Discurso de Earle Herrera durante la entrega del Premio Nacional de Periodismo 2005

PALACIO DE MIRAFLORES, 27-06-07
DIA DEL PERIODISTA
DISCURSO DE ORDEN: Dr. Earle Herrera

El vocablo más pronunciado en una fecha como hoy, día del periodista, es la palabra verdad. O dicho con su respectivo artículo definido, la verdad. Por razones dialécticas, es decir, para que la verdad sea completa, prefiero empezar hablando de la mentira.

Estos dos sustantivos abstractos no lo son tanto, si tenemos en cuenta que los mismos pueden ser tasajeados y es por eso por lo que algunos hablan de verdades a media y de medias mentiras. Y todavía se les puede seguir rebanando hasta el infinito. Si es posible la existencia de una media verdad, es lógico suponer que pueda darse un cuarto de verdad o un tercio de mentira. La historia del periodismo es pródiga en estas amputaciones. A veces se insiste tanto en los cortes que se traspasa el hueso de la verdad y la mentira y se llega al mismo silencio. De este tipo de operación quirúrgica, y por tanto consciente, conoció fehacientemente Venezuela los días 13 y 14 de abril de 2002.

Para no herir por ahora susceptibilidades cercanas, me voy a ir a los Estados Unidos, el paradigma que nos han vendido de la libertad de expresión. Cuando Franklin Roosevelt aspiraba a la reelección, la mayoría de los diarios estadounidenses estaba en su contra y su famoso new deal. A pesar de ello y los pronósticos adversos, ganó abiertamente las elecciones.

En marzo de 1938, el senador Sherman Minton expresó: “el 98 por ciento de la prensa estuvo en contra de Mr Roosevelt y no vaciló en alterar y deformar los hechos. Felizmente se impuso la causa de la justicia. El episodio nos ha brindado una enseñanza: si ustedes quieren saber la realidad de lo que pasa en Washington no pretendan averiguarlo en los diarios metropolitanos”. Hoy, con más pena que otra cosa, bien podemos decir: “Si ustedes quieren saber la verdad de lo que ocurre en Venezuela, no pretendan averiguarlo en sus grandes medios comunicación social”.

Por aquel entonces, a proposición del senador Minton, se habló de abrir en el Congreso de Estados Unidos una investigación sobre las actividades de la prensa. Todos los periódicos le cayeron encima al congresista, y Frank Knox, erigido en vocero de los propietarios de periódicos, escribió un editorial en el que aconsejaba a los diarios que “no perdonasen jamás al maldito legislador”.

Estos pasajes históricos del libérrimo periodismo norteamericano los recoge George Seldes en su libro Los amos de la prensa, cuya primera edición salió en 1938. Sobre la reacción de Roosevelt en los días de aquella polémica, escribió:
“La voz del presidente de Estados Unidos se elevó a los pocos días en una conferencia de prensa para señalar que si fuese aprobada una ley mandando a la cárcel a los dueños y directores de diarios que deliberadamente falsean la verdad, el gobierno federal carecería de prisiones suficientes para alojarlos”.

Luego de estas palabras de Roosevelt, pasaría poco más de un lustro para que naciera la Sociedad Interamericana de Prensa. Tenía su ilustre antecedente en la Asociación Norteamericana de Propietarios de Diarios. Los seres humanos no podemos escoger nuestro lugar de nacimiento, pero las organizaciones sí lo pueden hacer. Y la SIP escogió, como sitio o cuna de su alumbramiento, la Cuba del dictador Fulgencio Batista. La sociedad nacía, según sus postulados, para defender la libertad de prensa y el periodismo libre y, en concordancia con estos principios, escogió para ver la luz, la oscuridad de una dictadura. Quizás en esta selección fue más sincera que en la retórica de sus discursos.

El tratadista Gregorio Selser escribiópor 1959: “La sociedad se estableció en La Habana en junio de 1943 y funcionó, siempre según Canel (ex gerente de la SIP), `con la ayuda del gobierno cubano, presidido entonces por el general Fulgencio Batista´. Para quien conozca algo de la historia de Cuba –prosigue Selser-, la inauguración de una entidad que bregue por los fueros de la libertad de prensa y su funcionamiento merced a la `ayuda´ de alguien como Batista, sólo puede resultarle un chiste de mal gusto, o un cruel sarcasmo” (p.452).

Es a este organismo de cuna batistera adonde acuden a cada rato a denunciar a la Venezuela bolivariana los amos de los medios. No voy a abundar sobre la nada honorable historia de esta asociación de propietarios. Baste decir que desde Batista hasta Pinochet, todas las dictaduras que sembraron de represión y muerte a Latinoamérica, contaron con su silencio o su abierta complicidad. El señor que registra que siempre contó con la ayuda de Fulgencio Batista es James D. Canel, quien fuera gerente de la sociedad por los años 50. Así las cosas, la famosa SIP nació retorcida y desde entonces, no ha hecho más que retorcerse.

