Silencioso ratón o fantasma en librerías i bibliotecas, libando como abejas de ensueños, libros, libros mui pequeños i hermosos que pasan desapercibidos para algunos, i leídos i colocados en sitios escogidos en mi biblioteca –paraíso terrenal si el mito existiera−; i, cuando los reencuentro en el camino, buscando tesoros de papel, de nuevo me sorprenden como joyas escondidas i secretas.
Por senderos de papel i tinta, también se viaja por el mundo, i transitando mucho por Europa i poco por América, i nada por el África, Asia i Oceanía –mundos ajenos o distantes− aclaro que no ha sido así en los libros, cuando caminante sin fronteras como Herman Hesse, he captado ¡oh milagro para quién no cree en ellos! he captado, repito, con pasión todos los paisajes i colores, en las nubes en celajes i en los seres humanos como vicios o virtudes, sea por sus variedades genéticas, el sol sobre sus pieles i sus pensamientos como fuegos gregiscos| o fuegos fatuos, i lloviznas de estrellas o luceros, toda la felicidad o la amargura del mundo.
Uno de esos pequeños tesoros, el hermoso opúsculo narrativo e ilustrado por sus acuarelas, de Herman Hesse, titulado El Caminante, con reflexiones, poemas i bellas pinceladas, me enseñó a pasar las absurdas fronteras de un mundo que es única nave espacial de todos, punto azul pálido donde ni Dios se habrá percatado de nuestra existencia, como pensaron ciertos sabios i el viento sopla en todos los senderos, nos hace creer desaparecidas las fronteras. Por eso creo haber conocido bellos sentimientos ignorados antes, así como países en los que nunca estuve i creo que el tiempo de vida que me queda, no me lo permitirá jamás. Por lo tanto, apenas guardo testimonios de afectos especiales e inesperados a mis seres queridos, como la muchacha guía en la frontera de Checoeslovaquia i Alemania, cuando salíamos presurosos de Praga, ante la inminencia de una invasión soviética, comprobamos que todos los seres humanos son iguales en todas la latitudes i paralelos del planeta, testimoniado todo con lágrimas, besos i adioses, luego de brindarle amor a nuestro niño de menos de dos años.
Por ello alivia i reconforta, cuando en el vuelo de las grullas, miles de grullas, me llega el doloroso pero hermoso mensaje de una amiga muí especial que he hallado en Internet –Daniela Saidman− i a quien dedico este escalio –mis reflexiones, poemas i acuarelas− i he viajado en alas de una sutil fantasía como remusgo azul que se mete siempre en mis escalios, hasta el lejano país del sol naciente, i sentir en mente i corazón, la tierna pasión i el martirio de Sadako Sasaki, víctima tardía del genocidio “insignificante” por la Little Gay en Hiroshima, a pesar de vivir ella, −la Niña de la Grullas− a kilómetro i medio de la ciudad desbaratada por la infamia de un Imperio, i la irresponsable mentalidad monstruosa, del presidente de las guayaberas multicolores i genocida máximo, −Harry S. Truman− “héroe civil” iniciador de la Guerra Nuclear, que actualmente amenaza otra vez al mundo.
Me había acercado al mundo oriental o asiático, desde muchos años atrás con La importancia de vivir de Lin Yu Tang, en las obras de Will Durant, prolífico autor norteamericano, que tiene una bella i sencilla Historia de la Filosofía, i hasta en las novelas de Charlie Chan lecturas del bachillerato, de un olvidado autor. Empero, ya más en serio conocí del Nihon o Nippon, cuando devoraba libros i revistas sobre la Historia de la Segunda Guerra Mundial, cuyas formidables lecciones parecen hoi casi olvidadas.
