Introducción
El fin de la Guerra Fría trajo consigo la
desaparición del bipolarismo que había caracterizado
el Orden Geopolítico mundial durante la mayor parte de la segunda mitad
del siglo XX. Los cambios introducidos en las relaciones de poder por
el proceso globalización, inéditos en la historia, plantean
interrogantes sobre la identidad del principal actor en el actual ciclo
hegemónico.
Que los Estados Unidos de América ocupan una
posición de liderazgo en el nuevo orden mundial es incuestionable, pero
algunos analistas sostienen que su potencia es más militar y política
que económica, en un escenario donde los centros del poder económico
han perdido su componente espacial para asimilarse en el entramado
difuso de las empresas multinacionales.
Para otros autores, en cambio, es ahora cuando
los Estados Unidos, liberados de la fuerza reactiva de la desaparecida
Unión Soviética, muestran toda su capacidad como potencia hegemónica,
lo que en buena lógica con sus caracteres ideológicos y tradición
histórica, se traduce en la prosecución de sus aspiraciones neo
imperialistas.
La coartada del antiterrorismo
Una
política imperialista precisa del empleo de métodos que con frecuencia
se sitúan en el límite de la legalidad y la mayor parte de las veces
son moralmente reprobables. Se necesita entonces una justificación que
pueda dotarlos, en lo posible, de legitimidad ante la comunidad
internacional y ante la propia opinión pública. Los Estados Unidos
habrían encontrado esa justificación en la lucha contra el terrorismo
tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
La amenaza terrorista se constituye así en la
coartada que permite a los Estados Unidos desarrollar su programa neo
imperialista, encontrando en el camino el menor número de obstáculos
posible. Ello se apoya en una concepción maniquea del mundo, según la
cual éste se divide en «buenos» y «malos», en quienes luchan contra el
terrorismo y quienes lo apoyan, o, en última instancia, en «nosotros» y
«los otros». Desde ese punto de vista, aquéllos que se oponen a las
acciones estadounidenses en materia de política exterior, se alinean
por esa razón con sus enemigos, lo que equivale a identificarlos con
los terroristas. Ante una perspectiva como ésa, se hace más difícil
plantear objeciones a los actos de los Estados Unidos, o, lo que es lo
mismo, es menos probable encontrar resistencia en el camino hacia la
consecución de sus planes neo imperialistas.
Pero la lucha antiterrorista sirve de coartada,
además, para incrementar el control de la administración de los Estados
Unidos sobre sus propios ciudadanos. Una vez más se hace uso de la
amenaza, del miedo, para legitimar acciones difícilmente sostenibles
desde el punto de vista moral, e incluso legal, en circunstancias
ajenas a esa atmósfera de alerta permanente. Así, por ejemplo, la ley
USA PATRIOT (1), de octubre de 2001, otorga a las
agencias gubernamentales estadounidenses atribuciones que son propias
de los tribunales de Justicia, conculcando derechos fundamentales de
los individuos, incurriendo muchas de las provisiones de su articulado
en la inconstitucionalidad, y todo ello so pretexto de reforzar la
seguridad nacional. No obstante, la ley fue ratificada en el Senado con
tan sólo un voto en contra; tal estado de consenso se explicaría en la
necesidad de actuar perentoriamente contra una amenaza, la terrorista,
que es percibida por la sociedad como extremadamente letal, y ante la
que no caben posiciones ambiguas.
La propaganda como medio
Es
común en el desarrollo de estrategias políticas que tienen gran impacto
social, el uso de símbolos que promuevan la identificación de los
ciudadanos con los objetivos que se persiguen. Se trata de sumar
cuantas más conciencias afectas a «la causa». En su camino hacia el
Imperio a través de la lucha antiterrorista, los Estados Unidos
recurren a toda clase de símbolos. Símbolo es la bandera, a la que se
rinde culto en aquel país. Pero símbolo también lo es la imagen de los
restos de las Torres Gemelas del World Trade Center
tras los atentados del 11-S, en cuyo espacio se edificará la
Freedom Tower —otro símbolo (2)—; o los nombres con
los que se ha denominado las sucesivas campañas político militares de
la guerra contra el terrorismo: Everlasting Justice,
Everlasting Freedom (Justicia
Duradera, Libertad Duradera).
