23 de Noviembre de 2004, 06:38 AM
Cuando te acercas a la verdad, te conviertes en un enemigo. Fue esto lo que le pasó al fiscal Danilo Anderson. A toda costa se debía evitar que sus investigaciones alcanzaran a los culpables. Un artefacto explosivo acabó con su vida a los 38 años de edad, pero la verdad no fue tocada un ápice, permaneció incólume. Como siempre ocurre, los asesinos con su acto la abultaron y, al contrario de lo que buscaban, despejaron la vía para que se le conozca más rápido.
Noviembre fue un carajazo artero. La canalla truncó la vida de un joven abogado para que no se descubriera a la canalla. Si el crimen no paga y todo terrorismo es inútil, la brutal acción contra Danilo Anderson señala a sus culpables, casi los retrata. Si los criminales con el asesinato enviaban un mensaje, la multitud que se volcó a las calles a acompañar el cuerpo sin vida del joven fiscal, lanzaron su respuesta. No se equivoquen. Léanla bien.
En 2002 escribí que el fascismo, el 11 de abril de ese año, había enseñado sus dientes de leche, ya afilados. La desesperación y las sucesivas derrotas los han hecho crecer algo, pero no lo suficiente para avasallar al pueblo venezolano y dar al traste con su férrea voluntad de transformación. Aquellos vientos de golpe impune, sabotaje, paros y guarimbas trajeron estos lodos. Las cacerolas en casas de familia, restaurantes y aviones, mediáticamente promovidas, fueron el eco del terrorismo antes del estallido de la bomba. Reflexionen sobre esto.
El terror como arma política no discrimina entre quienes lo condenan y los que callan o lo aplauden. Entre las víctimas inocentes de los atentados en sitios públicos pueden estar tu hijo, tu padre, madre, hermana o amigo. Si la violencia se convierte en espiral lo envuelve todo. Entonces las sonrisas se deforman en muecas, rictus y dolor. Quienes en principio se alegran porque los hijos de los que odian no podrán ir a la escuela, pronto entenderán con amargura que los suyos tampoco pueden hacerlo. Todos seremos prisioneros, si lo permitimos.
El primer paso del terrorismo es desestabilizar las instituciones, con su desprestigio como antesala. En este propósito concurrieron medios, columnistas, opinadores y hasta cómicos seducidos por un medio plato de lentejas. El ex embajador Shapìro lo sabía y conocía la baja tarifa de los bufones y payasos. El acto cumbre y culminante de aquel proceso de desprestigio institucional lo montó en su propia embajada. La impunidad sería el otro ingrediente y el escenario quedaba montado para empezar a colocar bombas y a matar gente. Las lágrimas virtuales y el emblema de “luto activo” son hoy una bofetada frente a un pueblo herido en su dolor y a un cadáver destrozado.
Es bueno recordar en esta hora las palabras del poeta John Donne, que le dan título y epígrafe a la novela de Ernest Hemingway: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Las campanas que se oyeron en el sepelio del fiscal Danilo Anderson, no sólo doblaban por él, doblaban por todo el pueblo venezolano. Y de todos depende que se apague ese lóbrego tañido que nos hiere.
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