Si hurgamos en la historia, cuántas mentiras encontramos bajo los discursos grandilocuentes que se lanzan en defensa de la verdad. Veamos un poco, un poco nada más, de nuestra historia reciente.

CUANDO EL PUEBLO SE HIZO PERIODISTA

El 6 de diciembre de 1998, mientras el pueblo bolivariano celebraba entre la euforia y la incredulidad el triunfo electoral del candidato Hugo Rafael Chávez Frías, el ex presidente Luis Herrera Campíns apeló, una vez más, a su infinita capacidad refranera para presagiar lo que intuía en los días por venir. Con resignado y zamarro tono llanero aconsejó: “A comprar alpargata que lo que viene es joropo”.

Los medios tomaron la expresión como una salida más del veterano dirigente social cristiano. No imaginaban entonces que, más temprano que tarde, en lugar de reseñar el baile anunciado, estarían ellos mismos zapateando en el centro del jolgorio. El propio Luis Herrera, pese a su advertencia, no tenía clara dimensión de lo que había ocurrido aquel 6 de diciembre de 1998. De haberla tenido, en cuanto a ruptura política y fin de un ciclo histórico del país, no hubiera sacado de un sombrero de copa, meses atrás apenas, la candorosa candidatura presidencial de la ex Miss Universo Irene Sáez.

El retiro, en ambos casos humillante, de las candidaturas a la Presidencia de la ex reina de belleza y del caudillo del partido que fundara Rómulo Betancourt, preanunciaba la derrota de los dos grandes partidos que habían dominado la escena política nacional en los últimos 40 años. Sin que sus dirigentes se dieran cuenta, hace tiempo Venezuela había dejado de ser la zalamera Paulina Colmenares, por la que a cada rato – cada cinco años- se entraban a machetazos electorales de mentira Justo Brito y Juan Tabare. Hace tiempo, la Loca Luz Caraballo había dejado de contar luceros con los envejecidos deditos de sus manos. Hace tiempo, Juan Bimba había dejado el campo, trepado el cerro de la ciudad, de donde bajaría indignado un 27 de febrero de 1989.

Pero aquel 6 de diciembre de 1998 no sólo dos grandes partidos eran derrotados. Esa fecha fue el epitafio de un modelo político que, en 1958, se había suscrito y sellado en la Quinta Punto Fijo. Aquel fue un pacto de las élites y los poderes fácticos de la sociedad. Fue el acuerdo de las clases dominantes y, por la histórica arrogancia de éstas, nunca fue revisado ni remozado. Quien intentó hacerlo o lo sugirió, resultó aplastado.

Las élites escamotearon la victoria popular sobre la dictadura de Marco Pérez Jiménez, en lo que uno de los protagonistas de aquella gesta, Domingo Alberto Rangel, denominó con un dejo de amargura, en un libro hermoso y conmovedor: “la revolución de la fantasía”. En eso se convirtió la victoria popular del 23 de enero de 1958: en una revolución de la fantasía.

Los grandes medios de comunicación formaron parte del Pacto de Punto Fijo. Entre el poder político y el mediático se tejería una relación entrecruzada por una maraña de intereses de todo tipo. Como en toda unión concubinaria habría desavenencias, escándalos y desencuentros, pero el sistema siempre estaría presto a buscar o imponer la reconciliación “en aras de los altos intereses de la patria”. Lo de “la patria” podía ser y era retórica; los de los intereses, altos o bajos, era descarnadamente cierto.


La relación de los medios y el poder político se fue estrechando hasta convertirse en una simbiosis perversa. La mutua dependencia alcanzó límites que terminarían por desnaturalizar la función y responsabilidad social de cada sector. Los medios se subordinaron a la publicidad y recursos del Estado. Los dirigentes partidistas supeditaron su sobre vivencia política al poder mediático. De un pacto de intereses se pasó a la complicidad y de allí, a una suerte de sociedad política y mercantil que se mantenía sobre el mutuo chantaje, entre abrazos, sonrisas fingidas y celebraciones

El Estado petrolero se convirtió en el primer anunciante de los medios, por encima de las grandes corporaciones privadas. Los peces gordos mediáticos, por supuesto, se llevaban la mayor tajada de la torta publicitaria. Esta “generosidad” con los dineros de la renta petrolera, era retribuida con espacios igualmente generosos para los dirigentes partidistas en la prensa, radio y televisión. Los políticos no quisieron darse cuenta cuándo su liderazgo empezó a dejar de ser real para convertirse en un producto virtual. Si la estaban pasando bien, ¿para qué buscarle cinco patas al gato?

