Capitales colonialistas. Cabezas de subdesarrollo. Tumultos deshumanizantes.
Las capitales de nuestros países, en general, son creación del poder político colonial. Excepto Brasil, que planificó la fundación de una nueva capital, el resto conserva la vieja sede. Los mismos países son hechura del invasor.
Poco debate se ha dado sobre este tema, incluso en el seno de la Asamblea Constituyente de 1999 lo sugerí en vano, la mayoría sólo estaba interesada en ver qué tipo de gobierno tendría la capital y algunos en optar a detentarlo.
El modelo de una sola ciudad como centro de decisiones, sede de las instituciones del Estado, ha implicado una serie de deformaciones demográficas, sociales y culturales que dificultan su viabilidad humana y ambiental.
Si agregamos el hecho de nuestra condición de economía petrolera rentista, obtenemos un coctel bien embrollado de ciudad privilegiada y parasitaria, que, frente a los términos del país contenidos en la Constitución, se convierte en obstáculo para alcanzar los fines supremos de la República.
La concentración exagerada de población en un pequeño espacio sólo favorece al capital. Por un lado dispone de abundante mano de obra, lo que abarata los costos en cuanto a salarios, y, por el otro, cuenta con un mercado cautivo para la venta de mercancías que le permita la realización del capital.
Si en las tempranas economías capitalistas de Europa, la ciudad crece alrededor de las industrias, en nuestras rezagadas economías colonizadas la ciudad se orienta al mercado de exportación. Siempre mirando hacia el exterior, se busca la cercanía del mar para embarcar las materias primas extraídas y descargar las manufacturas provenientes de la metrópoli.
Esta ciudad no desarrolla una industria propia ni produce sus alimentos. Sin embargo, crece patológicamente como aglomerado caótico sin identidad. La trampa rentista que reproduce permanentemente la dependencia, se agrava por el abandono del campo que conlleva a la quiebra de la soberanía alimentaria.
Otra consecuencia directa del modelo de capital colonialista dependiente es la elevación desmedida de los costos de construcción y de la instalación de los servicios públicos que nunca alcanzan a cubrir el incremento poblacional. La visión urbanística dominante es devoradora de la extensión territorial, lo que implica un gasto ecológico extra por las distancias a cubrir y los materiales a consumir.
La perversidad de esta herencia colonial llega al extremo de penalizar a los habitantes del resto del país haciéndoles pagar unos precios establecidos por los oligopolios capitalinos, de manera que el precio fijado en la capital regirá hasta en los campos de donde sale el producto.
El centralismo burocrático también obligará a centenares de personas a viajar a la capital a tramitar cualquier clase de diligencias, desde procurar el cobro de unas prestaciones sociales hasta legalizar unos documentos.
Caracas concentra una cuarta parte de la población del país. La nómina pública es el núcleo duro del cual se sustenta la mayoría y el resto es la centrífuga de los servicios y el comercio que el mercado capitalista explota a conveniencia. El valor agregado de la ciudad tiene signo negativo. El gasto público, esa gigantesca renta petrolera, atrae al capital especulativo que lleva doscientos años chupándose el presupuesto.
El valle está que explota, y, aunque le hagan un segundo piso, su paranoia se revertirá tarde o temprano contra los cambios revolucionarios. Su lógica es preservar el Estado burgués colonial heredado. Y ¡ay¡ del que ose intentar cambiarlo.
Constituyente
Yldefonso Finol
Presidente de la Comisión Nacional de Refugiados
caciquenigale@yahoo.es
"... los Estados Unidos que parecen destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad..."
Simón Bolívar, El Libertador. Guayaquil 5 de agosto de 1829.