Una de las estrategias de dominio y control del imperialismo yanqui es secuestrar y más allá de ello destruir la memoria de los pueblos que intenta dominar y controlar en beneficio de sus mezquinos intereses. El más reciente hecho bárbaro de ese tipo ocurrió con el bombardeo despiadado y saqueo absoluto de las bibliotecas y museos de Irak, donde se extravió y/o se destruyó una de las riquezas arqueológicas mayores y más antiguas de la humanidad, así como colecciones de libros y documentos únicos, de un valor incalculable.
Ha sido esa una práctica usual de quienes a través de la historia han salido a dominar y esclavizar a otros pueblos, con la única finalidad de que pierdan su propia y original identidad como fórmula de inculcarles otros valores, aquellos a través de los cuales piensan que sea posible eliminarles toda posibilidad de rebeldía, de evitar que surjan intentos de oponer resistencia al nuevo estado de cosas.
Sustentados en ello hemos considerado bien interesante en estos momentos en que resuenan con inusitado ímpetu en muchos rincones del mundo las maquinarias belicistas del imperialismo norteamericano y de sus aliados lacayos en su persistente estrategia de controlar para su dominio exclusivo el mundo todo, tal y como lo pretendió el nazismo hitleriano en las décadas del treinta y cuarenta, rescatar de los anaqueles de la biblioteca un fragmento del discurso que pronunció el gran poeta y novelista Miguel Otero Silva en la ocasión de recibir el Premio Internacional Lenín de la Paz que le fue otorgado por el gobierno de la Unión Soviética en mayo de 1980 en la Casa de Bello, de manos del académico soviético Nicolai Blojin.
Por otra parte, vemos en esas palabras de nuestro gran escritor oriental que adquieren hoy en día, ciertamente, una inmensa relevancia, porque engrandecen la voz pacifista de los pueblos que nunca ha cesado para frenar o impedir de alguna manera que los señores de la guerra hagan de la muerte y de las tragedias modos de vida ante los cuales debemos rendirnos y aceptarlos por la fuerza como lo pretendió hacer el nazismo hitleriano durante la primera mitad del siglo XX.
Hoy vemos con inmenso estupor ante las invasiones de Afganistán e Irak con saldo de millones de muertos y heridos, ante las torturas en las cárceles de Abugraib y Guantánamo, ante la desaparición de millares de musulmanes y la instalación de cárceles secretas en la Europa del Este, un resurgimiento de las prácticas de abusos de los derechos humanos que inició Adolfo Hitler durante los años treinta a través persecuciones y desaparición de personas que para nada preocupó a los países del resto de Europa y de los Estados Unidos y quienes, en conocimiento como lo estaban de que ese régimen incurría en delitos de lesa humanidad, no movieron ni un solo dedo para denunciarlo y mucho menos para evitar que ello ocurriera. Testimonios de las propias víctimas judías abundan con pruebas contundentes de que más allá de haber sido esa una política de no ingerencia en los asuntos del Estado Alemán, fue una manera cómplice que se adoptó para que se hiciera efectiva la eliminación del pueblo judío, pues durante esa etapa hitleriana la mayoría de los países europeos y los propios Estados Unidos endurecieron aún más sus políticas migratorias para cerrarle la entrada a los pocos judíos que lograban escapar de la persecución, a los cuales se los calificaba de seres abominables e indeseables, es decir una plaga que le hacía un inmenso daño a la humanidad y que por ello había que exterminarla. Vale recordar que entre los más entusiastas antisemitas en el país del norte que auparon y consintieron con un activismo incansable ese tipo de políticas migratorias orientadas a impedir el ingreso de judíos a los Estados Unidos, lo fueron Henry Ford (el mismo de la dinastía Ford fabricante de autos) y los predicadores evangélicos fundamentalistas, antecesores e inspiradores de Patt Robertson, Gerald L. Smith, Peral Winrod, William Dudey y Charles Coughlin, entre muchos otros.
Tómese nota como dato histórico poco difundido que fue un poco más de un año antes de concluir la guerra con el suicidio de Hitler en abril de 1.945, cuando el gobierno norteamericano presidido por Roosvelt, luego de una acusación implacable del Departamento del Tesoro bajo la dirección de Henry Morgenthau hecha pública el 13 de enero de 1.944 en un informe denominado “Sobre la aquiescencia del gobierno en el asesinato de judíos”, no le quedó otra alternativa que crear antes de que concluyera ese mes de enero la Junta de Refugiados de Guerra, con la misión de ayudar a salvar a judíos, Junta esa que, por cierto, no se le asignó ninguna clase de recursos y que tan solo logró obtener la admisión de unos cuantos miles de refugiados, cuando ya habían sido asesinados por los nazis y sus lacayos más de cinco millones judíos (para mayor información, se recomienda el libro “Hitler y el Holocausto” de Robert S. Wistrich (Editorial Mondadori 2002). Wistrich es un judío sobreviviente de los campos de concentración y actualmente ejerce la docencia como profesor de historia moderna de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
En el caso de Europa abundan los testimonios de que Francia cooperó muchísimo con Hitler deportando de su territorio a millares de judíos y gitanos. Polonia, Rumania, Hungría, Austria, Lituania y Ucrania no solamente cooperaron en igual sentido, sino que hasta muchos de los torturadores y asesinos al mando de los campos de concentración eran de esas nacionalidades. De manera que cuando hoy vemos que los propios organismos de la ONU han podido comprobar que efectivamente las cárceles secretas norteamericanas son una realidad en muchos países del este europeo y que se han utilizado muchos aeropuertos de la Europa del oeste como puntos de escala para aprovisionamiento de los aviones destinados a esos traslados de seres humanos sin fórmulas de juicio alguno, no estamos especulando cuando decimos que es una verdad del tamaño de orbe el resurgimiento del Tercer Reich en el siglo XXI dentro de una sospechosa y masiva complicidad del llamado mundo libre occidental. ; ;
