El domingo 4 de diciembre salió, en ese periódico mal aventurado, un reportaje sobre el desamparo que, en esa isla, ha sufrido el patrimonio cultural de la Nación. Ese reportaje, realizado por una de esas periodistas entrenadas en las escuelas de comunicación para depredar en la carroña, tal cual lo hacen las hienas, presenta como una burla el proyecto de rescate que para allí elaboramos. Y no sólo me señala como principal responsable de la engañifa, sino que va más allá, dejando entrever supuestas desapariciones del dinero asignado.
Estoy seguro que me había curado, con mi última y definitiva estadía en la administración pública, de las arrecheras que se agarran cada vez que alguien, periodista o no, tan enfermo de oposición como desasistido de evidencias, enloda, sin consideración alguna, la gestión de cualquier funcionario gubernamental. Cuando esto sucedía no faltaba algún camarada de buen ánimo que lo reconfortara a uno: “qué le vamos a hacer”, “así es la vida”, “hay que calarse el escrutinio público”, y un saco de cosas más asociadas a la vigencia de la libertad de expresión.
Pero mi bronca, que la tengo efectivamente, no vino por desencantos con esas libertades, ni siquiera por la intencionalidad torcida de quienes la ejercen. A esta periodista, es obvio que no le interesa hurgar en los comentarios de un arqueólogo trastornado que se imaginó, como un Cruxent redivivo, dueño y señor de la isla. Como tampoco le preocupó profundizar si las frustraciones que expresan algunos miembros de la comunidad que hacen vida allí, responden a un real engaño o si, de alguna manera, en vez de corresponsabilidad, lo que se está manifestando es la vieja, y aún vigente, cultura adeca de la pasividad y la dádiva. No, esas eventualidades no son interés de ella ni de su periódico. Los declarantes son sólo comparsas de la farsa comunicacional.
Sin embargo, no fueron esos extravíos y desnaturalizaciones lo que me irritó, pues el verdadero vejamen viene de las propias filas chavistas. Es la puñalada trapera dada por un personaje cargado de resentimientos personales que, ofuscado como está, en vengar maltratos ajenos, destruye lo que no siente suyo. Y yo, que no tengo ninguna tendencia comprensiva frente a los alienados perversos, he decidido desenmascararlo, pues, creo que el daño que hace es mucho peor que el de las arremetidas frontales del enemigo.
Estoy hablando del infeliz que me sustituyó en el Instituto del Patrimonio Cultural, un sujeto llamado Héctor Torres. Él, investido ya como presidente de esa institución y obligado, por las presiones, a ir a Cubagua, fue a decirles a quienes asombrados lo escuchaban que no sabía nada de ese proyecto, ni en que se había gastado el dinero. Dijo, también, que declarar a la isla entera patrimonio nacional fue una locura mía pues tal cosa impedía que ellos, o cualquier otro ciudadano de Margarita, pudiera hacer sus casas allí y que, además, eso frenaba el turismo y que en definitiva ellos no estaban ahí para imponer cosas como lo hicieron los anteriores funcionarios.
Como entiendo que alguien que me lea pudiera pensar que, a lo mejor, este sujeto tendría razón, quiero decirles que no limitó a eso su, afortunadamente, corta gestión. Lanzó al caño del desagüe todos los proyectos maestros que se estaban adelantando. Paralizó el Censo del Patrimonio, que es el registro más exhaustivo sobre la cultura popular que jamás se haya realizado en este país. Liquidó el plan de conservación y desarrollo de Coro y La Vela, que es patrimonio de la humanidad. Abandonó el plan de desarrollo del Campo de Carabobo, santuario de la patria, donde comunidades, cooperativas y el Batallón de Honor 24 de junio, venían trabajando con entusiasmo. Se burló del proyecto de recuperación del naufragio de La Sabana y repudió el museo comunitario que allí el IPC, conjuntamente con los consejos comunales, venían construyendo. Por eso digo que lo de Cubagua fue sólo una parte de este interregno demoledor, y ya veremos en el último párrafo lo que hicieron con ella.
Pero, se preguntaran, estas trapacerías, si lo son, tienen que haber dejado evidencias. Así es, de lo dicho en Cubagua frente a múltiples testigos, hay además una grabación, que utilizaré cuando sea necesario. Así como los funcionarios del IPC vieron como se envío a los sótanos húmedos del Instituto cuarenta y seis mil doscientos libros del Censo del Patrimonio, en vez de entregarlos a las comunidades que aparecen registradas en ellos, como se venía haciendo. Y los consejos comunales de Coro y La Vela pueden hablar del abandono al compromiso de gestión que firmamos con ellos y que ya había producido, además de la restauración de más de ochenta casas patrimoniales, la recuperación de las calles, plazas y servicios públicos de esos centros históricos. Lo mismo que la comunidad de La Sabana, que ve diariamente como su museo inconcluso se va deteriorando por falta de continuidad en la obra. O como lo saben las cooperativas de Campo de Carabobo que tomaron el IPC, en la gestión de este individuo, por el incumplimiento de sus compromisos. Y a pesar que fue destituido por sus atrabiliarias acciones, alguna mano complaciente lo promueve, ahora, como vice-ministro de turismo.
Seguramente hay quienes pensaran que, más allá de las verdades, estas afirmaciones mías están cargadas de vísceras. Claro que es así, no faltaría más, ni que el lomo fuera de palo, pero, también están amparadas por la realidad documental. El que tenga dudas de esto, revise el presupuesto que este malnacido elaboró para la gestión del IPC en el 2012. En ese presupuesto no hay un solo bolívar, ni uno solo, asignado a Cubagua. Pero tampoco a los otros cuatro proyectos. Así es como se protege nuestro patrimonio cultural emblemático.
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