En Catia el frío y la neblina se hicieron cómplices y motivo para el encuentro del Aniceto con el café.
Sabemos de violencia, desamparo, de ausencia de servicios, de bandas y de muerte. Sabemos de heridos en una mano y un Cristo en la otra para que alguien nos llevara de madrugada al Periférico de Catia.
En mi cuadra éramos privilegiados, vivían allí dos enfermeras: la vieja Clemencia y la vieja Flor Clemente; y qué ¡suerte! Clemencia tenía uno de los pocos teléfonos privados del barrio. Como la viruela o la lechina, la pobreza deja marcas aún más profundas, porque afloran con los contrastes de la injusticia y las desigualdades.
El viernes 20 de mayo, mientras usted iba en el Metro, la pobreza trancó la autopista; la ciudad se convirtió en un gigantesco estacionamiento de carros, rabia y mentaderas de madre.
Fui testigo, quedé atrapado a pocos metros de la muralla humana que cortaba el paso. Contrario al cuento de Cortázar, la gente salía de sus carros envenenados de rabia, insultando primero a Chávez y luego a los damnificados.
Me acerqué a un grupo de señoras con camisas rojas, les pregunté por el motivo de su ¿protesta?, y su respuesta casi al unísono: “Queremos que Chávez venga, que vea como vivimos en el refugio”.
Esa respuesta me desarmó, y sorprendido le dije: ¡pero ustedes saben que Chávez está enfermo! Una de ellas me respondió casi manoteándome: “Que se ocupe de nosotros, tenemos seis meses en el refugio, queremos nuestra casa ya”.
Al rato, ya sin argumentos me fui herido por las marcas del recuerdo, preguntándome: ¿Alguien del Gobierno se habrá leído el artículo “Cada Refugio una Escuela”?
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