Las experiencias más violentas que padecí en los dos viajes que realicé a Venezuela entre marzo y junio del año pasado se produjeron en el interior de dos aviones antes y después de pisar territorio criollo.
El precio del pasaje directo de San Juan a Caracas impuesto por las compañías aéreas estadounidenses resultaba inabordable para mi presupuesto, así que en ambas coberturas hice trasbordo en Atlanta a la ida y a la vuelta. Dos días después del anuncio de la muerte del presidente Hugo Chávez yo alucinaba en el aparato de Delta en el que volaba de Puerto Rico a la Ciudad de la Coca-Cola. En clase turista, el espacio entre asientos era tan escaso como los que yo conocía, pero este Boeing estaba equipado en todos los asientos con un sistema de entretenimiento audiovisual que me dejó aturdido casi todo el viaje. Casi me olvido que me dirigía como periodista freelance, que es como decir con el culo al aire, a uno de los países más violentos del mundo, según ha insistido la prensa internacional durante los 15 años de gobiernos democráticos chavistas, en un momento histórico excepcionalmente convulso en el que podía pasar cualquier cosa, entre ellas, una generalización de la violencia a niveles de guerra civil, dramática eventualidad que consideraron entonces como posible algunos analistas. Me pasé las cuatro horas de vuelo cambiando canales de radio y televisión, comenzando a ver películas de estreno, series y documentales, y naufragando en internet.
Sin embargo, el aparato que Delta dedicaba al tramo de Atlanta a Caracas debía llevar cuatro décadas en el aire. Los asientos eran relativamente modernos, pero un concierto de crujidos y ronquidos provenientes de diferentes partes del interior y del fuselaje del avión vaticinaban un cercano desguace. Pretendía dormir un poco. Los días previos no había podido por los preparativos y la colecta de donaciones. Pero cuando me acomodaba en mi butaca, se sentó a mi lado un joven de veinte y pocos años, de estatura media y pelo moreno con un recorte clásico corto, marcando pectorales en su polo de rugby de manga larga con franjas celestes y marrones.
No imaginaba que empezaría a trabajar sobre el terreno miles de kilómetros antes de llegar a Caracas, y es que el joven exalumno del Colegio San Ignacio de Loyola de la capital venezolana me obligó. Me obligó muy cortésmente y con educada insistencia, aprovechando que yo, en asiento de ventanilla, no tendría escapatoria durante las próximas cuatro horas y media salvo para ir al baño en algún momento. Es lo que tiene ser periodista, que uno siempre está trabajando por deformación profesional o porque la mayoría de la gente con la que cruzas unas palabras y se entera de que eres reportero se cree con el derecho a ponerte a trabajar y te dispara una queja, te regala una confidencia o te sugiere un perfil. Descubrí durante mis dos viajes a Venezuela que allí sucede eso especialmente, en mi caso diría que exclusivamente, con los críticos con la Revolución Bolivariana y el proyecto socialista impulsado por Chávez. Los opositores, denominados peyorativamente escuálidos, caen como moscas sobre los periodistas internacionales con enjoyadas lamentaciones, siempre clasistas y a menudo abiertamente racistas.
Javier era listo. Sabía parecer culto. Hizo un comentario sobre el libro de José Saramago, que yo había apoyado sobre mi bandeja reclinable, que recuerdo le quedó lo suficientemente lúcido como para que se pudiera inferir que lo había leído todo del Nobel portugués, pero demasiado ambiguo como para mojarse específicamente sobre aquel ensayo literario acerca de unos comicios lluviosos, y su repetición, en los que los electores votaron en blanco mayoritariamente comenzando así una revolución pacífica.
Pero yo no quería hablar con él de literatura y mucho menos de política. Siempre me ha resultado violento tener que hablar más de lo necesario si es obligado por la cortesía y no por natural simpatía o empatía hacia el otro. Como Javier había comenzado un interrogatorio que se veía decidido a continuar todo el viaje, me puse a trabajar tratando de ser cuidadoso con mis expresiones y, ya que no me iba a dejar en paz, pensé que lo mejor era que no me viera como un enemigo frontal por mi aprecio por el proceso bolivariano.