El puntofijismo echó las bases del bipartidismo. Las demás organizaciones políticas fueron desplazadas o quedaron a la vera del camino. Los emporios mediáticos cuadraron con los dos grandes partidos. Si una cadena apoyaba a COPEI en las contiendas electorales, un bloque hacia lo propio con AD. Así funcionaba el sistema. Los medios crecieron económicamente y ya no se conformaban con las ganancias económicas de la publicidad. Decidieron exigir también poder político. Los dos grandes partidos cedieron al pedido o al chantaje. Dueños y ejecutivos de los consorcios comunicacionales llegaron al Congreso Nacional, asambleas legislativas y concejos municipales, aunque nunca asistieron a sus sesiones y muchos de ellos, diputados o senadores, nunca llegaron a saber a qué estado o entidad federal representaban. De poder económico y mediático, pasaron a ejercer directamente cuotas del poder político.

Para mantener presencia mediática, los partidos siguieron cediendo, sin querer darse cuenta de que se colocaban una soga al cuello. Los dueños de los medios no exigieron cargos en los cuerpos deliberantes y municipales únicamente por simple vanidad. Como senadores y diputados formaban parte del cuerpo que aprobaba, reformaba o derogaba las leyes de la república. En consecuencia, allí nunca se aprobaría nada que tan siquiera rozara los intereses de los medios, ni desde el punto de vista de sus mensajes ni mucho menos en el campo tributario. Esto es, se despachaban y daban los vueltos. Los beneficios no quedaban allí. Cuando los grandes consorcios se disputaban la distribución de productos extranjeros, para poner un solo ejemplo, en su cartera de oferta incluían su poder en el Congreso Nacional, asambleas legislativas y concejos municipales. Les hacían ver a sus potenciales clientes o contratistas que, gracias a sus influencias, podían gozar de exenciones tributarias nacionales o municipales y que, además, con sus congresistas garantizaban que no habría sorpresas con aprobaciones de leyes fiscales que pudieran afectar sus inversiones o productos. El círculo se cerraba. El tráfico de influencias era un activo empresarial que se exhibía y ostentaba con cinismo desafiante. Este status quo se presumía eterno. La arrogancia del poder suele embotar la imaginación. Por eso entonces resultaban, no sólo inimaginable sino totalmente imposible, un 27 de febrero de 1989, un 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992, y mucho más, un 6 de diciembre de 1998. Sin embargo, cada una de esas fechas llegó con la puntualidad con que marca sus horas el reloj de los pueblos.

Cuando el puntofijismo se desmorona, todo ese sistema de intereses, relaciones, complicidades, negociados, influencias y prebendas se viene abajo. Al principio, los medios intentan reconstruir la vieja y próspera madeja con el nuevo régimen, pero no encuentra feed back, para decirlo en términos comunicacionales. El Estado dejó de ser el generoso anunciante que mantenía, incluso, empresas económicamente insolventes y, ética y periodísticamente, mucho más insolventes todavía. Tampoco los dueños y ejecutivos mediáticos fueron incluidos en las listas para el nuevo poder legislativo, hoy constituido en la unicameral Asamblea Nacional. Esto ya era demasiada falta de respeto para un poder fáctico que se había empinado sobre las instituciones del Estado y a cuyo chantaje habían cedido los viejos y poderosos partidos que gobernaron durante 40 años. Frente a lo que consideraban una insolencia del nuevo gobernante, decidieron declarar la guerra por todo el medio de la calle y por todos los medios. Con toda la razón del poder, calcularon que tenían todas las de ganar; pero sin el poder de la razón, no llegaron calcular que el pueblo, por esta vez, no estaba dispuesto a perder.

Los partidos que desde los gobiernos puntofijistas alimentaron a los medios, fueron desplazados por estos mismos medios. Ya no les servían. Tarde se dieron cuenta las organizaciones partidistas de que convertirse en entidades mediáticas fue un suicidio lento y prolongado, pero inexorable. Cuando el secretario general de AD, los días previos al sabotaje petrolero de dos meses, declaró a El Universal que ellos, los políticos de la Coordinadora Democrática, trazaban una línea política y por la noche llegaban dos dueños de medios y se la cambiaban, estaba confesando la impotencia frente a quienes se habían convertido, de facto, en el poder político y partidista. Gracias y para su desgracia, a los partidos.

Lo demás es historia reciente. Basta enumerarla: paro empresarial de diciembre 2001. Golpe del 11-A de 2002. Show mediático militar en una plaza en 2002. Sabotaje petrolero 2002-2003. Guarimba. Paramilitares. Referendo presidencial. Son las cuentas de un rosario de derrotas, muy costosas para el país, pero que parecen no servir de escarmiento a sus acríticos y reincidentes protagonistas. Las causas son muchas y complejas, pero entre éstas los grandes medios de comunicación tienen una responsabilidad ineludible, de primer orden. La historia reciente les ha repetido una lección que se niegan a aprender y sobre todo a aceptar: los vacíos políticos sólo pueden ser llenados por factores políticos. Al asumir el rol de los partidos, los medios han resultado más torpes que el más decadente de los partidos, y han desnaturalizado la función que les corresponde en la sociedad.

