Esta serie de contingencias que han rodeado el caso de Ilich Ramírez, desde las declaraciones del embajador Pérez hasta la conflagración mediática contra Hugo Chávez, por haber alzado su voz en solidaridad con este soldado de la causa palestina, prisionero en Francia desde 1994, no son sucesos estáticos ni se extinguirán este fin de semana con la lluvia.
La casi mímica expresión con la que el diplomático alegó frente a las quejas del prisionero (“es su palabra contra la mía”), desborda por fin el asunto, o dicho de otro modo, lo coloca en el más comprensible nivel geopolítico, en su appellation d´Origine Controlée, lo que significará para muchos incautos, aprovisionarse de una porción de leche magnesia para digerir este Pot-au-feu, aderezado con mostaza de Dijon para untar a unos tostoncitos de topocho verde traídos de Guanarito.
EL problema no es que el gobierno de Hugo Chávez no haya tomado en serio y con sentido de solidaridad los requerimientos de Ilich para sufragar este insólito juicio y las necesidades de él como humano. Las veces que lo visité hablamos de Aimé Césaire, del Carrao del Palmarito, de Hugo Chávez, pero también de San Cristóbal, de la comida de su madre, de la chispa de su padre, de las mujeres, del olor y del sabor de su país.
El problema es la ausencia de fibra nacionalista de Pérez, su fractura cultural, ese largo y sinuoso camino que desde hace más de tres décadas comenzó de una cultura a otra para quedarse sin ninguna.
Como lo dice el etnólogo cubano Fernando Ortiz: se trata de una “desculturación”, que implica para él la paradoja de una ocupación, de una “neoculturación”.
Habría que agregar su curiosa y aplastante forma de conducir una embajada como si fuera una finca o una Corte al estilo Luis XIV: todo esto es mío, incluido el personal, los óleos, el sonido del timbre, la residencia, los siglos de los siglos.
Olvidémonos de ese tango por ahora.
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