Relataba que el primero que había matado era hijo de un padre y de una madre a quienes luego también matara. Y que la manera como los había conocido, de misteriosa, nada tenía. El viejo era propietario de una clandestina casa de juego. Una tarde primaveral con el joven se había topado en un céntrico café muy preocupado porque temía que lo reclutaran, por lo que le confió su intención de enconcharse a fin de evitarlo. Luego de ese primer encuentro, lo vería con frecuencia. Incluso lo llevó a la casa de sus padres, por lo que una noche le propuso entonces que fueran a la suya, para que también conociera su laboratorio. Así fue, y entraron juntos. Pero no podía relatar, lo que haría luego, sin referir antes algunos hechos que se remontaban a su niñez.
Era necesario que hablara sobre unos sueños sugerentes que tenía en aquel tiempo. Y el primero, sobre el que hiciera casi obligada memoria, referíase a cuando formaba parte del coro de una iglesia, ya que de noche cerraba los ojos para volver al Cristo martirizado sobre la cruz y miraba el crucifijo de la iglesia y a ratos la cabeza de Jesús agredida por espinas ordenadas en corona formación y, a veces también a Cristo de cuerpo entero, ensangrentado por el manar copioso de sus heridas, de todo lo que decía sentir un pánico verídico. Pero casi unido a éste, soñaba también que construía una escalera tan larga que recostaba su otro extremo, en el pico Naiguatá, de donde miraba a Caracas como una torta de casabe. Y pensaba que el significado de aquello era que una cosa muy grande haría en su vida y que sería el mejor de todos, pero donde la mayor parte de las veces la sangre era el extraño plectro de sus sueños y que cumplía un fascinante y terrible papel en su existencia sin haber distinguido aún su sabor que hubiera luego de conocer por una mera voluntad golpista y aterradora, y que lo obsesionara, por muchos años, al extremo de que lo retrotraía a los tiempos en que sacábase fuerza de la sangre humana.
Había descubierto, así, que pertenecía al selecto grupo de los vampiros de Tercera Justicia, por lo que tendría que comprenderse a cabalidad lo que habría de sucederle al joven cuando se encontrara a solas con él: pues que lo desmayaría con un corpulento rodillo para cortarle la garganta con la plumilla de una vieja Parquer, sorbiendo bajo el efecto de una profunda satisfacción y sin ningún remordimiento. Solo le preocupaba qué hacer con el cuerpo. Pero su ciencia aplicó, para tales fines, hasta cuando, pasados algunos meses, llegara la otra víctima. Sería una joven mujer morena que nunca había visto. La encontró cerca al obelisco de la plaza Altamira. Y de inmediato comprendió que debía morir. Había tenido sueños y necesidad por tanto de beber en la copa de su carótida. Ella aceptó ir a su casa para ser también golpeada y bebida.
Luego, con su espeluznante rostro convincente, negaba recordar lo que había hecho. Cuando estaba bajo el influjo de aquellos sueños, no veía más que la arteria en forma de copa que le permitía chupar el bálsamo milagroso. Veía sabanas de crucifijos que se le transformaban en árboles goteando sangre. Y se sentía protegido por la fuerza superior que lo dirigía. Matar era el fatal efecto del espíritu de un gran poder que lo regía, porque los humildes no eran para él sino simples peones en manos de aquel ser tan supremo. Y de repente le gritaron ¡asesino! lo que le pareció incomprensible. Y veía que una llovizna humedecía el copo de las palmeras que un día por cierto pretendió incendiar. Lo inspiraba el mismo deseo que sentía bajo la sombra que le prodigaba el obelisco, cuando solitario, iba detrás de una meta que no existía. Creía pues tener una gran misión que cumplir. Hablaba en las congregaciones religiosas. Tenía el don de las lenguas. Y lo llamaban el vampiro de Caracas. ¿No sería acaso él un loquito ahíto de retumbo y fanatismo? Pero el chirrido de la puerta de su celda le hizo saber que estaba preso. Se llamaba Tulio Bandrés Torpes, y para colmo, era sectario, hasta en el robo.
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