Estados Unidos, como toda gran potencia en la historia, se siente con el derecho de hacer lo que le viene en ganas, así de simple. Los recursos naturales que su voracidad necesita, no importa dónde están: si se encuentran en su territorio, bien. Si están en la geografía de otro país fuera de sus fronteras: ¡invasión a la vista!
Esa ha sido la tónica que primó durante todo el siglo XX. Las invasiones de tropas estadounidenses se cuentan por decenas; no hay guerra en cualquier parte del mundo en estas últimas décadas donde Washington, directa o indirectamente, no participara. En ese contexto Latinoamérica pasó a ser, dicho explícitamente por más de algún dirigente de la gran potencia, su "patio trasero".
La República Bolivariana de Venezuela es Latinoamérica. Y en estos momentos dos cosas marcan su futuro inmediato: por un lado, su subsuelo está repleto de petróleo (las reservas mundiales más grandes, que aseguran oro negro para todo el siglo XXI). Por otro, está llevando a cabo un proceso de transformación que ha pasado a ser una llama de esperanza para los pueblos del mundo: la Revolución Bolivariana.
Ambos elementos constituyen una mezcla que activa toda la rapacidad guerrerista del proyecto hegemónico de Estados Unidos: el petróleo, puesto que es la savia vital del modelo capitalista dominante y no puede vivir sin él. La Revolución, porque es un mal ejemplo que otros pueblos pueden seguir, ahora que la "utopía socialista" parecía condenada al olvido luego de la caída del muro de Berlín.
En esa lógica intervencionista, recientemente el gobierno de Estados Unidos (léase las grandes corporaciones petrolero-militares que manejan a todos los gobiernos de turno, incluido por supuesto el actual de Barack Obama) ha clasificado a Venezuela como un "peligro" para su propia seguridad nacional. Ello no es sino el preámbulo de una posible acción militar -aunque no esté definida la forma que la misma pueda tomar- que tiene como objetivo atacar ambos elementos: las reservas petrolíferas y la insubordinación a los dictados de la Casa Blanca.
Los tambores de guerra ya pueden estar sonando, pero ¡hay que parar esa asonada! Enfrentarse militarmente a la gran potencia, al más mortífero aparato de muerte que haya habido en la historia de la Humanidad, no es conducente. La Revolución Bolivariana, como toda propuesta socialista, no busca la guerra. Por eso debe desactivarse esta amenaza en forma política.
El 10 y 11 de abril, en Panamá, tiene lugar la Séptima Cumbre de las Américas con todos los Jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de la Organización de Estados Americanos -OEA-. Junto a ella, se desarrolla la contrahegemónica Cumbre de los Pueblos, de movimientos sociales, sindicales y culturales. Es esa la ocasión propicia para exigir la derogación del Decreto del Presidente Obama que estatuye a la República Bolivariana como una "amenaza para Estados Unidos", para lo que es oportuno presentar los millones y millones de firmas y apoyos conseguidos por todo el mundo que llaman a la paz, a la no injerencia, a detener cualquier aventura militarista.
Eso debe ser un llamado a la cordura, a la civilización, al respeto al derecho internacional y la convivencia democrática rechazando con la mayor energía cualquier intento de uso de la fuerza bruta. ¿Por qué la potencia dominante se arroga el derecho de decidir quién es una amenaza y, consecuentemente, dirigir hacia allí sus baterías? ¿Con qué fundamento Washington, con tamaña arrogancia, puede "certificar" o "descertificar" países "buenos" y díscolos? ¿En nombre de qué la superpotencia puede saltarse las leyes internacionales que aseguran un mundo racional para apelar a lo que es su conveniencia, pasando por encima de todo principio civilizado?
Tanto en la Cumbre como en la contra-cumbre de Panamá, el campo popular, quienes seguimos creyendo y batallamos por la dignidad y autodeterminación de los pueblos, quienes aspiramos y luchamos por otro mundo posible, más justo y equitativo, basado en el derecho y no en la supremacía de las armas, tenemos la ocasión de poner en debate temas acuciantes que no pueden dejar de considerarse: cese del bloqueo contra Cuba; inmediata derogatoria del Decreto contra Venezuela; retiro de las bases militares de Estados Unidos y de la OTAN de cualquier punto de Latinoamérica; irrestricto respeto de las potencias extraterritoriales por la Declaratoria de América Latina y el Caribe como Zona de Paz; Independencia de Puerto Rico; anulación de la inmoral y fraudulenta deuda externa de todos los países de la región para con los organismos financieros internacionales; denuncia de los Tratados de Libre Comercio que de "libres" no tienen absolutamente nada; inmediata reestructuración, o eventualmente disolución, de la OEA (virtual "Ministerio de Colonias de Estados Unidos", como se la llamó en alguna oportunidad) y su reemplazo por organizaciones que verdaderamente representen los intereses de los países y pueblos latinoamericanos y del Caribe.
Aunque pueda sonar discordante en principio, "agresivo" podrán decir algunos, pero como un acto de verdadera justicia universal: ¿Por qué no juzgar a los Estados Unidos alguna vez, el principal violador de los derechos humanos en el mundo? ¿Por qué no pedir, por ejemplo, se revise en base al derecho internacional el uso hecho por Washington de armamento nuclear, en dos ocasiones, contra población civil no combatiente hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, siendo que en términos militares eso no era en modo alguno necesario pues el país atacado -Japón- ya estaba colapsado y a punto de rendirse? ¿Por qué alguna vez no sentar en el banquillo de los acusados a quien nos acusa injusta e interesadamente?
¡Ni el petróleo ni la dignidad de la República Bolivariana de Venezuela se negocian! ¡¡No a la guerra!! ¡Por un mundo apegado al derecho! Venezuela no representa un peligro para nadie sino, en todo caso, una esperanza. ¡¡Derogatoria del decreto contra Venezuela ya!