No comprendo cómo es que se hace tanto escándalo por la derrota de los republicanos en las recientes elecciones de los EEUU, presumiéndose un cambio sustancial de actitud y concibiendo esperanzas más allá de la razón. Ningún imperio transige con su propia destrucción. Aplíquese una expresión que utilizó Abrahan Lincoln en un sentido diferente, ya refiriéndose a la confrontación norte-sur por el tema de la esclavitud, pero que si la halamos por los pelos cae de maravilla para definir el necesario carácter sistemático de la personalidad de un imperio: "Una casa dividida contra si, no puede sino caer".
¿Y quién quiere? Dígame usted.
Significa que no hay que llamarse a engaño sólo porque el monstruo cambió de posición para poner a descansar una de sus piernas. Es ingenuo. Los EEUU es un sistema imperial, con una mecánica interna funcional semejante a la predeterminación genética. No hay imperios buenos ni malos; hay una ley selvática de vida o muerte, donde el espécimen intenta escapar mediante evolución a su condenabilidad circunstancial, si es que es depredado, o perpetuarse en su posición, si es que depredante. Vivimos en una sociedad netamente hipócrita maquillada en términos de lo que se ha dado en llamar arte de la diplomacia, que no es más que el medio de decirte que es normal que estés en una situación de víctima, por ejemplo, listo para ser engullido cuando te toque ejercer tu rol de presa dentro de la relación de la cadena alimenticia. Significa también que para los pueblos oprimidos del mundo los EEUU es una amenaza tal que hay que comprenderla en el contexto de la fundamental necesidad: necesidad que tengo yo de vivir, necesidad que tienen ellos que supervivir, con toda la connotación extrema que tiene la palabra.
No se cambiará el hábito de la explotación del gigante sólo porque gire o le hagan girar el cuerpo unos grados a la izquierda o derecha, como queda dicho. Pensar que tu mismo que lees estas líneas te vas a dejar morir de hambre sólo porque sientes piedad por el animal vivo es una pendejada. Ese país, o sistema, parece condenado una próxima desarticulación en la medida en que hace las veces de agujero negro ínter espacial: enormemente materialista, disuelve la materia en un afán de consumo que raya en lo insólito. No hay especies-alimentos que sobrevivan a semejante paso, más cuando su perfil genético está gestado en el espíritu tradicional de los imperios de depredar implacablemente los recursos naturales. La tierra es un cuerpo lleno de sangre con un mosquito succionante sobre su piel.
No queda, pues, más que reconocer nuestro nada alentador papel de ente surtidor, lo cual rebasa la indigna categoría de patio trasero que predica la Doctrina Monroe, misma que al menos nos confería el papelito de pequeños vecinos, pero papel al fin. No hablemos en ningún momento de esclavitud velada culturalmente. El asunto es que al ser un país surtidor se es porque se es surtidor, con todo lo que tiene de fuerza y violencia la definición. No creo que sea necesario invocar la cantidad de veces en que ese país ha demostrado su naturaleza para apuntalar el concepto depredante que manejamos. Urge, en fin, reconocer las cosas por su nombre si se pretenda que la especie ejerza sobre sí un cambio.
No todo el discurso de estas líneas es pesimista: quien funge de depredador defiende un rol de privilegios y comodidades en que se ancla, tendiendo al estatismo; y quien es depredado procura el cambio. Hay la esperanza de la evolución en todos los países oprimidos del mundo, y es incuestionable que el modelo imperante mundialmente se agota, al mismo paso apresurado que la disponibilidad de recursos materiales.
Mi intelecto no especulará hacia qué vertiente se abisma el abigarrado modelo de sociedad que protagonizamos, mundialmente hablando, pero si se atreve a aseverar, en lo inmediato, que esas diversas máscaras que cambia el imperio de vez en cuando deben ser la base para la evolución de la que hablamos. Nuestros países deben estar ahí, pescando la circunstancia para la mutación.
Así, cuando los demócratas estadounidenses se proponen maquillar las barbaridades cometidas por los republicanos, no realizan ningún cambio sobre la definición de la bestia. Sólo se preocupan porque unos estúpidos sobrellevados por el afán de riqueza y guerra inmediato malogren la situación preponderante de su país en el mundo.
Sin embargo, un cambio de actitud es una movida de máscara como se vea, y tiene oportunidad, significado y consecuencia. Rápidamente nos sorprendemos como el nuevo discurso reparador del imperio, ejemplo, expone a unos de sus hombres fuertes como chivo expiatorio: Donald Rumsfeld es reclamado como criminal de guerra por instancias internacionales, por mencionar una puntita. Luego, más cerca, el nuevo discurso niega a Uribe la suscripción del indigno Tratado de Libre Comercio al que aspira, incurriendo el imperio en la contradicción de rechazar ahora lo que tanto pedía. Todo sea por la pervivencia del viejo sistema. El mismo Irán, el rico país de las apetencias imperialistas, se atrevió a poner condiciones para establecer un diálogo con los norteamericanos. Hay, en general, un aire de sublevación y crítica en el orbe mundial sólo por causa de los resultados de unas elecciones. Villepin, el primer ministro francés, volvió a levantar la voz para repetir el fracaso, la real imposibilidad de que los Estados Unidos de América pueda salir victorioso de Irak. Y en el espíritu de la idea darviniana que manejamos, hay que dejar claro que Francia no hace más que defender su espacio como especie igualmente depredante.
Comparto la opinión de Eva Golinger en su artículo Cambio de Halcones (Los Papeles de mandinga, Caracas, del 14 al 20 de nov. de 2.006). Tanto el gobierno republicano como el demócrata son, convenientemente, el maquillaje discursivo de ellos mismos.
Por supuesto que, si de repercusiones hablamos, nuestro país no escapa a influjo de los vientos. En un primer escenario, la intolerante y antidemócrata oposición venezolana luce desguarnecida con un tío Sam en fuga; en un segundo, podría recibir el apoyo final, en el razonamiento que reza que quien se hunde no puede importarle ya a quien arrastra consigo ni a quien auxilia en aras de sus intereses. Ello se traduce en un grandísimo peligro para nosotros, los venezolanos, más cuanto quien ejerce la institucionalidad democrática en el país puntea con sobrada comodidad las encuestas, y lo que auguran las encuestas representa por un lado el debilitamiento en alguna medida del monstruo imperial, y por el otro, el fortalecimiento, evolución y mutación de una especie socio humana llamada Venezuela.
El mundo entero experimenta un cambio, y es cuestión de unos pocos años para que el statu quo mundial mude su correlación de fuerzas. No más dese un vistazo al tema del desarrollo de las armas nucleares, variable no controlada por el sistema imperial, principio y final del mismo arte de la hipócrita diplomacia de la que hemos hablado.
Oscar J. Camero
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