Le confesé con orgullo no fingido que me había formado durante trece años en un colegio jesuita en España antes de ingresar en la universidad y que viajaba a Venezuela para tratar de ver con mis propios ojos una realidad que me parecía que la prensa internacional estaba distorsionando. Traté de moderar mi pasión al plantearle que mientras los medios de comunicación hegemónicos bombardeaban la imagen internacional de los gobiernos chavistas, los datos que publicaban organismos internacionales continuamente confirman y destacan los logros experimentados en el país en cuanto alimentación, vivienda, educación, salud y erradicación de la pobreza en general, a parte del extraordinario aumento de la participación ciudadana a muchos niveles organizativos y decisionales.
Javier me describió un país devastado en el que el gobierno derrochaba la gasolina (en Venezuela cuesta llenar el tanque de un camión lo que en otros países vale un chicle), donde: las viviendas que el Estado construía para los pobres se levantaban con malos materiales y a la ligera; no se podía salir de casa después de las seis de la tarde si no se quería ser secuestrado o atracado; la educación era de pésima calidad; todo el mundo pasaba necesidades y escaseaban los productos básicos en los supermercados; se había producido un retroceso tecnológico de cuarenta años; los “boliburgueses” (bolivarianos corruptos) se robaban los escasos beneficios (por la supuesta incompetencia de los funcionarios revolucionarios) del inagotable petróleo del Orinoco; el aparato represivo chavista me impediría moverme con libertad e incluso que me fumase un cigarrillo en la calle. Me aconsejó, despertando mi asombro, que no fumara en la calle si no quería que me arrestaran para pedirme dinero a cambio de dejarme libre sin proceso judicial o multa administrativa. Cuando le dije que me alojaría en Parque Central, en el centro de Caracas, y le pregunté por lugares de recreación social nocturna, para beber o ver bailar salsa o asistir a un concierto, me miró como si fuera un marciano, me aseguró que desde que llegó Chávez al poder no había lugares para salir de fiesta en todo el país y me advirtió que tuviera mucho cuidado en esa zona y que nunca caminara solo.
Nueve meses después de aquella conversación, aun me estremece la violencia de esas mentiras y verdades a medias que como letanía insistente repite con proselitismo religioso todo opositor venezolano. Javier había ido y regresado a Atlanta el mismo día “de compras y para arreglar un asunto de una casa”.
Salí del aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetia y mientras negociaba con un taxista el precio del trayecto a Parque Central (Javier no se atrevió a pedirle a quien iba a recogerlo a él que me acercara a mí a una zona tan peligrosa) vi a un joven guardia nacional fumándose un cigarrillo. Me acerqué a él y le pedí candela. Me la dio sin dar importancia al gesto y seguí caminando con el taxista, que insistía en cambiar mis escasos dólares por sus devaluados bolívares. A toda velocidad por la carretera que une el aeropuerto con Caracas, el taxista me aseguró que la situación tras la muerte del mandatario estaba tranquila, que no creía que se fueran a producir estallidos de violencia, que el pueblo venezolano es un pueblo pacífico. Algunos chavistas denunciaban que se había producido un magnicidio y esperaba encontrarme con una especie de estado policial, de sitio, militarizado. Pero pasada la media noche la carretera estaba desierta y solo cada varios kilómetros había apostadas parejas de soldados que parecían aburrirse mucho.
De todo lo que me dijo Javier, supongo que hay que reconocer que también en Venezuela hay funcionarios corruptos, que quizá las entregas de casas de las misiones Vivienda se hagan a veces precipitadamente para alojar de emergencia a afectados por inundaciones y otras calamidades, y que las cifras de muertes violentas en el país hablan por sí mismas. Pero también esto último se puede matizar explicando que cuando se produce una muerte violenta en Venezuela, en el primer momento queda registrada como eso, una muerte violenta, sin que se especifique si se trata de un homicidio o un accidente de tráfico, doméstico o comercial. Cuando finalmente se establece si se trata de asesinato o accidente, nadie se encarga de revisar y publicar nuevas estadísticas desglosadas. En Puerto Rico, el primer parte policial sobre cualquier suceso ya establece si se trata de un asesinato o un “accidente fatal” sin considerar que un accidente puede haber sido consecuencia del corte intencionado de los frenos de un vehículo, por ejemplo.
