Ante todo debo dejar bien claro y que conste que soy casi un cuarta edad al que aun le pasa por las cabezas (por la racional, y por la loca) un deseo arrollador de cometer actos de verdadera podredura, pero que, por ser víctima de la virtud de poseer un eficiente freno moral, no los comete. Pero aclarando que, ni aun con los frenos idos de bola, se me hubiera podido ocurrir casarme con una tía o con una sobrina, como lo hiciera alguien utilizado hoy en el mundo como paradigma de la "honrosa" moral burguesa.
Y es tanta la virtud, que yéndosele los frenos como es común sobre todo en la bajada de Tazón a carros, camiones y gandolas de tan afamadas marcas internacionales incluso, a mí nunca se me van, que no resulto ser más que un "tapa amarilla"...
Así pues que, lo que pretendo decir con lucidez en lo adelante, no es por querer ser moralista, pero tampoco dejándome arrastrar conscientemente por la más corrosiva de las envidias, phatos incorporado a la filosofía de mi lar de crianza, por alguien a quien era consenso considerar como el Kierkagaard de tan revoltosa zona caraqueña de aquellos agraciados tiempos míos.
Pero con motivo de mis últimas y preocupantes reflexiones, sobre todo ontológicas, he llegado casi al convencimiento de que la llamada realidad está conformada por cosas que no se parecen en nada a lo que la forma, o que terminan, a la larga, formándola. Porque ciertamente, la realidad es lo inmediato; lo que mediante la voluntad vemos y designamos y que, se presume, que hubo de pasar antes por lo utilitariamente aprehensivo de nuestros sentidos.
Para un científico de las ciencias naturales, como la biología, por ejemplo, esa mirada de poderoso acercamiento para ver lo distinto que es una cosa de otra, es el microscopio; pero, para un científico de las ciencias del espíritu, como es el filósofo (aunque sea de fogón, como es mi desdichado caso) esa mirada entonces, de poderoso acercamiento, es la razón… Porque es que la mentira y la verdad pueden verse simultáneamente en un hecho de la realidad. ¿Qué si no? Veamos entonces.
Entre las costumbres morales que tengo, está la de ver por la ventana del cuarto de mis amigas mientras se están vistiendo. Nada que ver con alguna mental patología, si acaso usted pudiera preguntárselo. (Y gracias por estar pendiente). Pero he aquí, a propósito, mi última mirada.
Lo hacía por la ventana de Elinor, cuando veo a un tipo chato y lento que, hecho el güevongunya (así dice una tía mía asaz deslenguada) y haciendo uso de la manguera común del condominio, comenzó, creyendo que impunemente, a lavar su carro estando expresamente prohibido, según luego me lo comentara la propia Elinor abrochándose no me acuerdo qué prenda de su primer anillo de seguridad. Cuando veo, que no mucho después se presenta un seguridad –seguro a instancias de otro vecino contralor– preguntando quién había sido el sujeto de marras. Saliendo otro vecino entonces, a decirle que, el tal sujeto lo que hizo fue simplemente, limpiar el parabrisas... De inmediato me di cuenta… (¡claro, arrecho, como es natural!) que siempre hay alguien dispuesto a encubrir a otro, pero que, en la escena del crimen, había quedado una evidencia. Y fue el gran mojado del piso sin que por supuesto hubiese llovido… Por tanto, aprendí mirando desde la ventana del odorífero cuarto de mi amiga Elinor, que antes de secarse debo estar siempre muy pendiente del mojado que siempre dejan las verdades en el piso…
Y esto que sigue fue ya una experiencia directa, cuando estando en una cola larga de un supermercado para pagar, conté con la suerte de que delante de mí quedara una dama con una belleza que me intimidaba. Y que el paso de un féretro bien bailado, como los veía en los días de mi niñez, era una prueba de cien metros planos en relación con el avance de aquella cola; más los… ¡pero tenemos patria! que por supuesto, me terminaron indigestando. Y tratando entonces de relajarme para evitar un eventual colapso geriátrico y generar innecesariamente una emergencia, me empeñé en llamarle la atención a mi bella vecina, preguntándole: "Oye, ¿por qué eres tan fea, chica?" Cuando voltea, con una mirada tan relampagueante como de Catatumbo, gritándome que no la agrediera y clamando por