Los símbolos forman parte de la propaganda de la
que se valen los gobiernos para atraer la adhesión de la opinión
pública a sus intereses. Como mensaje, la propaganda reduce la realidad
a muy pocos elementos —simbólicos— y apela a lo emocional y no a lo
racional. En la guerra contra el terrorismo conducida como una guerra
del «Bien contra el Mal», la propaganda ha de ser lógicamente maniquea.
Pero, si desde el principio queda claro que el «Bien» se haya
representado por «nosotros» —los Estados Unidos y sus alineados—, es
por ello necesario establecer con la misma rotundidad la identidad del
«Mal». En otras palabras, hay que ponerle rostro al terrorista.
Desaparecida la Unión Soviética, neutralizada la
amenaza comunista, el nuevo enemigo emerge del mundo islámico. Una
elección plenamente acertada, pues resulta fácil
para el occidental, de cultura judeocristiana, identificar en el
musulmán su antagonista. Se trata de reeditar el viejo conflicto
Cristiandad-Islam o Judaísmo-Islam, tantas veces repetido a lo largo de
la historia. Desde esta perspectiva, la guerra contra el terrorismo se
transforma en una cruzada moderna contra todo aquello que amenace los
valores sobre los que se ha cimentado la «civilización
occidental».
Esta guerra contra una amenaza introduce una
novedad en el modo de enfrentar los riesgos para garantizar la
seguridad y el orden, de consecuencias impredecibles: se sustituye la
teoría de la disuasión de Kennan por una estrategia de guerra abierta
contra un peligro potencial, la «guerra preventiva» surgida de la
Administración Bush. Una guerra así sólo puede ser arbitraria e
infinita. Arbitraria, porque responde en cada momento a los intereses,
mutables, de quien la declara, y según esto, cualquiera puede ser
considerado enemigo. Infinita, porque al tratarse de una guerra
defensiva no puede encontrar término en tanto sigan existiendo peligros
potenciales de los que defenderse, los cuales siempre podrán ser
percibidos, tanto si existen como si no.
Los poderes ocultos
La
primera manifestación de guerra preventiva fue la guerra contra Irak,
iniciada con la invasión de aquel país el 20 de marzo de 2003. La
Administración de los Estados Unidos la justificó en la necesidad de
neutralizar el peligro potencial que suponía la posesión de armas de
destrucción masiva por parte del Gobierno iraquí, y su vinculación con
la red terrorista Al Qaeda. Para la mayor parte de la comunidad
internacional, los verdaderos motivos habría que buscarlos en los
intereses económicos de los Estados Unidos. Una de las tesis más
singulares dentro de esa corriente de pensamiento atribuye la
intervención en Irak a la decisión del Gobierno de Saddam Hussein de
sustituir la moneda estadounidense por el euro en la cotización y el
pago del petróleo. Según los analistas, esto hubiera supuesto un duro
golpe en la economía de los Estados Unidos, como consecuencia de la
pérdida de la hegemonía del dólar como divisa de las reservas
internacionales en beneficio de la moneda europea.
Lo cierto es que, fuese por unos motivos o por
otros, la decisión de atacar Irak fue una decisión imperialista. No
debe olvidarse que en relación con la posibilidad de la tenencia de
armas de destrucción masiva, el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas aprobó el envío de una comisión de investigación que, al frente
de Hans Blix, debía verificar la existencia de esas armas. No obstante,
sin que el grupo de inspectores de la ONU hubiera encontrado pruebas de
que el Gobierno Iraquí poseía armas de destrucción masiva, y sin una
resolución de las Naciones Unidas que avalase la intervención, los
Estados Unidos, junto con un grupo de países de apoyo —la
Coalition of the willing o Coalición de los
dispuestos—, invadieron Irak.
