Si
en alguna actividad humana, tiene entonces cabida el sofisma, es en la política
tradicional, sobre todo por su característica (común a todos ellos) de ser extraño
al asunto de que se trata. Digamos que, se supone que el punto en una asamblea
política debe ser siempre revisar si es bueno o malo lo que se propone; prever
sus efectos, comparar lo bueno y lo malo que puede producir. Pues el sofisma
alega a favor, o en contra de algo, una cosa completamente distinta a la
consideración de sus efectos; tiende a desnaturalizar el espíritu de ese punto
de vista, cambiándolo por otro, y juzgando la cuestión sin considerar su valía
privativa.
He
aquí un ejemplo para tratar de comprender esto: En un tribunal penal, donde la
cuestión es desentrañar la inocencia o culpabilidad de un encausado, el
sofista, en lugar de remitirse a examinar las pruebas del delito, orientará sus
argumentos a la prosapia de la familia del enjuiciado, a los méritos de sus
ancestros, a la gloria de la que se hayan podido cubrir, a la riqueza que posea
o a su altruismo, al apoyo de los medios de comunicación, etc, tejiendo entonces
un alegato extraído de consideraciones que en nada se refieren directamente al
hecho que se juzga.
Entonces,
según el común denominador de todos los sofismas, pudiéramos predecir algunos desenlaces
que se explicarán por el examen de cada uno de ellos:
1º
Se utilizan sólo ante la falta de argumentos y dan una legítima presunción en
contra de los que a ellos apelan.
2º
Contra las buenas medidas resultan por tanto inútiles por innecesarios.
3º
Encarnan una siempre pérdida de tiempo, debilitando por tanto la atención para
enfocarse estrictamente en las cosas que se discuten.
4º
Una gran falta de sinceridad, y hasta de inteligencia, suponen en quienes los
adoptan.
5º
Resultan provocadores por ser sospechosos de mala fe y por adoptar casi siempre
el carácter de desprecio y de insulto y por tender a generar, además, debates
llenos de aspereza.
6º
No sólo es que se aplican a fines maléficos, sino que es su utilización más
tradicional.
En
base a esto pueden ellos clasificarse entonces en dos cepas: la del mal
específico, y la del mal general. Por mal específico pudiera entenderse el
efecto inmediato -del sofisma de que se trate- contra una buena medida, o a
favor de una mala. Y por mal general pudiese entenderse la degradación
honorable o intelectual que produce la práctica de razonar sobre chispazos
imaginarios, o de pasar el tiempo, con la verdad misma, depravando así la más distinguida
facultad humana.
Y
cuando se trata de polémicas que gozan de publicidad, entonces el mal del
sofisma no se limita sólo a su acción sobre la asamblea, sino que, resulta
además un mal externo, que no es más que el de extenderse sobre el público en
general, según los grados de influencia que el sofisma pueda ejercer. Verbigracia:
Esto es una dictadura; aquí no hay libertad de expresión ni de nada; el país se
está cayendo a pedazos; qué va a hablar este gobierno de corrupción si la
familia de Chávez y Diosdado Cabello son los más ricos de Venezuela; el pueblo
es bruto; las hordas chavistas; eso es culpa de Chávez; aquí se violan los
derechos humanos; aquí hay presos políticos y lo peor es que son seres
honorables, y así, sucesivamente. El resultado por supuesto se cae de maduro: lo
que se haga por echar abajo o apagar esos medios de error, dará al juicio
público un grado de mayor agudeza y, a la moral pública un mayor decoro, amén
de colocarse todas las instituciones útiles bajo la salvaguarda de la razón y
prepararse la Revolución para el éxito de todas sus excelentes medidas.
Me permito sugerir entonces estar muy pendientes de los sofismas, y, sobre todo de aprender a identificarlos, porque ellos no son sólo utilizados soezmente por los escuálidos y sus medios, sino también por algunos revolucionarios, “críticos”, o “autocríticos".
canano141@yahoo.com