que se presentara de inmediato alguien de seguridad y vociferando sobre no sé cuál artículo de una ley de nuestro pajar jurídico. Pero para mi suerte, se presentaría un moreno guapachoso que preguntaríale qué había pasado. A lo que ella respondiera, con su inmodificable mirada de endemoniada, que yo le había preguntado que por qué era tan fea… El moreno guapachoso suelta una discreta carcajada diciéndole que este viejo (yo) era un jodedor, en evidente referencia a mi pálida estampa. Y agregándole: "mire, tengo rato observándola desde mi puesto de vigilancia y la veía tan bella, que nunca pensé que hubiera podido decírselo mirándole tan de cerca sus pulcros ojos…" "¡Ay! ¿verdad, señor vigilante?" "¡Que se lo digo yo!" le contestaría el moreno guapachoso dándole la espalda para no continuar cayendo en tan inoportuno acicate. "Entonces, señor viejo –me dijo enternecida– ¿usted lo que quiso decirme es que yo soy bella?" "Sí, mijitica" –le contesté con un tono muy cauteloso–. "¿Y por qué no me lo dijo entonces?" "Bueno, hija, porque pensaba que te podías sentir acosada sexualmente". Y lo peor es que terminé viendo la realidad por la ventana de su también odorífera habitación.
De allí aprendí que, pareciera inevitable, fatal, que tiene que haber previamente un alboroto, para que todo termine bien. Que nada, puede partir bien, de una vez.
Todo lo anterior alcanzó demostrarme entonces, pues, que un hecho cualquiera de la realidad, siempre oculta la verdad y muestra la mentira. O hasta viceversa.
Y es posible que cuando Freud significara que el hombre y la mujer acostumbran utilizar arbitrios falsos para apreciar algo, por cuanto, mientras pretenden para sí y se atolondran por ver en los demás el mando, el éxito o un fabuloso peculio, y menosprecian por tanto los importes fidedignos que la vida ofrece, pensaba justamente en el capitalismo. Porque la verdad es que el capitalismo instila en el espíritu humano escozores siniestros. No hay duda.
Hace un tiempo, dos científicos de la universidad de Yale insinuaron, luego de los resultados de una investigación, que corrientemente la gente piensa que comprende el funcionamiento de algo, cuando en realidad lo que sabe es superficial, en el mejor de los casos. Y denominaron este fenómeno "ilusión de profundidad explicativa", que define que, cuando se les pedía que explicaran lo que decían comprender, y se les formulaban preguntas, bajaban la calificación de su propia comprensión. Lo que sucedía por tanto era que, confundían su sentido de familiaridad, con la verdadera comprensión del funcionamiento de las cosas.
Y la antropóloga Margaret Mead, quien con su libro "Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas", que se convirtió en la piedra angular del movimiento de liberación femenina, y donde aseguró, que eran las mujeres las que dominaban en la tribu Tchambuli sin ninguna consecuencia lamentable –pensando yo que no solo allí, sino también en casi todo el mundo, sin ser investigador– al formular la pregunta, de cuál es la diferencia entre un ruso y un estadounidense, decía ella que un estadounidense finge un dolor de cabeza para excusarse sin llamar la atención de alguna obligación social que le resulte molesta (y así fue que supe por cierto de dónde fue que sacaron mis esposas tan impune y concertada excusa) mientras que el ruso necesita realmente tener el dolor de cabeza para excusarse, destacando que, la solución rusa es enormemente mejor y más refinada. Y así resulta igualmente en lo social-internacional… Y que también es verdad que, el estadounidense consigue lo que se propone, pero sabe que hace trampa. El ruso en cambio se queda en armonía con su conciencia.
En tal sentido sospecho que hay revolucionarios que actúan como decía Margaret Mead que lo hacen los estadounidenses.
Por cierto también, que Margaret Mead se casó tres veces siendo antropóloga. He ahí pues una prueba de lo que significa no entender lo que se estudia. Yo fui abogado y me casé tres. Bueno… ¡abogado!: un abogado es capaz de cualquier cosa (dentro de eso, exclusivamente, ¡mosca!). Pero conociendo mi nivel de autocrítica, tengo la absoluta seguridad de que, siendo antropólogo, me hubiese casado cinco o seis veces. Y cuidado si más.