Para los defensores de las tesis de la motivación
económica, las acciones de los Estados Unidos responden a intereses
macroeconómicos, que son los que realmente dirigen la política de aquel
país. Tal es el poder de esas fuerzas, que incluso compensaría la
adopción de medidas unilaterales e ilegales —la invasión de Irak lo es
(3)—, a pesar de las consecuencias que ello pudiese ocasionar.
Si la guerra contra el terrorismo es una guerra
defensiva, y lo que protege es la estabilidad del orden mundial frente
a la amenaza de agentes externos que pondrían en riesgo su integridad;
y de lo que no cabe duda es que el orden actual, el del mundo
globalizado, es fundamentalmente económico; entonces sólo cabe colegir
que la guerra contra el terrorismo es en realidad una táctica empleada
para salvaguardar los intereses del capital. Según esto, las acciones
políticas y militares se subordinan a los intereses económicos. Puesto
que es a los Estados Unidos a los que les corresponde el papel de
potencia hegemónica en el nuevo orden mundial, es también a los
intereses económicos de aquel país a los que se someten las acciones
políticas y militares que se aplican en proteger la estabilidad de ese
orden. Un argumento en favor de las tesis de la motivación
económica.
Conclusión
Los
atentados en Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001
habrían puesto en manos de los Estados Unidos la herramienta para dar
una última vuelta de tuerca al proceso que desarrolla sus aspiraciones
neo imperialistas. Este país se conduce como una potencia hegemónica
desde hace un siglo, pero es tras el final de la Guerra Fría y la caída
del bloque soviético que no cuenta con la oposición de ninguna otra
fuerza que lo enfrente.
Las actitudes imperialistas de los Estados Unidos
se hacen patentes en gestos como la reiterada no suscripción de
acuerdos internacionales que le puedan suponer la más pequeña merma de
poder o la supeditación de sus intereses particulares a otros de
amplitud global —Protocolo de Kioto sobre la reducción de emisiones de
gases de efecto invernadero, para un país al que se debe más del 30% de
las emisiones de gases contaminantes del mundo; Tribunal Penal
Internacional, que juzgaría crímenes de genocidio, de guerra, o de lesa
humanidad, en cualquier país del mundo; etc.—.
Al usar la lucha contra el terrorismo como
coartada para legitimar sus actos neo imperialistas, los Estados Unidos
imponen una concepción maniquea que no admite disidencias: quienes no
están con ellos, están contra ellos. Esto afecta incluso al propio
manejo de la lucha antiterrorista: no se intenta actuar sobre sus
causas, porque ello implicaría admitir que el terrorismo tiene
explicación, lo que en el ámbito de una concepción maniquea equivale a
justificarlo. Se actúa, entonces, sobre sus manifestaciones, a través
de una guerra sin cuartel. De este modo es muy improbable poner fin al
terrorismo, pero sí se consigue eternizar la lucha contra él, que
ciertamente es lo que se persigue, ya que ésa es en realidad una lucha
por mantener el orden establecido.
NOTAS:
(1)
Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate
Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act of
2001, ley aprobada por el Congreso de los Estados Unidos el 24 de
octubre de 2001, ratificada por el Senado el 25, y refrendada con la
firma del presidente del Gobierno estadounidense George W. Bush el 26
de octubre de 2001.
(2) La Freedom Tower o
Torre de la Libertad, que se espera será terminada
en 2010, tendrá una altura de 541 metros, equivalente a 1.776 pies.
Esta última cifra representa el año en que se firmó la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776).
(3) Numerosos expertos en Derecho Internacional,
como la organización no gubernamental Comisión Internacional de
Juristas, han calificado de ilegal la intervención en Irak, como una
invasión sin el respaldo del Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas. Las pruebas presentadas por la Secretaría de Defensa de los
Estados Unidos con las que se pretendía demostrar la amenaza real que
constituía el régimen iraquí para los países de su entorno y para
Occidente, resultaron ser en muchos casos falsas. No se consiguió
acreditar la existencia de armas de destrucción masiva ni el vínculo
entre el Gobierno de Irak y la organización terrorista Al Qaeda. El
propio Secretario General de las Naciones Unidas por aquel entonces,
Kofi Annan, se expresó en esos términos al condenar la decisión
unilateral de los Estados Unidos de invadir Irak.