Es una clara tradición la que prescribe que los gobernantes de Mérida sean recordados por lo que destruyen más que por lo que construyen. Esto se remonta hasta su fundador, el más notable destructor, Juan Rodríguez Suárez. En los últimos años, cada gestión deja nuevos destrozos, y una parte del alma de ese pueblo que fuera Mérida, y que en mala hora se convirtió en un remedo de ciudad, es irremediablemente enterrada.
Bastan pocos ejemplos para ilustrar este fenómeno. Para una clase política con la noción de que el avance cultural se mide en toneladas de concreto resultó natural destruir un auténtico centro cultural, como lo era el antiguo Mercado de Mérida, para erigir en su lugar un mamotreto horrible, verdadero testimonio de estética puntofijista y monumento a la corrupción del Estado. También sucumbieron a este entusiasmo destructor las áreas verdes cercanas al Parque La Isla, donde ahora habita inconcluso otro concreto ejemplar de la arquitectura de la corrupción. Resulta que la manera más fácil de robar es falseando las cantidades de concreto utilizadas, y existe una proporción entre las toneladas de la realidad y las que el papel aguanta. Por eso en estas edificaciones se trata de una fealdad útil.
La destrucción de la casona colonial en la que se hospedó Bolívar a su llegada a Mérida durante la Campaña Admirable, para construir un edificio comercial, fue un hecho de una enorme carga simbólica en los estertores de la Cuarta República. Si pese a su gran empeño no pudieron demoler la memoria y el legado de Bolívar, en justicia tampoco nosotros hemos podido con la menos ambiciosa tarea de acabar con la concepción urbanística heredada de las corruptelas adecas y copeyanas.
De este fracaso hablan varios hechos recientes, que tristemente guardan una continuidad con esa historia del atropello a la ciudad por parte de la industria constructora y unos gobiernos complacientes ante los manoseos del capital.
La oscura fosa china de la Av. Las Américas que amenazó con tragarse todo lo que le rodea, comenzando por el estacionamiento del conjunto residencial aledaño, es una muestra de irresponsabilidad impresionante por parte de la alcaldía, al no haber supervisado y controlado a los desquiciados excavadores. Sólo después de que se habían presentado graves daños hubo algún pronunciamiento de esa autoridad. Precisamente esta fosa demuestra profundamente la continuidad de las viejas prácticas, pues el terreno en el que se excavó fue enajenado ilegalmente años atrás por una alcaldía copeyana, vendiéndose a propietarios privados, y perdiendo su sentido social, que era el de proporcionar áreas verdes a los residentes de la zona. El nuevo alcalde es cómplice de que los habitantes de esos edificios arriesgaran perder más que áreas verdes. Recientemente este alcalde ha hablado de las garantías de lealtad al proceso revolucionario que deben tenerse de los candidatos a la Asamblea Nacional, y se nos ocurre que el alcalde todavía podría demostrar esa lealtad, realizando el Salto Adelante que anunció nuestro presidente, pero delante de la fosa.
Otro ejemplo es el Conjunto Residencial El Rodeo. Decenas de torres atrozmente apiñadas, sin áreas verdes, este es un urbanismo sociopata que crea toda clase de desequilibrios sociales. Estas decenas de torres además asfixian y anulan visualmente un conjunto de vestigios arquitectónicos, considerados por los parroquianos como patrimonio cultural, y conocido afectuosamente como El Botellón, por la forma de la chimenea de este antiguo trapiche. Por ley debe consultarse a los vecinos acerca de cualquier desarrollo urbanístico que les afecte, y en este caso es evidente la ausencia de cualquier mecanismo de participación ciudadana.
Obras Incompletas es un libro genial de Aníbal Nazoa que ofrece recetas humorísticas para escribir en diversos géneros literarios, dotando al lector de breves ejemplos. Se podría escribir un libro análogo, aunque más bien trágico, que diera instrucciones acerca de cómo no se construye una edificación, dejando la obra incompleta para siempre. En este caso los ejemplos podrían sacarse de la Mérida actual. Además del Centro Mucumbarila, que lleva más de una década inconcluso, encontramos en la Av. Las Américas a la altura de la Liria una biblioteca eternamente en construcción. Como si se tratara de una nueva Babel. En la vía hacia La Hechicera encontramos un conjunto residencial que espera desde hace años llegar a serlo.
Llevamos a cabo el experimento de acudir ante las instituciones para canalizar nuestra inquietud por el Botellón ante su inminente demolición a manos de la empresa extranjera que ha levantado a su alrededor el infame Conjunto Residencial. De la Alcaldía sólo nos respondieron que existe la intención de crear en el futuro una comisión encargada de asuntos relativos al patrimonio cultural.
Aunque en los hechos no asome, resulta que existe ya una oficina encargada de la preservación del patrimonio en el Instituto Merideño de Cultura. Pero al menos parte de su burocracia no asume como suya la tarea de preservar patrimonio alguno. Al referir el caso de El Rodeo ante esta oficina, la Sra. Brigitte Rodríguez nos contestó que enviarían a un fotógrafo para que cuando derriben el Botellón, “al menos quede su imagen en una foto”. Genial. Claro que al regresar unos días más tarde, quedó en evidencia que no se había tomado ninguna foto. Al final era un solo rodeo. No serán los burócratas quienes preserven nuestro patrimonio.
Como la ciudad es un espejo de la sociedad, la lucha por una fisonomía urbana más humana nos dará una medida de la superación del sistema antisocial y la irracionalidad capitalista. Para limitar efectivamente los desmanes del poder económico y sus funcionarios lacayos hay que enfrentarlos con el poder de la participación popular. Es nuestro derecho constitucional, pero también nuestro deber ejercer la contraloría social. Para que haya patrimonio cultural tiene que haber una cultura que lo sustente, y como reza el lema de su Ministerio “El Pueblo es la Cultura”. Hay que asumir la radicalización de la democracia.