Obreros:
Es un hecho notabilísimo
el que la miseria de las masas trabajadoras no haya disminuido desde
1848 hasta 1864, y, sin embargo, este período ofrece un desarrollo
incomparable de la industria y del comercio. En 1850, un órgano moderado
de la burguesía británica, bastante bien informado, pronosticaba que
si la exportación y la importación de Inglaterra ascendían un 50%
más, el pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay!, el 7 de abril
de 1864, el canciller del Tesoro cautivaba a su auditorio parlamentario,
anunciándole que el comercio de importación y exportación había
ascendido en el año de 1863 “a 443.955 libras esterlinas, cantidad
sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio de la época, relativamente
reciente, de 1843”. Pero al mismo tiempo hablaba elocuentemente de
la “miseria”. “Pensad —exclamaba— en los que viven al borde
de la miseria”, en los “salarios… que no han aumentado”, en
la “vida humana… que de diez casos, en nueve no es otra cosa que
una lucha por la existencia”. Pero no dijo nada de los irlandeses,
que en el Norte de su país son reemplazados gradualmente por las máquinas
y en el Sur por los pastizales para ovejas. Y aunque las mismas ovejas
disminuyen en este desgraciado país, lo hacen con menos rapidez que
los hombres. Tampoco repitió lo que acaban de descubrir en un acceso
súbito de terror los más altos representantes de los “diez mil de
arriba”. Cuando el pánico producido por los “estranguladores”
(“estranguladores”, bandas de ladrones, cuyos asaltas en las calles
de Londres se hicieron tan frecuentes a principios de la década del
60 que dieron lugar a debates parlamentarios) adquirió grandes proporciones,
La Cámara de los Lores ordeno que se hiciera una investigación y se
publicara un informe sobre los penales y lugares de deportación. La
verdad salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863, demostrándose
con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales condenados,
los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban mucho menos y estaban
mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países.
Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica
quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester,
la misma Cámara de los Lores envió un medico a los distritos industriales,
encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y
de nitrógeno, administrable bajo la forma más corriente y manos cara,
que pudiese bastar por término medio “para prevenir las enfermedades
ocasionadas por el hambre”. El doctor Smith, médico delegado, averiguó
que 1400 gramos de carbono y 66,5 gramos de nitrógeno semanales eran
necesarios, por término medio, para conservar la vida de una persona
adulta… en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las enfermedades
provocadas por el hambre. Y descubrió también que esta cantidad no
distaba mucho del escaso alimento a que la extremada miseria acababa
de reducir a los trabajadores en paro forzoso de las fábricas de tejidos.
Pero escuchad aún:
Algo después, el doctor médico en cuestión fue comisionado nuevamente
por el consejero médico del Consejo Privado, para hacer un informe
sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El “Sesto
informe sobre la Sanidad Pública”, dado a la luz en este mismo año
por orden del Parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones.
¿Qué ha descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras,
los guanteros, los tejedores de medias, etc., no recibían, por lo general,
ni la miserable comida de los trabajadores en paro forzoso de las fábricas
de tejidos de algodón, ni siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno
“suficiente para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre”.
“Además —citamos
textualmente el informe— el examen del estado de las familias agrícolas
ha demostrado que más de la quinta parte de ellas se hallan reducidas
a una cantidad de alimentos carbonados inferior a la considerada suficiente,
y más de la tercera parte a una cantidad menos que suficiente de alimentos
nitrogenados; y que en tres condados (Bercks, Oxford y Somerset), el
régimen alimenticio se caracteriza, en general, por su insuficiente
contenido en alimentos nitrogenados”. “No debe olvidarse —añade
el dictamen oficial— que la privación de alimentos no se soporta
sino de muy mala gana, y que, por regla general, la falta de alimentos
suficiente no llega jamás sino después de muchas otras privaciones…
La limpieza misma es considerada como una cosa cara y difícil, y que
cuando el sentimiento de la propia dignidad impone esfuerzos por mantenerla,
cada esfuerzo de esta especie tiene que pagarse necesariamente con un
aumento de las torturas del hambre”. “Estas reflexiones son tanto
más dolorosas cuanto que no se trata aquí de la miseria merecida por
la pereza, sino en todos los casos de la miseria de una población trabajadora.
En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento es,
en la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado”.
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta inesperado:
“De todas las regiones del Reino Unido, es decir, Inglaterra, el País
de Gales, Escocia e Irlanda, la población agrícola de Inglaterra”,
precisamente la de la parte más opulenta, “es evidentemente la peor
alimentada”; pero hasta los labradores más pobres de los condados
de Bercks, Oxford y Somerset están mejor alimentados que la mayor parte
de los obreros calificados que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos
oficiales publicados por orden del Parlamento en 1864, en el milenario
del libre cambio, en el momento mismo en que el canciller del Tesoro
decía a la Cámara de los Comunes “que la condición de los obreros
ingleses ha mejorado, por término medio, de una manera tan extraordinaria,
que no conocemos ejemplo semejante en la historia de ningún país ni
de ninguna edad”. Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría
observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública: “La salud
pública de un país significa la salud de sus masas, y es casi imposible
que las masas estén sanas si no disfrutan, hasta lo más bajo de la
escala social, por lo menos de un bienestar mínimo”.