La conducta mediática, su papel protagónico y de dirección política en la historia reciente de Venezuela, afectó severamente su credibilidad. Aquel aserto según el cual “si lo dice la prensa es porque es verdad”, saltó en pedazos y se convirtió en su contrario. Para desgracia del periodismo, todos los mensajes transmitidos por el periódico, la radio y la televisión cayeron bajo sospecha. Un bombardeo desinformativo y propagandístico durante tres años no pasaría en vano. Se olvidaron y despreciaron las nociones más elementales de la comunicación y se sobresaturó a los receptores de los mensajes. La manipulación, distorsión, ocultamiento de informaciones, magnificación minimización, amarillismo y sensacionalismo, aplicados a troche y moche en todos los mensajes, provocaron una verdadera intoxicación en la gente. Se produjo un efecto anestesia en los receptores y el objetivo que se buscaba se revirtió. Cayeron dramáticamente las ventas de la prensa y la audiencia de los medios radioeléctricos. Para librarse de la angustia y la zozobra mediáticamente inducidas, la gente se sometió a una prolongada cura de medios.

Escribo lo anterior con la frialdad del analista, pero con la honda preocupación del periodista. Preocupación que en mí se multiplica por mi condición de formador de profesionales de la comunicación social. Todavía recuerdo la cara de mis alumnas y alumnos cuando se reanudaron las clases en la Universidad Central de Venezuela después del golpe de Estado de abril de 2002. Ellos venían, todos veníamos, del más grandes y descarado silencio informativo que los dueños medios de comunicación le hubiesen impuesto al país en toda su historia. Para enterarse de lo que estaba ocurriendo adentro, en su país, los jóvenes tenían sintonizar lo que transmitían medios de afuera. Pudieron escuchar a la periodista de CNN criticando a los canales de televisión venezolanos porque éstos pasaban tiras cómicas de Tom y Jerry, mientras el pueblo venezolano se lanzaba a las calles a enfrentar un golpe de Estado, reponer el hilo constitucional y exigir la presencia de su Presidente. El 14 de abril de 2002, con el silencio impuesto, se pretendió hurtar la realidad y escamotear la historia. La aberración mediática había llegado al límite. Al analizar en las aulas aquellos hechos, una joven estudiante se preguntaba dolida e indignada frente a sus compañeros: ¿Para qué estudiamos esta cosa?

Me impactó el carácter adjetival de su frase. No dijo comunicación social. No dijo periodismo. Dijo “cosa”. Y lo dijo todo. Resumió el sentimiento que embargaba al curso y resumió, también, a lo que habían reducido los magnates de los medios la comunicación social y el periodismo. Pero estábamos en la universidad, la casa que vence la sombra. Y la universidad, tal como la define la ley, es esa comunidad de intereses espirituales cuya misión es buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre. De aquella discusión surgieron trabajos de investigación y tesis de grado. Venezuela toda había sido convertida en un gran laboratorio de la comunicación. La inquietud y la necesidad por conocer más de los medios rebasó los muros y claustros académicos y se extendió hasta los últimos rincones del país. En todos partes se realizaban foros, seminarios, talleres, debates y charlas sobre la prensa, la radio y la televisión, su papel en la sociedad, sus intereses, su estructura empresarial y su responsabilidad social. El pueblo, para decirlo de alguna manera, había perdido su inocencia mediática. Ya nunca más sería un receptáculo pasivo de todo cuanto quisieran lanzarle desde las alturas del poder comunicacional. Los titulares de la prensa pasaban por el tamiz del cuestionamiento; las fanfarrias de la radio, más que estimular el interés por lo que venía, activaban el alerta y la suspicacia de quien se pregunta: ¿por dónde vendrán éstos? La televisión dejó de ser, para un pueblo adjetivado y humillado, esa golosina visual envuelta en una caja boba.


El cerrado universo teórico de la comunicación también se resquebrajó. Muchos supuestos y postulados repetidos por años como verdades incontestables saltaron hechos añicos. Si los medios hacían y formaban la opinión pública, ¿por qué con su incesante bombardeo no lograron captar a los receptores venezolanos e incorporarlos a sus aventuras mezquinas, irresponsables y golpistas? ¿Por qué la inmensa mayoría del pueblo marchó en dirección contraria a la que proponían y pautaban los medios? Una primera equivocación fue reducir a un pueblo a la categoría de simple receptores. Otra fue sobredimensionar su poder y subestimar, casi hasta el desprecio, a los amplios sectores populares calificados de chusma, turba, macacos, desdentados, zambos y así hasta agotar los despectivos. También habría que señalar la arrogancia de quienes, merced al poder que directa o indirectamente tuvieron y ejercieron durante 40 años, llegaron no sólo a creerse sus propias mentiras, sino a considerarse intocables. El 13 y el 14 de abril de 2002, frente al heroico despertar del pueblo despreciado, no se les ocurrió otra cosa que huir hacia su propio silencio y refugiarse en la negación de lo que tenían frente a sus narices.