Veamos la copia textual del fragmento tomado del libro “Tiempo de Hablar” de Otero Silva, editado por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela en 1.983:
“Sin entrar a discutir si soy o no acreedor a tan alta distinción, debo confesar paladinamente que la obtención del Premio Lenín significa para mí el más precioso motivo de alegría que me ha tocado vivir. Y no tan sólo por la natural ufanía que todo artista experimenta cuando sus faenas de creación le originan algún renombre, sino por tres razones que se nutren de mis más veraces y consistentes inclinaciones,”
La primera de esas razones es que el lauro que hoy se me concede, aun cuando ha sido discernido por un organismo de carácter internacional, llega hasta mis manos por intermedio de la Unión Soviética. Yo era un niño cuando se produjo el triunfo de la revolución bolchevique pero, a medida que mi entendimiento iba creciendo, fui percibiendo la trascendental magnitud de aquel sacudón… jamás habían sido quebrantados los basamentos secularmente inconmovibles del Estado y la propiedad privada. Con la victoria de la revolución rusa el socialismo había dejado de ser una utopía visionaria, una especulación filosófica o una sutileza oportunista, para convertirse en la realidad palpitante que Marx y Engels habían propuesto al hombre…”
“El segundo y honroso título que este galardón internacional ostenta es el de haber sido instituido bajo el auspicio del nombre de Lenín, figura que se eleva, junto con la de Jesús de Nazareth, como la mente revolucionaria más esclarecida y perdurable que ha dado la raza humana…”
“La tercera significación que acrecienta el relieve del Premio Lenín es que su propósito esencial está encaminado a exaltar la importancia de la lucha por la paz y la solidaridad entre los pueblos. Ante los atroces riesgos de muerte que amenazan al hombre, es esa la más noble y apremiante entre las causas…”
“No pocas almas ingenuas imaginaron que después de la última guerra mundial, cuyos horrores sobrepasaron el límite de cuanto las fantasías más febriles habían inventado, los estadistas y políticos de todas partes recapacitarían. Era evidente que un nuevo enfrentamiento armado entre las potencias engendraría una matanza indiscriminada de infinitas proporciones, entrañaría la bancarrota total de una civilización y trabajo. La Tierra quedaría surcando el espacio como un planeta loco y deshabitado.”
“La última guerra dejó un balance de millones de cadáveres tendidos en los campos de batalla, y de millones de muertos no combatientes que fueron exterminados en sus hogares y en sus lugares de trabajo, y de millones de asesinados en los campos de concentración, y de millones de hectáreas de tierra laborable convertidas en yermo, y de millones de niños abandonados a su desamparo, y de millones de mujeres condenadas para siempre al llanto. Aquella guerra cerró su curso con el aniquilamiento apocalíptico de Hiroshima y Nagasaki, con el estallido de la bomba atómica que trocó la población de dos ciudades en una ronda inmensa de fantasmas llagados, en una procesión siniestra de hombres y mujeres sin párpados y sin labios, envejecidos en plena juventud, amputados para siempre del amor y la alegría.
“No ha habido reflexión ni arrepentimiento como las almas ingenuas esperaban. Por el contrario en los laboratorios se fabrican afanosamente proyectiles nucleares aún más infernales que los que exterminaron a dos ciudades japonesas en agosto de 1.945. De ahí que el compromiso más indisoluble para la conciencia de todo hombre libre sea el de esforzarse sin tregua para evitar que las maquinaciones criminales de los armamentistas y belicistas alcancen su objetivo.
“Recuerdo que cuando el gran novelista norteamericano William Faulkner vino a Caracas, pocos meses antes de su muerte, sostuvo un coloquio con un grupo de intelectuales venezolanos. Uno de nosotros le preguntó: “¿Qué podemos hacer los escritores y artistas de América, para entorpecer los planes de quienes persiguen una nueva guerra?. Faulkner, pesimista y lacónico, se limitó a responder: “Nothing”, que significa “nada”. Sin embargo, se equivocaba en este caso el genial adelantado de la narrativa contemporánea. Los escritores y artistas de América, norteamericanos y latinoamericanos, pueden hacer mucho; más aún, nos acosa el riguroso deber de hacer lo imposible para impedir que una nueva guerra desangre y mutile a los pueblos del mundo. Nuestra prosa y nuestros versos deben alertar cada día, como clarines inacallables, para condenar todas las guerras, incluso la llamada guerra fría que no es sino un riesgoso amago de la guerra caliente y universal. Nuestras voces deben enronquecer denunciando la carrera armamentista, exigiendo que los exorbitantes presupuestos destinados a tanques y cohetes sean aplicados a la construcción de escuelas, hospitales y caminos. Nuestra palabra debe hacerse oír en periódicos y tribunas, señalando que el incremento desaforado de las industrias de guerra funciona en detrimento y ruina de los recursos naturales, distorsiona el papel del hombre en el contexto del trabajo productivo, pasma el progreso de los países en desarrollo. El privilegio espiritual de ser artista creador lleva consigo la responsabilidad de hacerse digno de tal atributo. Lo cual quiere decir que, aun cuando los políticos y estadistas y militares y hombres de ciencia se nieguen a aceptar la inminencia y la magnitud del peligro, a nosotros, escritores y músicos y pintores y escultores, nos corresponde denunciarlo con todo nuestro aliento, con toda nuestra angustia, con toda nuestra desesperación...”
Palabras estas que no son otra cosa que llamas vivas que anidan en los corazones de todos los pueblos de la tierra que claman por la paz…