Mi nueva amiga, por estos prodigios comunicacionales o comunicativos de hoi, me envió un correo titulado Hiroshima, Mil grullas por la Paz que fueron como el aleteo firme i sereno de gaviotas –pariente de las grullas, las nuestras algo diferentes i obscuras de plumaje, las Psophia crepitans de la familia de las garzas i carraos− que metafóricamente se dice que la vida es como la sombra de una gaviota pasando por las arenas de la playa, cuyo raudo vuelo observé mucho cuando vivía en Isla Dorada. Esos aleteos i esas aves que tienen espacio de luz en la literatura i en las costumbres del Japón, pusieron sus notas de vuelo en el pentagrama del cielo azul de esperanzas, de la niña Sadako, que debió sentir en sus primeros pasos, la onda estremecedora del hongo de nube gris i criminal, de la bomba que acabó instantáneamente, con miles de vidas inocentes en Hiroshima. Era un rincón de paz, como ciudad que pocos o nadie conocíamos en este mundo americano hacia el sur del Río Grande, a excepción de los perversos poseedores del poder que la escogieron. Allí, aquella mañana, como dice mi amiga Daniela. “Hace sesenta y cinco años, la mañana del 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, Japón, un niño contemplaba su rostro en un espejo por última vez. Y por última vez una anciana servía el té. Una madre veía el rostro de su hijo, mientras le cantaba una canción de cuna. Un poeta escribía el primer verso de un Haikú. Una niña se trenzaba los largos cabellos negros. Un hombre leía un libro. Una abuela contaba un cuento. No sabían, no sabían que ese sería su último aliento”. Lo que menos pensaban o presentían seres humanos como nosotros –ajenos a las decisiones de los grandes criminales del mundo− era que un apocalipsis, término quizá desconocido traducido a su lengua, estaba por aparecer como una nube maligna i misteriosa que borra cosas, tiempo, latidos cardíacos i cerebros i los disuelve en la Nada.
Sadako, estaba aparentemente lejana del genocidio, ni su conciencia de niña tenía registro explicativo ni valoración de por qué ¡aquel resplandor de muerte i de terror! El reloj de la ciudad ofendida quedó detenido a las 8:15 a.m. señalando la hora exacta del bombardeo que el Eola Gay arrojó el artefacto criminal de 12.5000 toneladas, sobre el corazón del pueblo de Hiroshima para hacer desaparecer más de 200.000 habitantes que, nunca habían oído hablar del Imperio agresor, mientras quizá una niña contemplaba el vuelo de las grullas de la paz que se iba en sus plumas espantadas.
La maldad no cesaba; las 4 toneladas explotadas a 600 metros de altura en Hiroshima no bastaban para aplacar la ira i la venganza yanqui de un Pearl Harbor concertado por ellos mismos para meterse en el fabuloso negocio de la guerra. Tres días después, “el hombre gordo”, una Fat Man, que no admitía la rendición del Nihon o Nippon, país de origen del sol, explotó su carga de plutonio maldito sobre Nagasaki, sobre el sol naciente, para igual que poco antes, dejar solamente sombras de hombres, mujeres i niños. Pocos sobrevivieron por días, muchos intocados celebraron por meses del otro lado del Pacífico, el éxito de un negocio más. Las Humanidades perversas, pues no hai una sola Humanidad.
La niña de las grullas, Sadako, fue una Hibakuska como se llaman a los sobrevivientes de Hiroshima i Nagasaki; no sé si se aplica también a las amadas grullas, allá la mayoría de extendidas alas, cabeza i cuerpos blancos i de picos rosados i grises, rojo en la base; otras de rabo oscuro i pico amarillo, se cree no sé por qué originarias o nativas de África; esas especies Anthropoides paradisea (grulla del paraíso) i Bugeranus Curunculatus eran algo así como cigüeñas en Europa o gaviotas en muchas playas que a veces vuelan en formación, como las veía en Isla Dorada en el Lago de Maracaibo. Para los niños como para los adultos, aves i vuelos fascinantes, que se eternizan en figurillas de todas clases, pero principalmente en papel. Bien recuerdo lo que me impresionó un día saber: el gran pensador i escritor español Don Miguel de Unamuno, el egregio Rector de la Universidad de Salamanca, era un aficionado a la creación de pajarillas de papel, como se distingue genéricamente al arte de la Papiroflexia o Cocotología.