Al calor de aquellos acontecimientos ocurrió un fenómeno extraordinario que marcará por siempre al periodismo venezolano. Lo voy a decir en cinco palabras: el pueblo se hizo periodista. Ese pueblo pareció decirle a los magnates de las comunicaciones: “si ustedes no me informan, yo mismo me informó”. Radio bemba, una estación que tiene el don de la ubicuidad y que existe desde la noche inmemorial en que el hombre pronunció la primera palabra para su propio asombro, tenía ahora a su servicio la tecnología con la que se le quiso silenciar. La noticia de boca en boca se multiplicó y extendió por los teléfonos celulares. En medio de la angustia y la incertidumbre, todos los venezolanos nos convertimos, sin buscarlo y sin saberlo, en corresponsales de todos. Los días del golpe fueron también el bautizo de fuego, y esto lo digo sin metáfora, de los medios alternativos, libres y comunitarios. El muro de silencio que las grandes corporaciones de la comunicación levantaron sobre y frente al país, fue taladrado y perforado de fisuras por la emisora comunitaria, el periodiquito alternativo o el precario canal televisivo de la comunidad. De nada les valió a los Goliat mediáticos desconectar las antenas de sus sátelites; la honda alternativa de David se las ingenió para hacer llegar sus mensajes a buen destino.

Desde entonces, los medios alternativos, libres, comunitarios y populares han brotado como flores silvestres por todo el país. Los grandes procesos de transformación son fértiles para este fenómeno. Sin pretender hacer comparaciones históricas ni historia comparada, ya lo señalaba en mi libro Periodismo de opinión: los fuegos cotidianos. Este florecimiento de los medios populares “ha sido faro y levadura de las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales del mundo. La burguesía que insurge contra el absolutismo francés en 1789 y los bolcheviques que ponen término al zarismo ruso con el asalto al Palacio de Invierno en 1917, se valieron de la prensa de opinión y los panfletos para agitar las conciencias y sembrar la semilla de dos grandes revoluciones de signos distintos. Las guerras de emancipación en Hispanoamérica tuvieron en el periodismo lo que Simón Bolívar llamó ‘la artillería del pensamiento’. Antes de la toma de La Bastilla circulaban en Francia sólo cuatro órganos de prensa; durante la revolución, 1.300 pequeños periódicos florecieron por todas partes y estremecían con sus mensajes la conciencia del pueblo”. En la Venezuela de los intensos, agitados pero promisorios albores de este siglo XXI, el pueblo hizo y levantó sus propios medios y en los duros y cruentos días de la conspiración, activó una especie de guerra de guerrillas mediática, o si ustedes lo prefieren por lo desproporcionado de la brecha económica y tecnológica, desató una auténtica guerra asimétrica comunicacional.

A principio de este año 2005, acaso motivado por las experiencias alternativas y comunitarias de los días de abril de 2002, y también, por qué no, por el recuerdo de mis inicios en ese periodismo realengo, soñador y combativo de los años 60 y 70, me di a la tarea de emborronar un proyecto para la creación del premio nacional y del día de los medios alternativos, libre y comunitarios. Redacté una exposición de motivos, unas bases y un borrador de decreto y se los hice llegar al Ministerio de Comunicación e Información. Yo escribí, que es lo que sé hacer, esa es mi libérrima jurisdicción; lo demás queda en manos del Estado y del gobierno bolivariano que para decirlo con un lugar común, ya tomó cartas alternativas en el asunto. Pero con o sin reconocimiento, los medios comunitarios, libres y alternativos son hoy algo más que una piedra en el zapato de los grandes monopolios mediáticos.

No es casualidad que un poderoso diario, El Universal, la víspera del Día del Periodista, es decir ayer, 26 de junio de 2005, en lugar de la repetida historia del Correo del Orinoco, destaque la para ellos alarmante profusión y proliferación de medios alternativos. La información la ubican en la parte superior derecha de su primera página, en ese lugar donde automáticamente cae la vista del lector y por lo que los expertos lo denominan el optical point o punto óptico. Bajo el títular “Medios gubernamentales en expansión”, el diario indica que “más de 70 medios impresos que forman el Bloque Bolivariano de Prensa, varios canales de televisión (VTV, Telesur, Asamblea Nacional TV, Vive TV), 159 medios comunitarios, emisoras como Radio Nacional y Radio Activa, así como las estaciones que forman el circuito YVKE Mundial que están bajo la tutela del Ministerio de Comunicaciones, dan cuenta de un “fenómeno inédito” dentro del periodismo venezolano”.