Deslumbrado por los
guarismos de la estadística, que bailan ante sus ojos en el “Progreso
de la nación”, el canciller del Tesoro exclama con acento de verdadero
éxtasis: Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del país ha aumentado
en un 6%; en ocho años, de 1853 a 1861, ha aumentado ¡en veinte
por ciento! Este es un hecho tan sorprendente, que casi es increíble…
Tan embriagador aumento de riqueza y de poder —añade Mr. Gladstone—
se halla restringido exclusivamente a las clases poseyentes”.
Si queréis saber en
qué condiciones de salud perdida, de moral vilipendiada y de ruina
intelectual ha sido producido por las clases laboriosas ese “embriagador
aumento de riqueza y de poder, restringido exclusivamente a las clases
poseyentes, examinad la descripción que se hace en el último “”Informe
sobre la Sanidad Pública” referente a los talleres de sastres, impresores
y modistas. Comparad el “Informe de la Comisión para examinar el
trabajo de los niños”, publicado en 1863 y donde se prueba, entre
otras cosas, que “los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un
grupo de la población muy degenerado, tanto desde el punto de vista
físico como desde el punto de vista intelectual”; que los “niños
enfermos llegan a ser padres enfermos”; que “la degeneración progresiva
de la raza es inevitable” y que “la degeneración del condado de
Strafford habría sido mucho mayor si no fuera por la continua inmigración
procedente de las regiones vecinas y por los matrimonios mixtos con
razas más robustas”. Echad una ojeada en el Libro Azul al informe
de M. Tremenheere, sobre las “Quejas de los oficiales panaderos”.
¡Y quién no se ha estremecido al leer la paradójica declaración
de los inspectores de fábrica, ilustrada por los datos demográficos
oficiales, según la cual la salud pública de los obreros de Lancaster
ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse reducidos al alimento
más miserable, porque la falta de algodón los ha echado temporalmente
de las fábricas; y que la mortalidad de los niños ha disminuido, porque
al fin pueden las madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez
más la medalla. Por el informe sobre impuesto de las Rentas y Propiedades
presentado a la Cámara de los Comunes el 20 de julio de 1864, vemos
que del 5 de abril de 1862 al 5 de abril de 1863, 13 personas han engrosado
las filas de aquellos cuyas rentas anuales están evaluadas por el cobrador
de las contribuciones en 50.000 libras esterlinas y más, pues su número
subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe descubre el hecho curioso
de que unas 3000 personas se reparten entre sí una renta anual de 25
millones de libras esterlinas, es decir, más de la suma total de ingresos
distribuida anualmente entre toda la población agrícola del Inglaterra
y del País de Gales. Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis
que el número de los propietarios territoriales en Inglaterra y en
el País de Gales se ha reducido de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861,
es decir, la concentración de la propiedad territorial en manos de
unos pocos sigue progresando al mismo ritmo, la cuestión territorial
se habrá simplificado notablemente, como lo estaba en el Imperio Romano,
cuando Nerón se sonrió al saber que la mitad de la provincia de África
pertenecía a seis personas.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las organizaciones de partido y todos los periódicos de partido de las clases trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los más avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a la república de allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación se desvanecieron ante una época de fiebre industrial, de marasmo moral y de reacción política. Debido en parte a la diplomacia del gobierno inglés, que obraba a la sazón, como ahora, guiada por un espíritu de solidaridad con el gabinete de San Petersburgo, la derrota de la clase obrera continental esparció bien pronto sus contagiosos efectos por toda la Gran Bretaña. Mientras la derrota de sus hermanos del continente llevó el abatimiento a las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó su fe en la propia causa por otro lado, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la confianza un tanto quebrantada. Estos retiraron insolentemente las concesiones que habían anunciado con tanto alarde. El descubrimiento de nuevos terrenos auríferos produjo una inmensa emigración y un vacio irreparable en las filas del proletariado de la Gran Bretaña. Algunos de los más activos hasta entonces fueron reducidos por el alago temporal de un trabajo más abundante y de salarios más elevados, y se convirtieron así en “esquiroles políticos”. Todos los intentos de mantener o reorganizar el movimiento cartista fracasaron completamente. Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno tras otro, por la apatía de las masas, y de hecho, jamás el obrero inglés había parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política. Así, pues, si no había habido solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y la del continente, había en todo caso entre ellos solidaridad de derrota.
Segunda Parte:
Sin embargo, este periodo transcurrido desde las revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones. No indicaremos aquí más que dos hechos muy importantes.
