Ciertamente los venezolanos podemos, a veces, dar muestras de salvajismo. Recordemos, por ejemplo, el acto bárbaro del Decreto de Guerra a Muerte, que no fue otra cosa que la aplicación de medidas retaliativas contra la bestialidad de las tropas realistas españolas, cuyos crímenes despiadados colmaron la paciencia de Simón Bolívar.
Así pues, el eventual salvajismo criollo no es propiamente una herencia de nuestros antepasados africanos o de los aborígenes continentales, cuyas etnias, en la mayoría de los casos, son de carácter amistoso y afable.
Lo bestia, cuando se nos sale, se parece demasiado al temperamento de algunos nativos de la Madre Patria, que así llamábamos a España hasta hace poco. A pesar de ello los ibéricos, en los últimos tiempos, se empeñan en tratarnos como a hijos de puta, lo cual pudiera ser cierto por la parte que les corresponde.
Desde hace tiempo el señor José María Aznar, actuando como lacayo favorito del Presidente Bush, se dedica a despotricar de nosotros, como queriendo culpar a Chávez de su mala leche. El pobre Chemaría anda como payaso triste, con una cara de amargado que no se la quita ni Walt Disney.
En fecha reciente un cronista de El Mundo de Madrid, el señor Luís María Ansón (y dale con los nombres feminoides), plantea que Hugo Chávez debe salirse del closet, como si fuera colega de Raphael, Miguel Bosé o alguno de los ejemplares que caracterizan a los varones de allá (y eso por no hablar de los otros barones).
Sin embargo la gota que derramó el vaso fue el atropello cometido contra el Ensamble Gurrufío, a quienes deportaron de Tenerife sin derecho a pataleo. O sea, les aplicaron una nueva ley según la cual los venezolanos debemos llenar requisitos especiales para visitar España.
Si a estas alturas el gobierno español no ha presentado disculpas oficiales y un desagravio al Ensamble Gurrufío, quiero proponer, por sugerencia de mi primo Luís Hernández, científico de la ULA, que se escojan al azar cuatro españoles que desembarquen en Maiquetía, preferiblemente banqueros o financistas, y se los deporte ipso facto, sin otorgarles la menor cortesía.
Al fin y al cabo ya los botamos una vez.
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