Le tengo una mala noticia al diario El Universal: no son 159 medios comunitarios. Desde que comenzó el proceso de cambios en 1998, han aparecido en el país más de un millar de periódicos alternativos, libres o comunitarios. Sin pretensión de aumentar su alarma, le tengo otra mala noticia al periódico de la avenida Urdaneta, un diario donde por cierto me inicié en serio como reportero de economía en los inasibles años de mi insondable juventud. La otra mala noticia es que, hasta el 15 de junio de este año, o sea, hasta hace apenas once días, CONATEL había recibido 1.572 solicitudes de personas para registrarse como productores independientes. ¿Saben cómo se llama este fenómeno que los entrevistados de El Universal califican de “inédito”? Se llama, simple y llanamente, democratización de la información y la comunicación. Y en el proceso de buscar, transmitir y recibir información y mensajes, es la abierta y viva expresión de la democracia participativa y protagónica, consagrada en la Carta Magna que el pueblo venezolano aprobó y se dio en el referéndum de 1999.

Al casi millar de productores independientes aceptados en CONATEL, el citado diario no los puede meter en el mismo saco de lo que llaman el oficialismo, como lo hace con todos los medios alternativos y comunitarios. Muchos de estos medios ya existían antes de iniciarse el proceso de cambio bolivariano. Nunca los grandes medios se ocuparon de ellos, sencillamente los despreciaban o ignoraban. La comunicación alternativa no pasaba de ser una categoría académica, que no molestaba mientras se quedara en el claustro universitario y sólo sirviera para que algún alumno hiciera su tesis de grado o algún profesor la convirtiera en su trabajo de ascenso.

Pero la comunicación alternativa, qué buena broma, en la ebullición que se hizo pueblo a partir de 1998, rompió la camisa de fuerza del academicismo, para asombro del ex alumno que la había hecho tesis y para pánico de los otrora avanzados profesores, quienes creían haberla puesto a buen resguardo en las cápsulas de conceptos rimbombantes pero estériles. Ese tipo de comunicación alternativa, libre y comunitaria tomó su lugar natural, el único donde puede germinar, crecer, florecer y multiplicarse: la calle. En ese momento, los grandes medios de comunicación, los que se consideraban dueños de la verdad y la libertad de expresión, se percataron de su existencia. De inmediato, activaron sus alarmas y denunciaron su supuesta ilegalidad, síndrome de legalismo que no los atacó cuando una secretaria privada de la presidencia repartía concesiones de radio y televisión a diestra y siniestra, sobre todo a diestra.

Los comunicólogos han calificado esta proliferación de medios populares de “fenómeno inédito”. El calificativo no ofende y hasta debe dárseles la razón. Revolución que no genere “fenómenos inéditos” no es revolución, nace condenada o ha torcido su rumbo. A los académicos, investigadores y teóricos se les escapó una abeja del laboratorio y, antes de que pudieran atraparla, se les multiplicó. De algo no se dieron cuenta los catedráticos: de que antes de fugarse, la abejita se comió el concepto donde la tenían envuelta. Por su parte, los monopolios mediáticos chocaron con una realidad el 13 y 14 de abril de 2002: ya no sólo no eran dueños absolutos de la información y la comunicación, sino que ni siquiera eran dueños de su propio silencio. Aquellos días de abril, con sus medios alternativos, libres y comunitarios, el pueblo venezolano les expropió ese silenció y se lo profanó.

Entre recelos y sospechas, los viejos y nuevos partidos opositores han aceptado y confesado, con mayor o menor sinceridad autocrítica, que incurrieron en un grave y costoso error al endosar su responsabilidad en la conducción de la lucha política a los grandes medios de comunicación. Estos, con algunas irreductibles y fanatizadas excepciones, han comprendido que no pueden sustituir a las organizaciones partidistas en lo que a éstas histórica y socialmente les compete. Y sobre todo, han sacado la cuenta de lo que perdieron no sólo económicamente, sino también en lo que es fundamental para cualquier medio de comunicación: en su credibilidad. Poco a poco, han iniciado el camino de reencuentro con una audiencia que está seriamente herida en su confianza. Este camino es largo, lento, cuesta arriba y difícil, pero es el único camino que les queda. No hay otro. A menos que, como las excepciones irreductibles de las que hablé, prefieran huir hacia adelante. O con el abismo bajo los pies, insistir con terquedad en dar un paso al frente.