Después de una lucha
de treinta años, sostenida con una tenacidad admirable, la clase obrera
inglesa, aprovechándose de una disidencia momentánea entre los señores
de la tierra y los señores del dinero, consiguió arrancar la
ley de la jornada de diez horas. Las inmensas ventajas físicas, morales
e intelectuales que esta ley proporcionó a los obreros fabriles,
señaladas en las memorias semestrales de los inspectores del trabajo,
son ahora reconocidas en todas partes. La mayoría de los gobiernos
continentales tuvo que aceptar la ley inglesa del trabajo bajo una forma
más o menos modificada; y el mismo Parlamento inglés se ve obligado
cada año a ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al lado de
su significación práctica, había otros aspectos que realzaban el
maravilloso triunfo de esta medida para los obreros. Por medio de sus
sabios más conocidos tales como el doctor Ure, el profesor Senior y
otros filósofos de esta calaña, la burguesía había predicho, y demostrado
hasta la saciedad, que toda limitación legal de la jornada de trabajo
seria doblar a muerto por la industria inglesa, que, semejante al vampiro,
no podía vivir más que chupando sangre, y además, sangre de niños.
En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito misterioso
de la religión de Moloch, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas,
una vez al año quizá, y por otra parte, Moloch no tenía inclinación
exclusiva por los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación
legal de la jornada de trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando
a un lado la alarma de los avaros— de lo que se trataba era de decidir
la gran disputa entre la dominación ciega ejercida por las leyes de
la oferta y la demanda, contenido de la Economía política burguesa,
y la producción social controlada por la previsión social, contenido
de la Economía política de la clase obrera. Por eso, la ley de la
jornada de diez horas no fue tan sólo un gran triunfo práctico, fue
también el triunfo de un principio: por primera vez la Economía política
de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía
de la clase obrera.
Pero estaba reservado
a la Economía política del trabajo el alcanzar un triunfo más completo
todavía sobre la Economía política de la propiedad. Nos referimos
al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas
creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas “manos”
(obreros) audaces. Es imposible exagerar la importancia de estos grandes
experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos,
que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la
ciencia moderna podía prescindir de la clase de los patrones, que utiliza
el trabajo de la clase de los asalariados; han mostrado también que
no era necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estuviesen
monopolizados y sirviesen así de instrumentos de dominación y de explotación
contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que
el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado
no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante
el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría.
Roberto Owen fue quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema
cooperativo; los experimentos realizados por los obreros en el continente
no fueron de hecho más que las consecuencias prácticas de las teorías,
no descubiertas, si no proclamadas en 1884.
Al mismo tiempo, la
experiencia del periodo comprendido entre 1848 y 1864 ha probado hasta
la evidencia que, por excelente que fuese en principio, por útil que
se mostrase en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente
a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá
detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del monopolio,
ni emancipar a las masas ni aliviar siquiera un poco la carga de sus
miserias. Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos
aristócratas bien “intencionados”, a filántropos charlatanes burgueses
y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos
al sistema de trabajo cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar
en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo
como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas trabajadoras,
la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia,
ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la tierra
y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos
para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir
a la emancipación del trabajo, continuaran oponiéndole todos los obstáculos
posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trato de silenciar
en la última sesión a los defensores del proyecto de ley sobre los
derechos de los colonos irlandeses. “¡La Cámara de los Comunes —exclamó—
es una Cámara de propietarios territoriales!” La conquista del Poder
político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la clase
obrera. Así parece haberlo comprendido ésta, pues en Inglaterra, en
Alemania, en Italia y en Francia se han visto renacer simultáneamente
estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar
políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee
elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza
si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La experiencia
del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que
deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que
deben incitarles a sostener unos a otros en todas sus luchas por la
emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados.
Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países
que se reunieron en un mitin público en Saint Marttin’s Hall el 28
de septiembre de 1864 han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo? No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la heroica resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de aquellas, la que ha evitado a la Europa occidental al verse precipitada a una infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el océano. La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota con que las clases “superiores” de Europa han visto a la Rusia zarista apoderarse del baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara, cuya cabeza está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios de que dispongan; y cuando no se puede impedir, unirse para lanzar una protesta común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política
exterior de este género forma parte de la lucha general por la emancipación
de la clase obrera.
El Consejo Central de la Asociación Internacional de los Trabajadores, después de las nuevas incorporaciones, quedaba constituido de la siguiente forma:
George Odger, presidente; George W. Wheeler, tesorero; Carlos Marx, secretario para Alemania; G. P. Fontana, secretario para Italia; J. E. Holtorp, secretario para Polonia; Herman P. Jung, secretario para Suiza; P. V. Lebez, secretario para Francia; Willian R. Cremer, secretario general.
El Consejo General
estaba integrado por 27 ingleses, 9 franceses, 6 italianos, 2 suizos,
9 alemanes y 2 polacos.
manueltaibo@cantv.net
¡Gringos Go Home!
¡Libertad para Gerardo! ¡Libertad para los cinco héroes de la Humanidad!
Hasta la Victoria Siempre.
Patria Socialista o Muerte ¡Venceremos!