Si los dioses existieran el cardenal Urosa Sabino no tendría salvación alguna. En realidad, serían pocos los cardenales que pudieran alcanzar el mítico reino. Sufren del síndrome Borgia, que es una costra que cargan todas las iglesias por las trapacerías contenidas tras sus esfuerzos confesionales.
El purpurado de la MUD no pudo, con la visita de Maduro al Vaticano, refrenar su incontinencia: “El papa Francisco debería presionar al presidente para que se enfoque en la promoción de la democracia y la convivencia pacífica…” En lo que pareció respuesta, el pontífice le pide a la iglesia venezolana no inmiscuirse más en parcialidades políticas. ¡Nos salió fundamentalista el pibe! habrá dicho, sorprendida, la Conferencia Episcopal.
Efectivamente, un poder tan grande como el de las iglesias, que sustenta la salvación de los demás en la fe por sus revelaciones, termina olvidándose de conducirlos por la escalera al cielo, y los meten por los senderos mundanos que a sus príncipes les provoque recorrer. Que no son, mismamente, de revelación.
Una vez, el terrible arzobispo Paul Marcinkus (cardenal in pectore de Juan Pablo II), envuelto en el fraude del Banco Ambrosiano y señalado como supuesto asesino del anterior papa (el de los 33 días), confesó: “tal cosa me asegura que Dios no pueda cerrarme la puerta…”
El arzobispo nuestro, tan desfachatado como el otro, y sabedor de que la fe es confianza en quien revela, ya nos había sorprendido con su división de ricos y pobres: “La educación debe ser igual pero separada. Los hijos de familias pudientes, llamados a ir a las universidades y, más tarde, tomar las riendas de empresas, negocios y los cargos más altos de la administración pública, deben ser educados para alcanzar estos fines... Los niños que, por su origen socioeconómico, tienen desventajas, deben ser educados en el respeto hacia la autoridad, en la diligencia, en la modestia y, sobre todo en el mensaje cristiano del amor…”
