Dejamos por fuera los caballerosos reyes de aquellos regímenes pre y medievales, cuando los líderes y gobernantes se batían en armas cuerpo a cuerpo, y salvos también a los guerreros que protagonizaban directamente sus gestas independentistas o defensivas hasta bien entrada la etapa decimonónica.
Queremos concentrarnos en los modernísimos dueños del poder político, económico y religioso, quienes suelen valerse de terceros para resolver todas sus dificultades. A estos terceros damos en llamarlos verdugos contemporáneos. Son quienes se cobijan en la acomodaticia figura juridicocopenal conocida con el rimbombante vocablo: Autores intelectuales penales.
Porque hoy la figura del salario, de los honorarios, de las cotizaciones, de las dietas y de la bajada de mula son el más expedito mecanismo al que echa mano cualquier poderoso en billetes, y que demuestra palmariamente que tales potentados no pueden lograr sus objetivos, sus venganzas, sus protestas, sus controles sociales, sus leyes, sus mandatos, sus imposiciones y su guerra contra sus contrarios sin el auxilio de terceros, llamados autores materiales.
Esos verdugos contemporáneos son personas prestas para esos viles servicios sin la vergüenza de los encapuchados de otrora; por lo general cargados con birretes, con togas, con credenciales y patentes, con registros comerciales y con designaciones electoburocráticas, y hasta con preseas de variopinta morfología y colorido, y son contradictoriamente extraídas del semillero de las propias víctimas populares.
Operan y se prestan hasta orgullosamente para dichos servicios de sicarios, de verdugos, de policías, de testaferros, de defensores judiciales, de representantes jurídicos, de legislativos, de gobernantes, de alcaldes y demás eufemismos nominales, con los que usualmente disfrazan sus deshonestas y antisociales actuaciones, para de esa manera esconder a los verdaderos responsables o autores intelectuales penales, quienes por esta cómoda y constitucional vía jamás terminan de ser ajusticiados. Digamos que la autoría intelectual penal es otra de las más connotadas burlas de nuestro Estado de Derecho.