En alguna otra parte escribí que los medios dejaron el medio. En su afán por derrocar al gobierno constitucional del presidente Hugo Chávez Frías, los empresarios mediáticos involucraron a sus trabajadores y periodistas. No era fácil la situación de los colegas, sometidos a distintas presiones. Hubo excesos de algunos cuerpos policiales del gobierno y de ciertos grupos o individualidades identificados con el proceso bolivariano. Esto lo condenamos en su momento y lo condenaremos en todo momento. Pero también hubo mucho montaje, shows mediáticos y situaciones inventadas. Después del rotundo fracaso del criminal sabotaje petrolero, los empresarios de los medios no tuvieron empacho en despedir, para cuadrar sus pérdidas, a decenas de trabajadores y profesionales de la prensa, radio y televisión. Fue entonces cuando algunos colegas se dieron cuenta de que ellos no tenían vínculos consanguíneos con la gran familia Venevisión o 1BC. No eran primos ni sobrinos del señor Cisneros o del señor Granier. Una reportera que se vio obligada a sacar un remitido al perder una demanda por difamación frente a un ministro al que acusó de comprar un cuadro por 300 mil dólares, luego de aquellos días de guarimba informativa fue despedida. Cuando cobró sus prestaciones, el diario le descontó aquel remitido. No hubo solidaridad con la periodista que se insertó en la campaña antigubernamental de su medio. Y es que, para decirlo parafraseando la obra del dramaturgo Rodolfo Santana, la empresa no perdona un momento de locura mediática.

George Seldes, al escribir sobre los amos de la prensa, también se refiere a los periodistas. El mismo lo fue durante muchos años y se jugó el pellejo en los frentes de guerra en épocas del fascismo y el nazismo. Asia, África y Europa, durante 10 largos, agitados y peligrosos años supieron de sus pasos de siete leguas de reportero y corresponsal impenitente. Seldes apunta que el inefable señor Hearst, padre mayor del amarillismo y el sensacionalismo, el famoso Ciudadano Kent, en apoyo de los grandes monopolios capitalistas, siempre atacaba en sus periódicos toda legislación impositiva.

“No sabemos si esa política –escribe Seldes- fue consecuencia de una orden directa de Hearst, pero como norma los empleados de esa prensa no necesitan instrucciones diarias para saber lo que deben escribir. Si Mr. Hearst está contra las leyes impositivas, todo su personal piensa lo mismo”. (p.343).
Lo anterior lo escribió quien fuera destacado periodista, reportero y corresponsal de guerra. Es un párrafo duro porque nos avergüenza. Pero incluso, si dejáramos de lado lo que nunca se debe dejar de lado: el aspecto ético; si nos moviera el solo interés de resguardar el puesto de trabajo, inclusive así es peligroso pensar como creemos que piensa el jefe. O escribir una información como imaginamos que la escribiría el dueño del medio. Porque pudiera ocurrir que por alguna razón o interés el jefe cambiara de forma de pensar y al no poder saberlo, cometiéramos el costoso error de llevarle la contraria.

Resultó muy penoso escuchar a algunos colegas quejarse de que fueron despedidos, a pesar de haber marchado y haber pernoctado en la Plaza Altamira. Es necesario volver a los viejos maestros del periodismo. Releer la larga historia de esta profesión, las luchas de los periodistas, sus conquistas laborales, su verticalidad ética y profesional. Es necesario tomar conciencia de que entre el periodista y el dueño del medio sólo existe una relación estrictamente laboral. Más allá de ese límite, hay que volverse y ser intransigente. Si un día te despiden, te quedará la satisfacción de que lo hicieron por pensar como tú mismo; no porque te enajenaste o pensaste como alguien que probablemente ni siquiera piensa, sino que calcula.

Cuando uno de los magnates de la comunicación comercial en Venezuela, Gustavo Cisneros, se dio cuenta de que, además de derrotar un golpe de Estado y un largo sabotaje petrolero, el presidente Chávez ganaría de calle el referendo de agosto de 2004, decidió buscar una entrevista con el jefe de Estado, con la mediación del ex presidente estadounidense Jimmy Carter. Su decisión cayó como un balde de agua fría en los sectores más recalcitrantes de la oposición. Sus colegas de los medios no disimularon su contrariedad, para decirlo de alguna manera. Pero pocos o nadie de ese sector político se atrevió a atacar o descalificar a Cisneros, no señor; como sí lo han hecho y hacen con aquellos opositores o antichavistas que han asomado la más tímida posibilidad del diálogo democrático. El de “traidores” es el calificativo más benévolo que les endilgan.

La reunión Chávez-Cisneros significó un cambio en la política editorial y en la línea informativa del canal del empresario. La audiencia evidentemente disociada de Venevisión se sintió desorientada. No menor era el extravío de periodistas, anclas y conductores de programas de opinión. Podíamos ver que cuando se tocaba un tema controversial, se entrevistaba a los voceros de la oposición, pero también se le daba oportunidad a los del gobierno, como mandan los principios más elementales de la ética periodística. Sin embargo, tres años de información unidireccional, de acusaciones y manipulaciones no pasan impunemente. No resultaba fácil retornar a lo que vamos a llamar el viejo periodismo, o mejor, el verdadero y auténtico periodismo, en el que la noticia importa más, como debe ser, que el protagonismo del reportero que la busca y del locutor que la narra. Eran tres años de construir virtualmente los acontecimientos, de escamotear el derecho a réplica y rectificación, de vedetismo y protagonismo reporteril. Otros medios siguieron la ruta de Cisneros, con la misma confusión entre aquellos a quienes parecía que se les había olvidado el periodismo. Revertir un largo proceso de fanatización y disociación no es tarea fácil y lleva su tiempo.