Entre marzo y junio del año pasado me alojé en diferentes momentos más de 40 días en Parque Central y caminé solo por toda Caracas a toda hora, incluyendo a menudo la madrugada y barrios de mala fama como Petare, y nunca tuve el menor indicio de que corría peligro. Claro, para mis colegas corresponsales extranjeros en Venezuela, aunque no salgan de Altamira o Chacao y escriban desde el otro lado de los alambres de púas, yo como periodista debo ser una especie de inspector Clouseau, el despistado y atolondrado gendarme francés que interpreta Steve Martin en La Pantera Rosa y que resuelve los casos sin enterarse de lo que pasa a su alrededor.
Mientras los opositores apelaban constantemente a la escasez y al “hambre” que pasaban, yo me maravillaba con el tamaño de las raciones que servían en los restaurantes y bares caraqueños. Con una sola comida, mi cuerpo se saciaba para el almuerzo, la merienda y la cena, y a menudo pedía que me prepararan los restos para llevar. Me fascinaban los puestos de las esquinas con todo tipo de generosos ofrecimientos gastronómicos, desde las tradicionales arepas rellenas a los emparedados de filete de lomo o “pepitos”, con carne con la que un cocinero español sacaría para seis o siete serranitos; o esas hamburguesas gigantescas con lechuga, cebolla, tomate, aguacate, huevo frito y que siempre me comía en dos o tres sentadas porque me resultaban exageradas para una sola comida. Todavía más me chocó comprobar que Caracas cuenta con una treintena de modernos centros comerciales de varias plantas y cientos de establecimientos, desde tiendas de artículos de lujo de todo tipo (clásicos y tecnológicos), donde se pueden encontrar los mismos productos accesibles en cualquier país capitalista, hasta multicines y parques infantiles temáticos. Me sorprendió comprobar que no hubieran nacionalizado todavía el BBVA (Provincial), banco que en Puerto Rico y en España había asfixiado mi existencia durante años.
En los supermercados, es cierto que a veces no se encontraba algún artículo como el jabón de fregar platos, pero si un día faltaba algo, la misma semana las autoridades encontraban toneladas del producto en escasez almacenado por algún especulador o saboteador escuálido.
Es cierto que el asunto no es tan simple, así que mejor no me desvío del tema y sigo hablando de la violencia que yo vi. Una de las pocas veces que estuve a punto de sentirme amenazado fue en las afueras de la Asamblea Nacional el día que Nicolás Maduro tomó posesión como presidente encargado antes de ganar las elecciones por un margen más breve de lo previsto.
Las calles que rodeaban el Palacio Legislativo estaban cubiertas por una alfombra humana roja. Miles de chavistas entonaban consignas, principalmente, para que se enterraran inmediatamente tras las exequias los restos de Chávez en el Panteón de los Próceres junto a la tumba de Bolívar. Yo trataba de llegar a algún acceso al edificio de la cúpula dorada como en un concierto multitudinario a la primera fila bajo el escenario. De mi cuello colgaba un collar de credenciales de prensa expiradas y sentí el escozor de algunos ojos que, más que odio, reflejaban rabia e incomprensión. Para avanzar tuve que empujar. Gritaba: “prensa de Puerto Rico, por favor”, muy orgulloso y algo ridículo.
Después de rodear la cuadra y de varios intentos fallidos de superar las barreras de militantes chavistas y soldados de luto, vi a un equipo de televisión al que le abrían las rejas que rodean el edificio a pocos metros de donde yo me encontraba aprisionado nuevamente como en una lata de sardinas rojas. Me desembaracé de los cuerpos que me rodeaban y salté sobre la jardinera que me separa del soldado que había movido varios barrotes de la verja donde no parecía que hubiera puerta. Trataba de convencer al soldado haciendo equilibrios sobre el filo de un arriate cuando sentí que una mano de piel suave apretaba una de las mías. Una periodista venezolana de melena negra de anuncio de champú, con cuerpo de modelo latina en EEUU y credenciales de radio local, me jaló hacia el soldado, casi tirándome sobre él, mientras le increpaba: “si dejaste a esos, nos tienes que dejar a nosotros y chamo, abre ya que no llegamos”. Dejé de oír los gritos y las consignas y por mi madre que empezó a sonar música de película romántica de aventuras.