Los Hibakuskas eran entonces supervivientes marcados en altísimo porcentaje, víctimas tardías del genocidio, quedando afectados de leucemia i tumores malignos, trastornos psíquicos i emocionales, cientos o miles que hasta ahora necesitan de especiales atenciones médicas.
Sadako Sasaki, había nacido el 7 de enero de 1943 i cuando estalló la bomba “experimental” de Hiroshima i Nagasaki, andaba por los dos años, seis meses i uno a tres días, i 9 meses después, era una niña fuerte, atlética i con mucha energía, comenzando tal vez a vislumbrar la primavera de la adolescencia, donde sus sueños i metas debían ser una constelación de estrellas. Hacía deportes o atletismo i después de una carrera, empezó a sentirse mal hasta que le diagnosticaron la “enfermedad de la bomba A” o sea: leucemia. Según se narra en otros documentos, su mejor a miga Chizuko Hamamoto, se consagró a ella i en sus diálogos le recordó la vieja tradición de hacer mil grullas de papel (origami) para que los dioses le concedieran la gracia de su curación, por lo cual convino en hacerlo, no sólo por ella, sino por las otras muchas víctimas, trayéndole además la paz del mundo, aunque en presencia de un niño envuelto en la misma tragedia, ingenuamente le recomendó el remedio para milagro de los dioses, i el niño sólo le respondió: “Sé que moriré esta noche”. Hai muchas variedades de hacer grullas de papel, como los ensayos que hacía Unamuno en los restaurantes, reunido con amigos, en las servilletas de papel i en el Japón usan papeles de colores. Sadako apenas pudo, utilizando cuanto papel conseguía, entre ellos el de las medicinas, realizar 644 grullas, muriendo en la ilusión del vuelo de mil grullas, un 25 de octubre de 1955 a los doce años de edad i tras 14 meses del ingreso al hospital. Recuerdo cuando murió mi ahijada bella, María Teresa Añez Nava, de una enfermedad parecida que le cortó su primavera adornada de virtudes, hasta el punto de que se le ha considerado santa, i se fue con el hábito de iniciación de las Carmelitas Descalzas. Russell, mi filósofo, de cabecera en la vida, decía: “es fácil mirar los problemas ajenos desde lejos, mientras no nos toquen a nosotros mismos”. Las mil grullas que no pudieron llevar su recado a los dioses, fueron completadas por sus compañeros de escuela, i ellos i sus amistades, pensaron en un monumento donde se representaría a Sadako, sosteniendo una grulla dorada en sus manos, dedicada la obra a todos los niños que sufrieron la afrenta en el Japón, de la barbarie civilizada. Está en el Parque de la Paz en Hiroshima, i fue construida en 1958. En su base se lee: “Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.
La tierra del sol naciente, fundada en el siglo VII a.C., es famosa por los grandes jardines de flores, los Zen, tan tradicionales como la Ceremonia del Té. En muchos, abundan las aves i nunca faltan las grullas, como no faltan en nuestros llanos, las garzas, los carraos i los flamencos o tococos, que necesitan “pista” para alzar el vuelo con sus llamativos plumajes rosa anaranjado. Son todos familia de las grullas, de esas aves que en una encorvada isla del Pacífico, con volcanes i civilización mui avanzada ahora, nos manda siempre en el vuelo sereno i blanco de sus grullas, el mensaje i el aliento de una niña, Sadako, para sembrarnos en el alma, en un torbellino de pluma, dolores i anhelos, la paz del mundo. La paz de un mundo que los hombres del dinero i de la guerra, la hacen ver como lo versó el poeta Machado:
La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y disforme, ¡tan disparatada!,
sobre el campanario.
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