dirigieron una acción militar irregular basada en el apoyo y colaboración directa de la población, la necesidad de improvisar en esta o aquella provincia formas espontáneas de organización política en ausencia de un poder centralizado, contribuyeron a crear un sector de la población interesado por la participación en los asuntos públicos.

El gran sobresalto nacional de la guerra de la Independencia había sido el comienzo de una revolución. Más aún: la verdadera apertura del siglo XIX español y con él de su historia contemporánea. Los problemas debatidos en el período 1808-1813 fueron el eje sobre el que giró la acción política del siglo, por lo menos hasta 1868. Por eso, cuando la noche parecía abatirse sobre España en 1815, comenzaba, en verdad, un período histórico de largo alcance.

No entra dentro de nuestros propósitos historiar detalladamente el levantamiento y guerra nacionales contra la invasión napoleónica, porque para establecer sus premisas habría que remontar hasta mediados del siglo XVIII, en que comienzan a operarse decisivas transformaciones de la sociedad española, pero sí quisiéramos hacer, a manera de punto de partida, un balance de aquel período intenso de la historia del pueblo español.

Era esa España, a comienzos del siglo XIX, un país que vivía dentro de los moldes de lo que se ha llamado “viejo régimen” o sea: un país eminentemente agrario, dominado por la gran propiedad rústica y los señoríos, en que la nobleza y la Iglesia detentaban la mayoría de las fuentes de riqueza. De sus 37.300.000 hectáreas de terreno, sólo ocho millones y medio estaban dedicados al cultivo. Más de doce millones dedicadas a pastos, la mayoría silvestres, muchos de ellos hollados sólo una vez al año por los rebaños de la Mesta. Según los datos de Cabarrús —transcritos por Moreau de Jonnés— 1.323 familias nobles poseían 16.940.000 hectáreas, los establecimientos eclesiásticos (en número de 32.279) poseían 1.380.000 hectáreas, mientras que 9.160.000 hectáreas pertenecían a 390.034 hidalgos. Sabiendo que la población de España, según el censo de 1.803, era de 10.268.000 de habitantes y que, en 6.650.000 de población activa, la población agrícola era de 5.615.000, es posible formarse idea de la estructura social que tenía España al entrar en el siglo XIX. En ciertas regiones como Extremadura, los nobles poseían 2.149.898 fanegas de tierra y el resto de labradores propietarios sólo 741.610.

Los vestigios feudales eran tan acusados, que en multitud de casos la propiedad de las tierras llevaba aparejada la potestad sobre los habitantes de pueblos y tierras. En los campos existían verdaderas relaciones de vasallaje. En las tierras de señorío los nobles tenían derecho a nombrar corregidores, alcaldes mayores, justicia, bailíos, regidores y demás funcionarios municipales. Había lugares, como Baza, en que los señores aún eran denominados de “horca y cuchillo”. Estos gozaban del monopolio de hornos, molinos, caza, pesca, aprovechamiento de montes y aguas; percibían tributos y servicios como el laudemio, el 10% de las ventas de inmuebles, un porcentaje sobre las recolecciones, tributos de siega y vendimia y derecho de tránsito de los ganados.

El régimen de mayorazgos (que hacía transmitir la propiedad al primogénito de cada familia) reforzaba la concentración de la propiedad agraria. En 1798 se había autorizado la venta de mayorazgos, pero a condición de invertir el producto en bonos del Tesoro público.

En regiones como Galicia, los foros absorbían hasta el 75% del producto de las tierras. En las márgenes del Duero, ciertos mayorazgos y conventos tenían derecho a utilización de aguas que impedían la navegación.

Únase a eso el régimen de aduanas interiores, la multiplicidad de impuestos indirectos, la pluralidad de monedas en curso, etcétera, para formarse idea de cuánto distaba España de las fronteras de la Edad moderna.

En esa sociedad, el poder de la Iglesia en el orden material era de primerísima importancia: 85.546 miembros del clero, 8.659 familiares de la Inquisición y 92.727 frailes y monjas repartidos en 3.126 conventos (sin contar los que regentaban hospitales, prisiones, hospicios, etcétera) daban un porcentaje de un religioso por cada 50 habitantes, el más elevado de toda Europa, con excepción de Portugal. Se ha calculado que los ingresos del clero al comenzar el siglo XIX entre rentas territoriales y urbanas, diezmos y primicias, casuales, derechos de estola y pie de altar alcanzaban la suma de 1.042.000.000 reales por año. Moreau de Jonnés ha llegado a decir que “la parte del clero en la fortuna pública igualaba por lo menos a la mitad del producto neto de tierras y edificios en toda España”. 

¡Abajo la monarquía de los borbones!

¡Fuera los bandidos del bipartidismo POSE y el PePerros!

¡Viva la República socialista!


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Manuel Taibo


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