Me di unos golpecitos en la cabeza como para destaponarme los oídos y cuando regresó el clamor bolivariano, la compañera había desaparecido. Volví con mi lema, “prensa de Puerto Rico”, en un caos de correcorres y melés espontáneas: a un lado, los periodistas amogollados tratando todos de ser los primeros en conseguir el acceso al salón elíptico; al otro lado, los oficiales de prensa insistiendo en la necesidad de hacer dos filas.
Como periodista en misión, siempre me ha parecido más honrado colarme que ser invitado a cualquier actividad oficial o comercial. Por eso cuando en menos de cinco segundos el centenar de periodistas obedientes y oficiales de prensa desorganizados desapareció, yo trataba de hacerme el encontradizo con alguno de los diputados y generales que entraban rodeados de guardaespaldas al recinto parlamentario con la intención de seguir caminando con ellos hasta donde me dejaran. Me ordenaron esperar sin acercarme a la entrada junto a una periodista de AFP a la que habían asignado escribir la nota, y tomar fotos e imágenes de video, de la ceremonia de investidura, pero que como yo, había perdido la fugaz oportunidad de entrar con el resto de los colegas.
Con nosotros esperaban que las dejaran entrar una anciana y una mujer indígenas que habían llegado a Caracas desde una zona remota de los Andes para las exequias. Les planteé que porqué los chavistas insistían en enterrar inmediatamente a Chávez en el Panteón de los Próceres cuando, por un lado, la Constitución de 1999 de la que tanto presume el chavismo indica que hay que esperar 25 años después de la muerte de cualquier personalidad que vaya a ser enterrada allí como héroe nacional; y que, por otra parte, Chávez había dejado dicho que quería que lo enterraran en su tierra, Barinas.
Las indígenas, hablando sobretodo la más joven y afirmando siempre con la cabeza la mayor, me contestaron con pasmosa sencillez, propiedad y firmeza, que es que “en Venezuela manda el pueblo. Lo que nuestro presidente Chávez nos enseñó es que quien manda, quien manda aquí en Venezuela de verdad, es el pueblo, no Chávez. Chávez nos enseñó que lo importante es lo que quiera el pueblo, no lo que quiera Chávez. Además, la Constitución es una herramienta del pueblo que provee para que si el pueblo quiere, si el pueblo se organiza, se puede enmendar la Constitución para que diga lo que quiere el pueblo que diga”.
Me olvidé de la juramentación y me fui a mi casa pensando que empezaba a comprender lo profundo que habían calado los programas Aló Presidente y la enormidad de la distancia que había entre la realidad de Chávez y su imagen de payaso internacional que los medios corporativos habían creado sobre él.
Abordé un vagón de metro en el que no había nadie cuando me senté. El subterráneo comenzó a moverse, pero se detuvo violentamente. Al vagón saltaron siete jóvenes, con pinta de malandros, que comenzaron a saltar sobre los asientos y a correr de un extremo al otro. Pensé que me iban a asaltar, sin embargo, comenzaron a cantar un rap.
Uno de los jóvenes marcaba el ritmo golpeando el sujetamanos de metal, otro raspaba unas endiduras de plástico del mobiliario, otros tres simulaban el sonido de instrumentos con la boca y las manos y los otros dos entablaban un ingenioso duelo de rimas incorporando sucesos de la actualidad más inmediata. Tan brillantes me parecieron que me despreocupé por completo de la posibilidad de ser atracado, así que desenfundé mi HTC Android, la única posesión material valiosa que ostentaba si no la tenía en un bolsillo, y les apunté con la cámara de video. “Mi gente, algo para Puerto Rico”, les propuse. El resultado, penosamente grabado, está en Youtube, aunque no se aprecian las rimas improvisadas sobre “el pana que ha venido de Puerto Rico a despedir al comandante”.
