La Ley Orgánica del Trabajo, de la República Bolivariana de Venezuela, en su Artículo 39, reza que “Se entiende por trabajador la persona natural que realiza una labor de cualquier clase, por cuenta ajena y bajo la dependencia de otra. La prestación de sus servicios debe ser remunerada”. En el Artículo 41, “Se entiende por empleado el trabajador en cuya labor predomine el esfuerzo intelectual o no manual…”.
En el Artículo 42, “Se entiende por empleado de dirección el que interviene en la toma de decisiones u orientaciones de la empresa, así como el que tiene el carácter de representante del patrono frente a otros trabajadores o terceros y puede sustituirlo, en todo o en parte, en sus funciones”. En el Artículo 43, “Se entiende por obrero el trabajador en cuya labor predomina el esfuerzo manual o material”.
De acuerdo con los artículos 41 y 42, un “empleado de dirección” es un trabajador que “interviene en la toma de decisiones… así como el que tiene el carácter de representante del patrono frente a otros trabajadores”, “en cuya labor predomina el esfuerzo intelectual o no manual”. Su condición de representante patronal no lo convierte en un enemigo de los trabajadores, puesto que resultaría una contradicción legal. Su carácter de “orientador” (planificador, programador, evaluador y controlador), se requiere para el buen funcionamiento de cualquier empresa, sea esta capitalista o socialista.
El hecho de que en la actualidad, la mayoría de los empleos de dirección empresarial en las empresas públicas están desempeñados por trabajadores que han realizado estudios universitarios, que no “mojan de sudor, ni ensucien su ropa de trabajo”, tampoco indica que su labor es prescindible; o que deba recibir menor remuneración que aquellos que si la suden en la ejecución de las funciones asignadas dentro de la organización a la cual ambos grupos pertenecen; mucho menos, que los últimos deban sustituir a los primeros, como una forma de reivindicación laboral.
Son necesarias las aclaraciones anteriores, por dos motivos fundamentales: primero, porque se está elaborando una nueva Ley del Trabajo y algunas definiciones deberán cambiar para adecuarse a la nueva concepción de país, puesto que seguirán existiendo empresas privadas y públicas; pero, será necesario un nuevo enfoque para las últimas. Segundo, porque algunos representantes laborales solicitan al gobierno que sean “los trabajadores” quienes gestionen las empresas del estado; pero, entendiéndose como tal al obrero, porque, según su opinión, es quien realiza toda la labor productiva.
Con esta visión particular del proceso productivo, solicitan eliminar el esquema de organización existente, con el justificativo de ser “un mal heredado del capitalismo”. Algunos de estos representantes laborales consideran al profesional universitario que labora en supervisión como su enemigo natural; otros piensan que se deberían orientar todos los esfuerzos para que el obrero obtenga mayor remuneración que el empleado, sin considerar que ello vaya en contra del objetivo primordial de cualquier empresa pública, como es el servicio efectivo a la comunidad en la cual se inserta, y no una “entelequia laboral obrera”.
El desprecio por los profesionales universitarios, que algunos no pueden ocultar –tal vez porque en su condición de supervisores no responden a sus caprichos de poder–, es otra de las razones por las cuales se pretende defenestrarlos de los cargos gerenciales de las empresas del estado. Aunque, la más obvia, es que en muchos “corazones socialistas” anida la “cochina ambición capitalista” de ocupar un cargo en el cual se devengue una alta remuneración y se ejerza “el poder que tanto se repudia”.
Para los radicales defensores de la teoría socialista, quienes consideran que ésta debe aplicarse “al pie de la letra” –como está indicado en las obras clásicas–, se les presenta el dilema de si debe cumplirse con aquello de que “de cada quien según su capacidad y para cada quien según su necesidad”; porque, quien haya nacido con aversión hacia los estudios teóricos y se limite, o tome la decisión de estudiar lo básico para obtener un trabajo de obrero, al tiempo que se libera de la responsabilidad que resultaría de formarse mejor académicamente, se beneficia de la obtención de mayores recursos para compensar “el daño social” que afirma le han causado.
Aclaro –antes de que se me mal interprete–, que no me refiero a quienes las condiciones sociales imperantes en su adolescencia no les permitieron realizar sus sueños de obtener un título universitario; sino a los que no quisieron lograrlo, aun teniendo la oportunidad para ello y ahora exigen la reivindicación de una condición laboral que ellos mismos buscaron, porque resultaba más atractiva económicamente, en el momento en que ingresaron a la organización en la cual laboran. Menos aún, hoy en día, podría justificarse su estancamiento académico, cuando el gobierno está brindando tantas facilidades para mejorar.
Es tan cierta esta afirmación que en algunas empresas del estado, el obrero presume de su ingreso, ante el profesional universitario, resaltando el no haber requerido realizar tantos estudios para devengar una remuneración sustancialmente mayor. La situación se agrava cuando estas empresas le brindan al trabajador la posibilidad de realizar estudios superiores y al culminarlos, se niegan a ejercer en el área en la cual se han formado, alegando desmejoramiento en su remuneración. Se empeora en aquellas instituciones públicas en las cuales los contratos colectivos parecieran orientados de tal manera que, más que buscar el beneficio del obrero, trataran de perjudicar al profesional universitario.
Es innegable que en la mayoría de las empresas del estado están anclados, infiltrados, encubiertos y protegidos descaradamente por el enemigo interno, algunos profesionales universitarios que son adversos al gobierno y, mientras presumen de su apoyo irrestricto, se convierten en obstáculos insalvables para que su organización aplique las políticas establecidas por el ejecutivo central; pero, ni son todos los que están, ni todo el obrero que grita “patria, socialismo, o muerte”, es un incondicional del gobierno, ni posee méritos para sustituir a los primeros en los cargos directivos, o de confianza.
¿Qué ocurriría en aquellas organizaciones públicas que fueran manejadas por quienes, además de no poseer la capacidad para ello, sienten ese profundo desprecio por quienes le superan académicamente? La garantía de enviar suficiente personal a cuanto acto público realice el gobierno, no es extensible al buen manejo gerencial de la organización; tampoco se puede presumir que al nacionalizarse una empresa, la eficiencia gerencial que ella pudiera tener se transfiera automáticamente a la nueva directiva. En muchos casos, es preferible contar con adversos eficaces, que con afectos incapaces.
Ya ha habido resultados contrarios a los ofrecidos, por quienes pretendieron la cogestión de las empresas públicas fundamentados en la falsa idea de que el enemigo interno era el profesional universitario, por ser el instrumento del patrono para la explotación del obrero; pero, ¿puede concebirse este absurdo, en una empresa de un estado socialista ?
Indiscutiblemente, en cualquier empresa pública, el patrono será siempre el gobierno, que designará sus representantes para que cumplan la función de servir al país, logrando el máximo de eficacia y evitando que la empresa colapse; además, en un estado socialista las leyes protegerán al trabajador, sin que éste requiera de representantes para ello.
Entre varios trabajadores que demuestren capacidad gerencial y fidelidad política, el de mayor formación académica se adecuará mejor al principio de “de cada quien según su capacidad”; entonces deberá justificar sus credenciales, o “morir gerencialmente, en el intento”.
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