El periodismo venezolano tiene una larga experiencia de lucha y calidad que hunde sus raíces en la gesta de la independencia, con el Correo del Orinoco como glorioso antecedente. Alguna gente apenas ayer descubrió el tema de la libertad de expresión. Otros, que cuando fueron gobierno la conculcaron, hoy se rasgan las vestiduras frente a unos medios que ayer silenciaron los atropellos. Al insigne humorista Leoncio Martínez, creador y director de Fantoches, lo apalearon los fundadores de la democracia cristiana. La Pava Macha, dirigido por Kotepa Delgado; Reventón, por Carlos Ramírez Farías; Punto Negro, por Pedro Duno, supieron de cierres, decomisos, juicios militares, encarcelamiento y exilio de sus periodistas durante la democracia representativa. En las dos últimas publicaciones, como en la revista La Quincena y en El Nuevo Venezolano dirigidos por Domingo Alberto Rangel, me cupo el honor de trabajar y allí aceré mi formación entre decomisos, sobresaltos y allanamientos. Don José Ratto Ciarlo fue enjuiciado por publicar en el Suplemento Cultural de Ultimas Noticias un cuento del escritor Argenis Rodríguez. El relato era ilustrado por unos dibujos que los guardianes de la moral y las buenas costumbres consideraron entonces “pornográficos”. El autor de los dibujos censurados era ese “pornógrafo” que se llamó Pablo Picasso. El novelista Salvador Garmendia también fue llevado a los tribunales por publicar un cuento titulado “El inquieto anacobero”. Al cineasta Luis Correa los concejales de Caracas le quitaron el premio municipal de cine que el jurado, designado por esos mismo concejales, le había otorgado por su película “El caso Mamera”, y también fue sometido a juicio. La película “El último tango en París” fue prohibida porque el primer gobierno de Caldera consideró que los venezolanos no estábamos maduro para ver la escena de la cinta protagonizada por Marlon Brando. Por osar escribir sobre la secretaria privada de Lusinchi, el columnista Alfredo Tarre Murzi, el famoso Sanín, fue golpeado en la calle. Por la misma razón, a un pequeño editor de Cumaná le quemaron la imprenta. A la señora Gladys de Lusinchi la censuraron siendo primera dama por órdenes de Miraflores. Ella convocaba ruedas de prensa, todos los medios asistían y ninguno publicaba sus declaraciones. Los dólares de Recadi fueron un instrumento incontestablemente persuasivo para comprar silencios e imponer líneas editoriales, como bien lo admitió, en carta a El Nacional, un ex alto ejecutivo del Diario de Caracas. Periodista que entrevistara a un guerrillero por los años 60 ó 70, era pasado al Servicio de Inteligencia de las Fuerzas Armadas (SIFA), hoy DIM. Por reproducir un documento de las FALN, ya publicado en el semanario Punto Negro, el diario El Mundo fue decomisado y el dueño de la Cadena Capriles, Miguel Ángel Capriles, tuvo que asilarse en la embajada de Nicaragua para evitar ser detenido, a pesar de ser senador por COPEI, entonces partido de gobierno. La radio y la televisión conocieron de cierres y programas sacados del aire. La censura se instaló físicamente en los medios a raíz del estallido popular del 27 de febrero de 1989. Hoy los medios se quejan todos los días de la falta de libertad de expresión, cuando su propia programación, sobre todo a partir de 2002, es la más contundente negación de lo que afirman. Impunemente, aquí se presentaban ante las cámaras oficiales a rostro descubierto, conspiradores civiles o sujetos encapuchados a llamar a derrocar el gobierno. Luego daban tranquilamente las buenas tardes y se iban a sus casas o guaridas. Inmediatamente, el medio donde aparecían, enviaba una carta a la OEA o la SIP denunciando que le estaban vulnerando su libertad de expresión. Esto es historia viva. Allí están los videos, las grabaciones radiales y los recortes de prensa.

Hoy puedo decir, en el marco de su día, que serán los periodistas los que rescaten la confianza perdida y la credibilidad derramada como agua en la arena de esta hermosa, riesgosa y noble profesión. Téngase simpatía hacia el proceso bolivariano o hacia la oposición, esa es la responsabilidad de los comunicadores sociales. Y es eso lo que el pueblo, la sociedad y Venezuela nos demandan.


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Earle Herrera

Profesor de Comunicación Social en la UCV y diputado a la Asamblea Nacional por el PSUV. Destacado como cuentista y poeta. Galardonado en cuatro ocasiones con el Premio Nacional de Periodismo, así como el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal (mención Poesía) y el Premio Conac de Narrativa. Conductor del programa de TV "El Kisoco Veráz".

 earlejh@hotmail.com

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