La primera vez que visité la kilométrica fila que formaron durante días cientos de miles de venezolanos para llegar a la capilla ardiente donde descansaba el féretro con el cadáver de Chávez me sentí violentado, de nuevo, por un opositor, aunque no me di cuenta de lo que realmente había pasado hasta varios días después. Salí del metro a la calle en la estación Símbolos con hambre canina y me acerqué a uno de los puestos de hamburguesas apostado en la misma explanada de la boca de la estación. Me puse detrás de dos personas que hacían fila. Noté movimientos extraños alrededor que parecían tener que ver conmigo, pero no acertaba a comprender qué estaba pasando.
Cuando me tocó el turno, pedí una completa y después de esperar varios minutos y de que hubieran comenzado a preparar la hamburguesa, una señora, que no había visto hasta ese momento, me dijo que el puesto estaba cerrado y que no daban más comida. Perplejo, no supe ni qué preguntar. Me señalaron el puesto, idéntico, que había a unos diez metros de distancia.
Volví a pedir lo mismo. Cuando le di el primer bocado a la hamburguesa, que hubiera esperado hasta ese momento no se lo perdono, una joven que resultó ser periodista de una emisora del grupo PRISA se me presentó. Fue muy amable aunque mirándome también como a un extraterrestre, me advirtió de los muchos peligros que corría al andar por allí sin protección y me presentó a su madre, una señora con cara de amargada y ojos inundados de odio, que la acompañaba a la cobertura para protegerla, que precisamente ese día los chavistas habían agredido a una corresponsal extranjera. Había tragado sin poderlo disfrutar un tercio de mi hamburguesa cuando la envolví y la guardé, me levanté, intercambiamos direcciones y teléfonos y me dirigí hacia los mil y un peligros que me esperaban, pero lo único que encontré fue el amor y el luto de un pueblo empoderado. Me conmovió ver a soldados desarmados repartiendo gratuitamente ejemplares de la Constitución de 1999.
Me costó atar cabos y comprender la trapera estratagema que la colega había urdido para propiciar un encuentro con el periodista extranjero. En lugar de acercarse de frente y presentarse, había impedido que pudiera comer en otro lugar que no fuera en la silla que estaba junto a ella.
En una de las ocasiones que acudí al Paseo de los Próceres, último tramo que recorría la fila hasta llegar a la Academia Militar, terminé de hacer entrevistas a las tres de la madrugada. Todavía quedaba un buen rato para que abriera el metro y mi presupuesto nunca estuvo para taxis. Aunque me gusta caminar, la distancia hasta Parque Central era enorme y me costaría demasiado tiempo y esfuerzo. Había viajado en mototaxi, que aunque no podía permitirme a diario, en aquel momento me pareció la mejor, la única opción. Abordé a un motorista en un semáforo, pero me dijo que no era mototaxi. El semáforo se puso en verde y el motorista, joven de unos treinta años con cazadora de cuero negro, dio una vuelta a la rotonda y paró la moto a mi lado. “¿A donde vas?”, me preguntó. “Pero… si no eres mototaxi…”, titubeé. “Voy a Parque Central. Si puedes llevarme, ¿cuánto me vas a cobrar?”, le pregunté. “No te preocupes. Sube”, me ordenó.
Desde el asiento trasero, yo buscaba por todas partes las torres gemelas de Parque Central, que son una referencia visual desde casi cualquier punto de Caracas. Como no aparecían por ninguna parte pensé que ya sí que me iban a llevar a un sitio malo a hacerme cosas malas.
Cuando de repente, tras una curva de la autopista, aparecieron imponentes las torres, me entraron ganas de abrazar al motorista, que me preguntaba en ese momento que en qué parte de Parque Central debía dejarme. Cuando lo hizo, casi tuve que meterle yo en el bolsillo los 40 bolos que insistí en darle “por lo menos para un café” y que se negaba a aceptar.
El estruendo de los cacerolazos durante los días que siguieron a las elecciones a las siete de la noche, a mí me resultaba más folclórico que impresionante. Para muchos de los que golpeaban ollas y sartenes aquellos días seguro que era la primera vez que tocaban una cacerola. Me imagino a algunos ordenando al servicio que las golpeara por ellos.
