Mientras se trataba de extirpar el colectivismo de la cultura mediante medidas políticas, dentro de las prisiones la tortura intentaba extirparlos de la mente y el espíritu. Como un editorial de la CIA subrayó en 1976, “también las mentes deben limpiarse, pues es allí donde nació el error”.
Con ello, la electroterapia regresaba a su anterior encarnación como técnica de exorcismo. El primer uso registrado de la electrocución médica fue por un médico suizo que ejerció en el siglo XVIII. Ese médico creía que las enfermedades mentales las causaba el diablo, así que hacía que el paciente sujetara un cable al que daba potencia con una máquina de electricidad estática. Administraba una descarga de electricidad por cada demonio que habitaba en el cuerpo del paciente y luego lo declaraba curado.
Muchos torturadores adoptaban el papel de un doctor o un cirujano. Igual que los economistas de Chicago con sus shocks dolorosos pero necesarios, estos interrogadores imaginaban que sus electrosbocks más tormentos eran terapéuticos, que administraban una especie de medicina a sus presos, a los que muchas veces se referían dentro de los campos de exterminio, como “apestosos”, es decir, como los sucios o enfermos. Les iban a curar de la enfermedad del “comunismo”, del impulso hacia la acción colectiva. Sus “tratamientos” eran atroces, cierto, puede que incluso “letales”, pero eran por el bien de los pacientes. “Si tienes gangrena en un brazo, tienes que cortártelo, ¿verdad?”, dijo Pinochet, impaciente ante las críticas a su historial de ataques a los Derechos Humanos.
Este lenguaje tiene, por supuesto, el mismo andamiaje intelectual que permitía a los “nazis” afirmar que al asesinar a los miembros “enfermos” de la sociedad estaban curando “el cuerpo de la nación”. Como dijo el doctor Fritz Klein: “Quiero preservar la vida. Y por respeto a la vida humana, amputaré un apéndice gangrenado de un cuerpo enfermo. El Judío es el apéndice gangrenado del cuerpo de la Humanidad”.
La manifestación contemporánea de este proceso de destrucción de la personalidad se halla en la forma en que se utiliza el “islán” como arma contra los prisioneros musulmanes en las prisiones dirigidas por Estados Unidos. De entre el alud de pruebas que se han filtrado de Abu Ghraib y de la Bahía de Guantánamo, dos formas concretas de maltrato a los prisioneros aparecen una y otra vez: el desnudo y la interferencia deliberada con las prácticas islámicas, sea obligado a los prisioneros a afeitarse la barba, dando patadas a un “Corán”, envolviendo a los prisioneros en banderas “israelíes”, forzándoles a adoptar posturas homosexuales o incluso tocando a los hombres con sangre de menstruación simulada. Moazzam Begg: que estuvo recluido en Guantánamo, dice que le obligaron a afeitarse con frecuencia y que un guardián le decía: “esto es lo que de verdad os molesta a los musulmanes”, ¿verdad? Se profana el Islam no porque los guardianes lo odien (aunque bien puede ser así) sino porque los prisioneros lo aman.
Puesto que el objetivo de la tortura es destruir la personalidad, todo lo que comprende la personalidad de un prisionero debe ser sistemáticamente robado: desde su ropa hasta sus creencias más queridas. En la década de 1970 eso llevaba a atacar la solidaridad social; hoy conduce agredir al islán.—Si al morir los organismos que las sustentan vuelven las conciencias todas individuales a la absoluta inconciencia de que salieron, no es el género humano otra cosa más que una fatídica procesión de fantasmas que va de la nada a la nada, y el humanitarismo lo más inhumano que cabe.
¡Gringos Go Home! ¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!