Me resultó violento que en muchos restaurantes exhibieran grandes cartelones recordando la prohibición de entrar en los establecimientos portando armas y que en algunos de ellos hubiera que pasar, incluso, por un detector de metales antes de entrar. Recordé que más violento me pareció, cuando llegué a Puerto Rico, observar delante de mí en la fila de un Burguer King a dos hombres, presuntos policías o agentes federales de paisano, armados con obscenas pistolas de gran calibre que les colgaban de las caderas en ángulos de 45 grados y que parecía que en cualquier momento se les iban a caer o que a alguien de más atrás se le iba a ocurrir agarrar alguna. En Venezuela yo, periodista Clouseau, vi muy pocas armas y todas de autoridades uniformadas.
No puedo obviar que durante mi estancia en el país suramericano, se produjo un altercado violento en el Parlamento en el que la oposición denunció que varios de sus diputados resultaron heridos. Tras las elecciones, el no reconocimiento de los resultados por parte de la oposición provocó, según las autoridades chavistas, al menos una docena de muertos. Confieso que de esas cosas me enteré por la televisión.
Yo tuve suerte. Más suerte que cada una de las más de 28.000 personas que el año pasado fallecieron en muertes violentes, y las que se hayan producido este año, y las que se produjeron en años precedentes, en Venezuela.
La situación más violenta que viví durante mis viajes a Venezuela, donde contrario a lo que Javier me había previsto, gocé en cines y tabernas, en ferias populares y conciertos de música electrónica, se produjo cuando dejaba el país en el segundo viaje de regreso a Atlanta para la conexión con Puerto Rico.
Al subir al avión encontré que me había tocado en una línea de tres asientos solo con uno de ellos de pasillo. Afortunadamente, mi boleto decía, como había solicitado al comprarlo, que mi butaca era la de pasillo. Pero una nonagenaria de hueso y pellejo, enjoyadísima y enfundada en un abrigo de piel de zorra, me había usurpado mi asiento. Me aseguró que aunque su asiento era el del medio, yo se lo cedía porque ella estaba muy vieja.
Apenas si había dormido las tres o cuatro noches anteriores trabajando en el documental que durante mi segundo viaje realicé, también bastante por la libre, con Eduardo Aguiar, Carlos Zayas y Kique Cubero, y estaba exhausto tras un maratón de entrevistas en Barinas. Le dije a la emperifollada señora que por supuesto se quedara con mi asiento, pero que por favor me dejara descansar, que no había dormido hacía días. A la señora no le importó mi agotamiento. Me agarraba del brazo y me hacía mirarla a los ojos mientras me contaba que su hijo no iba a regresar a su país “mientras siguieran esos” y, sin soltarme un segundo ahora la muñeca, ahora el antebrazo; ahora las puntas de sus dedos enjutos me golpean en la pierna, en el estómago, en el pecho; compartía con la joven escuálida de la ventanilla las innumerables calamidades y vejaciones provocadas por las hordas de brutos, negros y desdentados que el demonio chavista había armado contra la gente de bien, esa que vivía aislada de los cerros en una burbuja en Caracas cuando, antes de Chávez, los pobres no podían llegar al centro porque no había ni puentes peatonales ni funiculares que atravesaran las autopistas que rodeaban a la urbe civilizada manteniendo a los sucios parásitos humanos de los cerros alejados de la élite privilegiada.
Aquella vieja no me parecía una cotorra, era un grajo que me seguía tirando de la camisa y no callaba aunque yo cerrara los ojos y me hiciera el dormido o le rogara que por favor me dejara dormir. Cuando la mujer grajo se levantó para ir al baño, corrí a un azafato y le dije que o me daba otro asiento o iba a acabar estrangulando a la señora, que viajaba a Atlanta a comprarle una casa a su hijo porque “si no lo dejan volver, una tiene que ayudarlo al pobre”.
No cabe duda de que la violencia, como nos recordó el día de reyes el asesinato de una ex Miss y su familia, acribillada a balazos en el interior de un vehículo, es una asignatura pendiente de la Revolución Bolivariana. Pero tampoco se pueden exigir resultados espectaculares inmediatos cuando se trata de un proceso, hacia el socialismo venezolano, que no fusila, que no tortura, que no hace desaparecer a disidentes políticos ni delincuentes comunes como gobiernos precedentes y que está enfocado en la educación de todos para todos. En estas condiciones, sin represión, yo esperaría los resultados espectaculares en una generación.
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